¿Qué dice el judaísmo a propósito de la objeción de conciencia?

Fishel Szlajen

Compartir
Compartir articulo

La civilización sumeria fue la primera más esplendorosa por urbanización, escritura, ejército, comercio, leyes, medicina y matemática, más el primer sistema monárquico-religioso conocido, conformando el primer conjunto de ciudades Estado. Considerando la importancia de este centro político, comercial, industrial, científico y cultural, difícilmente pueda comprenderse la decisión de Abraham (s. XX-XIX a.e.c.), quien, septuagenario y educado en Ur-Casdim, una importante metrópoli de aquel orbe, emigró hacia tierras lejanas, inhóspitas y culturalmente intrascendentes.

Algunos investigadores describen a Abraham como un refugiado del opresivo y aterrorizante gobierno mantenido por las dos culturas entonces más importantes, la mesopotámica y la egipcia, que obtuvo la independencia política e ideológica mediante su vida nómade. Esta hipótesis es cuestionable, ya que el reino medio de Egipto fue una era generosa, época de reunificación, de grandes obras de irrigación, justicia social y mejor distribución de la riqueza. Y, si bien los antiguos babilonios centralizaron lo político bajo un único rey imperante sobre todas las ciudades Estado, unificándose religiosamente bajo un dios nacional (Marduk), endureciendo las penas y las cláusulas respecto de los anteriores códigos jurídicos, no hay registros sobre la vigencia de aquellos códigos. De hecho, el Código de Hammurabi homogeniza protegiendo la clase media y baja, jurídicamente comparable a la nobleza en cuanto hombres libres. Más aún, si bien en la mitología y la teodicea sumeria sus principales dioses son desenfrenadamente crueles, licenciosos, envidiosos y vengativos, gobernando el soberano análogamente por ser un dios encarnado, aquellos textos se refieren al mundo post mortem para el desvinculado con la divinidad local.

Similarmente, si bien la ideología estatal emulaba la cósmica, asemejando las ineludibles leyes astrales con la infalible palabra del soberano, justificando la demanda absoluta de obediencia de sus subalternos, el hombre común en la época de Abraham estaba alejado del contacto con las divinidades principales a quienes, como al Estado, contribuía casi únicamente con impuestos para mantenimiento de templos. De hecho, innumerables divinidades menores oficiaban de intercesores en las solicitudes personales frente a los dioses principales de cada ciudad Estado. Así, el hombre común íntimamente vinculado al dios familiar y al personal, basaba su religión particular en rituales familiares y consultas a vaticinadores o magos.

Allí fue donde se produjo tal avance en astrología y mántica, exportándolo a egipcios y griegos, que Ur (fuego)-Casdim (de los Caldeos) fue asociado intrínsecamente a los sacerdotes, los astrólogos, los adoradores de astros o adivinos (casditas), como originarios de Caldea y por extensión babilonios, así observado en Reyes, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y Crónicas, incluso 11 siglos después de Abraham. Existió una sinonimia entre el gentilicio "caldeo" y su actividad sacerdotal, patentizando el grado superlativo y la influencia de la idolatría mántica, oracular y hechicería imperante; así entendido también por RaShÍ e Ibn Ezra. Heródoto refiere a los caldeos como una casta sacerdotal; Cicerón describe la reinante sinonimia entre "caldeo" y "astrólogo" debido a la intensidad y la popularidad de esta disciplina entre aquellos, obligándose a explicar que "caldeo" no proviene de la actividad mántica sino del gentilicio. El matemático Gémino de Rodas asocia a los astrólogos babilonios con los caldeos y sus teorías zodiacales. Diodoro Sículo afirma la reputación de los caldeos como astrólogos y vaticinadores, y Flavio Arriano refiere a los caldeos como especializados en las artes mánticas y oraculares, sacerdotes de Baal.

