
La eficiencia se ha convertido en el eje central de cualquier proceso logístico moderno. En un contexto global marcado por cadenas de suministro más frágiles, consumidores más exigentes y márgenes cada vez más ajustados, la logística dejó de ser un área operativa secundaria para transformarse en una función estratégica del negocio. Hoy, un retraso portuario, una congestión vial o una mala planificación de capacidad no solo afectan indicadores internos, sino que impactan directamente en el cliente final, en multas o en la viabilidad económica completa de la operación pudiendo generar en el peor de los casos la pérdida de un cliente importante para nuestro negocio.
Ese cliente, que puede ser una gran planta industrial, una empresa exportadora o una cadena de retail, ya no opera con colchones de tiempo ni inventarios sobredimensionados, producto de años previos en los que se pagaron en base a “demurrage” o altos costos de almacenaje los errores de haber comprado. La planificación se construye sobre promesas de entrega precisas, donde cada desvío se traduce en pérdidas financieras, quiebres de stock o incumplimientos contractuales. En este escenario, la logística se vuelve un factor de competitividad tan relevante como el precio o la calidad del producto.
Chile no es ajeno a esta dinámica. Como economía abierta y altamente dependiente del comercio exterior, su desempeño logístico condiciona directamente su capacidad de crecer, atraer inversiones y sostener relaciones comerciales de largo plazo. En particular, el sistema portuario cumple un rol crítico: es la puerta de entrada y salida de la mayor parte de los flujos de importación y exportación del país. Por eso, el desafío actual no pasa solo por mover más carga, sino por hacerlo con mayor previsibilidad, eficiencia y resiliencia.
La eficiencia logística como factor de competitividad
El concepto tradicional de puerto ha cambiado de forma radical. Durante décadas, la gestión portuaria estuvo enfocada en administrar la estacionalidad de las cargas y responder a picos de demanda relativamente previsibles. Hoy, ese enfoque resulta insuficiente. El puerto moderno debe funcionar como una verdadera factoría logística, integrada a la cadena de suministro global, capaz de coordinar múltiples actores, absorber shocks externos y mantener niveles de servicio estables incluso en contextos de alta presión operativa.
En este punto, el modelo de gestión portuaria chileno aparece como un caso relevante dentro de la región. Los principales puertos de la zona central, San Antonio y Valparaíso, operan bajo un esquema mixto en el que el Estado conserva la propiedad de la infraestructura, mientras que los terminales son concesionados a operadores privados mediante licitaciones por períodos determinados. Este modelo permitió introducir competencia, especialización técnica y estándares de eficiencia que hoy se reflejan en indicadores concretos.
En 2025, el Puerto de San Antonio logró reingresar al top 100 del ranking mundial de volumen portuario, con un movimiento cercano a los 1,8 millones de TEUs. Este resultado no responde únicamente a una expansión física, sino a una mejora sostenida en la gestión operativa, la coordinación logística y el uso más inteligente de los recursos disponibles. En otras palabras, no se trata solo de mover más, sino de mover mejor.

Puertos, estacionalidad y presión operativa
Uno de los factores clave detrás de este desempeño es la capacidad de gestionar una estacionalidad extremadamente marcada. Chile presenta patrones comerciales muy definidos, condicionados por productos específicos y ventanas de exportación que no admiten errores. A fines de octubre se genera un estrés notable en la cadena de suministro producto de la temporada de exportación de frutas, liderada por las cerezas con destino al mercado chino.
Esta operación se desarrolla bajo una presión temporal extrema. El valor del producto está directamente asociado al cumplimiento de fechas muy precisas, vinculadas a las celebraciones del Año Nuevo Chino. Si la fruta no llega a tiempo, pierde gran parte de su valor comercial, como ha ocurrido el año pasado con los desperfectos del Maersk Saltoro que terminó con la pérdida de más de 1300 contenedores de Cherries. Al mismo tiempo, esa ventana coincide con el cierre del año para el retail internacional, que incrementa sus volúmenes de importación para abastecer la demanda navideña. El resultado es una convergencia compleja en el transporte local, donde la conectividad entre los puertos y Santiago se vuelve un factor crítico: productos perecederos de alto valor compiten por espacio, capacidad y eficiencia con cargas de consumo masivo.
Esta tensión pone a prueba a toda la cadena logística. Desde el productor y el exportador, pasando por los frigoríficos, transportistas, terminales portuarias, navieras y operadores logísticos, cada eslabón debe funcionar con precisión. Un error en esta ventana crítica no solo afecta una operación puntual, sino que puede comprometer los resultados financieros de toda una temporada.
Infraestructura, tecnología y visión de largo plazo
Para mitigar estos riesgos, la industria desarrolló soluciones específicas. Servicios marítimos dedicados, como los denominados “Cherry Express”, permiten reducir tiempos de tránsito mediante rutas directas y escalas limitadas. En paralelo, los freight forwarders reforzaron la logística aérea para atender envíos urgentes que no pueden esperar los 32 o 35 días de un tránsito marítimo convencional. Estas alternativas, más costosas, reflejan una realidad ineludible: en ciertos momentos del año, el tiempo vale más que el flete.
Sin embargo, estas soluciones tácticas no reemplazan la necesidad de una estrategia de largo plazo. El crecimiento del comercio exterior chileno y la aparición de nuevos actores regionales obligan a repensar la infraestructura disponible. El megapuerto de Chancay, en Perú, es un ejemplo concreto de cómo la región se está preparando para capturar flujos logísticos futuros. Frente a este escenario, Chile no puede conformarse con optimizar procesos sobre una infraestructura que comienza a mostrar signos de saturación.
La agenda de los próximos años debe combinar expansión física de terminales, mejoras sustantivas en accesos viales y ferroviarios, y una integración más profunda con el hinterland productivo. La eficiencia portuaria no termina en el muelle: depende de que la carga pueda entrar y salir del puerto sin generar congestión, costos adicionales o incertidumbre.
A este desafío se suma la incorporación de tecnología. La evolución hacia modelos de Smart Port ya no es una opción, sino una condición necesaria para sostener niveles de servicio competitivos. El uso de inteligencia artificial y analítica predictiva para anticipar marejadas, congestiones, fallas operativas o cuellos de botella permite tomar decisiones anticipadas antes de que los problemas ocurran. En un contexto de alta demanda, esa capacidad de anticipación marca la diferencia entre cumplir o fallar.
En definitiva, la eficiencia logística es mucho más que un indicador operativo. Es una señal de confiabilidad hacia los mercados internacionales, una ventaja competitiva para los exportadores y un factor clave para la estabilidad económica del país. Los puertos, lejos de ser simples infraestructuras físicas, siguen siendo un motor silencioso pero decisivo del desarrollo.
Solo a través de inversión estratégica, planificación de largo plazo y capacidad de innovación será posible asegurar que el sistema portuario chileno continúe respondiendo a un mundo que no espera y a un mercado que exige, por sobre todas las cosas, previsibilidad, rapidez y confianza en cada movimiento de carga.
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