
Como sabemos, la política inmigratoria es una de las políticas de Estado más importantes de una nación, porque la inmigración aporta habitantes y, con ellos, enriquece culturalmente a su sociedad. En el caso de Argentina, nuestra magnífica Constitución dice explícitamente en su Preámbulo que el país está abierto a "todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino".
Ahora bien, abierta no significa hacer cualquier cosa, solo para "constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad".
En otras palabras, los extranjeros que quieran venir a nuestro país, deben hacerlo para hacer su aporte a esas finalidades y para cosechar los frutos de ese progreso.
Más específicamente, la misma Constitución dice en su art. 25 que "el Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes".
La preferencia hacia lo europeo ha quedado en desuso y no merece mayores comentarios, porque lo que debe preocuparnos no es el pasado sino el futuro. Lo medular de esa norma en el año 2017 es que la Constitución prohíbe al Estado "restringir, limitar o gravar con impuesto alguno" la entrada de inmigrantes.
Pero esto no ampara a cualquier inmigrante: en la terminología de mediados del siglo XIX, el derecho a entrar al país lo tienen los inmigrantes "que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes".
En palabras actuales, el derecho a entrar al país lo tienen quienes vengan a trabajar, a aportar algo y por eso serán considerados absolutamente iguales a los nacionales. Porque respetan nuestras leyes, hacen su aporte a nuestro país y tienen derecho a participar de los beneficios que contribuyan a generar.
Lo dice el art. 20 de la Constitución: "Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía, ni a pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen nacionalización residiendo dos años continuos en la Nación; pero la autoridad puede acortar este término a favor del que lo solicite, alegando y probando servicios a la República."
Igualdad absoluta, pero siempre refiriéndose a quienes cumplen las leyes y trabajan. Una catarata de sentido común y de justicia, que nos hizo el 5º país más rico del mundo, al que inmigraron millones de europeos y asiáticos. Pero ahora, en una virtual competencia para ver quien dice el disparate más absurdo, algunos se oponen a que se exija a los inmigrantes el demostrar que no tienen antecedentes penales, como lo ha dispuesto con toda lógica y constitucionalidad el actual gobierno. Ni hablar de que demuestren tener un trabajo, como se exige en todos lados .
Absolutamente ningún país del mundo se abre a cualquiera y menos los que aún hoy están gobernados por el comunismo o sus facetas menos absolutistas.
Nadie discute estas normas elementales de sentido común y autodefensa en ningún lugar, salvo supuestos "progresistas" en la Argentina, que leyeron tan superficialmente a Gramsci que lo aplican aún de manera suicida.
La Argentina no puede darse el lujo de introducir criminales de ninguna clase: ni narcotraficantes, ni homicidas, ni traficantes de mujeres, ni ladrones, ni a nadie que viole las leyes. Ya no estamos en 1880, en 1920 o en 1950 y no podemos darnos el lujo de recibir a quienes no tengan un trabajo demostrable, ni a dar salud, educación, vivienda y subsidios a quienes nunca pagaron impuestos, siquiera indirectos, en nuestro país.
No lo hace nadie en el mundo y nosotros no podemos ser también en eso, una excepción a la cordura.
Quienes, cada cual a su manera, nos ocupamos de temas públicos, debemos proteger a nuestra gente y hacer lo posible para que tengan un futuro mejor.
Traer al país a personas que ya han delinquido o que carecen de posibilidades laborales y engrosarán la inmensa lista de quienes reciben subsidios pagados con nuestros impuestos es suicida.
Basta de autodestruirnos. Seamos normales.
El autor es abogado. Ex integrante del Consejo de la Magistratura del Poder Judicial de la Nación
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