Este contexto resignifica importantes homiléticos textos judíos (Génesis Rabbá y Seder Eliahu) que narran los antecedentes de la migración de Abraham, cuando Téraj, su idólatra padre y mercader de ídolos, lo deja a cargo de la tienda. Abraham reprueba a un cliente exclamándole: "¡Desgraciado el hombre sexagenario que adora algo que tiene sólo un día de antigüedad!". Frente a una clienta que deseaba ofrendar harina a dichos ídolos, Abraham responde destruyéndolos, excepto al más grande, sobre cuya mano deja un madero. Téraj, de regreso y ante el desastre, cuestiona a Abraham, quien alega que, habiéndoles ofrendado la harina, la estatuilla mayor empuñando un palo destruyó al resto quienes se la disputaban. Téraj responde que es imposible por la absoluta carencia de poder de los ídolos, acusando a su hijo de objetar burlonamente las creencias paternas. Ante la réplica de Abraham: "¡Que tus oídos escuchen lo que tu boca está diciendo!", Téraj lo envía con Nimrod, bíblico fundador de Babilonia, por ser contestatario a sus creencias. Nimrod intenta forzar a Abraham conminándolo a rendir culto al fuego, pero Abraham le responde que debería adorar al agua por apagarlo y dominarlo. Nimrod acuerda, demandándole dicho culto. Pero nuevamente Abraham propone prosternarse ante las nubes, portadoras del agua, y ante la anuencia de Nimrod, Abraham nuevamente impugna planteando adorar a los vientos por despejar las nubes, a lo que Nimrod presta consentimiento. Pero Abraham formula que en realidad debería adorarse al hombre, por poseer oquedades donde permanecen los hálitos. Nimrod, consciente que por los alegatos ad infinitum de Abraham, jamás se prosternaría, arroja a Abraham dentro de una gran caldera de llamas perpetuas para el culto al fuego, sugiriéndole que apele a Ds para su rescate. Así, la milagrosa supervivencia de Abraham deja sin sentido su emigración como refugiado ya que, ante semejante pena y prueba de superioridad, fácilmente pudo tomar el poder, ya que Nimrod y sus ministros finalizan prosternándose ante él. Pero Abraham, impidiendo que se lo idolatrara, les indica que deben prosternarse sólo ante Ds (Sefer HaIashar). Abraham emigra, entonces, porque así su padre lo indica, respetando la estructura política de su familia (Gén.11: 31).

En consecuencia, Abraham, decidiendo morir santificando el nombre de Ds, cumpliendo el precepto de dar su vida y no transgredir ante la idolatría, objeta al extremo un aspecto de su clan, del pater familias y por extensión a su sociedad, siendo aquel culto la base de su estructura política, legal e impositiva. Por ello Téraj lo envía al monarca para ser penalizado, quien enfurecido arroja a Abraham a la pira al momento en que este demuestra que toda idolatría es egolatría. De lo familiar a lo estatal, la objeción posee un denominador común, los ídolos, fomentando una sociedad básicamente corrupta, no por la teocracia estatal emulando un panteón divino, sino por la egolatría de toda idolatría, ejemplificada en dirigentes o instituciones como personificaciones o representantes de absolutos. Sin embargo, Abraham no procura el poder político, cambiar un régimen o gobierno determinado ni instaurar un nuevo orden jurídico, enmarcándose en insurrección, subversión o revolución. Tampoco hay una insubordinación al sistema jerárquico estatal ni familiar, él no desea suplir al rey ni al padre, ni subvertir roles. No es una protesta legal, ya que su accionar viola la ley vigente. Tampoco es desobediencia civil, porque su finalidad no es cambiar políticas públicas o alguna legislación, demandando legalidad a su actividad dentro del sistema.

Abraham permanece dentro de la estructura establecida manteniendo a su padre como líder del clan y a Nimrod como rey, pero objeta lo contrapuesto a sus principios axiológicos monoteístas que comandan su conducta, impidiéndole acatar ciertas leyes, sin importar su grado de empatía o beneplácito social. La objeción, registro de una difícil libertad, tan demandada cuando contenta como rechazada cuando contraría, resulta en inobediencia no violenta, resguardando la integridad axiológica (religiosa o moral) del objetor, sin incitación ni beneficio personal, ya que los valores siempre demandan y nunca satisfacen, sino como respuesta a circunstancias externas respetando el orden vigente.

El autor es rabino y doctor en Filosofía.