
Desde tiempos remotos, el ser humano pone su existencia al centro de todas las cosas. Este enfoque antropocentrista ha limitado no solo la manera en que comprendemos el mundo, sino también los esfuerzos que hacemos para estudiarlo y preservarlo. Con frecuencia, lo que no resulta útil desde una perspectiva comercial, médica o estética simplemente se ignora, provocando que miles de especies pasen desapercibidas y queden en riesgo de extinción sin haber sido jamás descritas por la ciencia.
Esta visión selectiva ha tenido consecuencias profundas: aunque llevamos siglos clasificando organismos, lo cierto es que apenas hemos arañado la superficie del conocimiento de la vida en la Tierra. Se estima que conocemos tan solo el 14% de las especies que habitan el planeta. El restante 86% permanece en el anonimato, y muchas de estas especies están desapareciendo antes de ser siquiera registradas.
De acuerdo con la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), este desconocimiento masivo ocurre en un momento crítico en el que el planeta atraviesa la sexta gran extinción, un periodo en el que las tasas de desaparición de especies superan por miles las tasas naturales. Frente a esta crisis de pérdida de biodiversidad, los científicos instan a descubrir, catalogar y proteger todas las formas de vida terrestre.
La máxima casa de estudios comenta en un artículo de la Revista UNAM Global, de los autores Jorge Andrés Buelvas Soto y Jorge Galindo González, que los recursos, esfuerzos y conocimientos actuales no han sido suficientes pues el estudio de la biodiversidad privilegia a los grandes vertebrados —más visibles y “carismáticos”— y desplaza a grupos numerosos como los insectos, hongos o microorganismos.
La taxonomía, el arte de clasificar la vida

La ciencia encargada de describir, nombrar y clasificar a los organismos vivos se conoce como taxonomía. Esta disciplina, formalizada en el siglo XVIII por el botánico sueco Carl Linnaeus, sentó las bases de la nomenclatura científica moderna y logró catalogar unas 12 mil especies en su obra Systema Naturae. Desde entonces, el número de especies conocidas creció hasta superar los 1.24 millones, aunque los científicos estiman que el total real podría rondar en los 8.7 millones, lo cual evidencia la brecha abismal en nuestro conocimiento del mundo natural.
Uno de los principales problemas de la taxonomía moderna es su enfoque parcial. Aves, mamíferos y otros vertebrados —que representan solo el 4% de todas las especies— reciben una atención desproporcionada. En cambio, los invertebrados (75%), las plantas (18%), los hongos y protistas (3%) permanecen relativamente ignorados. Además, los países megadiversos, que albergan la mayor parte de la biodiversidad del planeta, cuentan con un número alarmantemente bajo de taxónomos. A esto se suma el hecho de que los ecosistemas marinos —cuna de una enorme variedad de organismos aún desconocidos— son todavía menos explorados que los terrestres.
Según el artículo de National Geographic “¿Se desconocen aún el 86 por ciento de las Especies de la Tierra?” (2012), este fenómeno nombrado como “impedimento taxonómico” es reconocido por la Convención sobre la Diversidad Biológica como uno de los principales obstáculos para la conservación global.
Sin una base de datos confiable y completa sobre las especies existentes, resulta imposible protegerlas de manera efectiva. Por eso, incrementar la formación de taxónomos y expandir la investigación hacia grupos olvidados es urgente si queremos evitar que cientos de miles de especies desaparezcan sin dejar rastro.
¿Qué es una especie y por qué debemos conocerlas?

La Real Academia de la Lengua Española (RAE) define a la palabra especie como “el conjunto de elementos semejantes entre sí por tener uno o varios caracteres comunes”. En biología, una especie se define generalmente como un grupo de organismos capaces de reproducirse entre sí y generar descendencia fértil. Esta definición, aunque útil, se amplió gracias al avance de la genética y la biología molecular.
Actualmente existen múltiples herramientas para identificar nuevas especies, entre ellas el análisis del ADN, los estudios de comportamiento y la comparación morfológica. Además, los científicos utilizan métodos como las curvas de acumulación de especies y las proyecciones estadísticas basadas en la diversidad de taxones para estimar cuántas especies podrían habitar la Tierra.
Uno de los estudios más importantes se realizó en la década de los 80 por el entomólogo Terry Erwin, quien roció insecticida en la copa de un solo árbol tropical y descubrió más de mil 200 especies de coleópteros, muchas de ellas exclusivas de ese árbol. Extrapolando estos datos, estimó que podrían existir hasta 30 millones de especies de artrópodos en los trópicos. Otros estudios proponen que, solo considerando la relación entre plantas vasculares e insectos asociados, podrían existir más de tres millones de especies de insectos en el planeta.
Y es que el conocimiento de las especies no es un capricho académico, pues tiene implicaciones directas para nuestra supervivencia. Muchas plantas, animales, hongos y microorganismos ofrecen compuestos útiles para la medicina, la alimentación y la industria; que sean desconocidos afecta incluso a nuestras oportunidades para resolver problemas de salud, desarrollo tecnológico y seguridad alimentaria.
Preservar la biodiversidad implica mucho más que proteger a los animales más populares, se trata de mantener la estabilidad ecológica que sustenta la vida humana y la de millones de especies. Conocer dónde se encuentran, cómo interactúan y cuáles son sus amenazas es el primer paso para protegerlas.
El universo invisible de los microorganismos

Uno de los campos más complejos y menos explorados de la biodiversidad es el de los microorganismos. Virus, bacterias, arqueas y protistas conforman un vasto universo invisible a simple vista, pero fundamental para el equilibrio ecológico y la salud humana. Su abundancia es tan colosal que se estima que hay más de 10 a la potencia de 31 de partículas virales en la Tierra y millones de bacterias por cada litro de agua o gramo de suelo. Hasta ahora solo se han identificado formalmente unas 11 mil especies de virus y un número igualmente limitado de bacterias.
Clasificar estos organismos plantea enormes desafíos científicos, ya que los virus pueden mutar con rapidez y transferir material genético entre cepas, creando nuevas variantes difíciles de catalogar con los métodos tradicionales.
En el caso de las bacterias, muchas de ellas no pueden cultivarse en laboratorio, lo que complica su estudio y descripción. Además, los criterios taxonómicos convencionales, basados en la morfología o la reproducción sexual, son inadecuados para organismos cuya biología funciona bajo otras reglas.
Según la UNAM, la falta de conocimiento sobre estos seres microscópicos no es inofensivo, pues muchos microorganismos tienen funciones esenciales en los ciclos del carbono, nitrógeno y otros elementos, mientras que otros pueden ser fuente de fármacos o soluciones biotecnológicas. A la inversa, el desconocimiento de virus potencialmente patógenos puede significar un riesgo sanitario global, como lo demostró la pandemia de COVID-19.
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