Jean-Baptiste Andrea ganó el Premio Goncourt: empezá a leerlo

El escritor y cineasta se alzó con el premio más prestigioso de las letras francesas. Aquí unos párrafos de su novela “Los pasatiempos de la reina que buscaba catarinas”, que está traducida al español.

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El escritor francés Jean-Baptiste Andrea saluda desde una ventana del restaurante Drouant después de recibir el premio Goncourt. (REUTERS/Gonzalo Fuentes)
El escritor francés Jean-Baptiste Andrea saluda desde una ventana del restaurante Drouant después de recibir el premio Goncourt. (REUTERS/Gonzalo Fuentes)

El Premio Goncourt, el galardón más codiciado de las letras francesas, ha recaído este año en Jean-Baptiste Andrea, un escritor y cineasta que ha conquistado al jurado con su novela Veiller sur elle (Cuidar de ella), una apasionante historia de amor que transcurre en la Italia fascista de los años 20 . Se trata de su cuarta obra literaria, después de publicar títulos como Ma reine, Des diables et des saints y Los pasatiempos de la reina que buscaba catarinas.

Andrea nació en 1971 en Saint-Germain-en-Laye, una ciudad cercana a París. Su infancia transcurrió en Cannes, donde empezó a hacer sus primeros cortos. Estudió ciencias políticas y económicas en París, donde conoció a su amigo y colaborador Fabrice Canepa, con quien escribió varios guiones de cine, como La confrérie des larmes y Dead End. Como director, ha realizado películas como Big Nothing .

Sonrisa. Jean Baptiste Andrea, ganador del Premio Goncourt. (REUTERS/Gonzalo Fuentes)
Sonrisa. Jean Baptiste Andrea, ganador del Premio Goncourt. (REUTERS/Gonzalo Fuentes)

Andrea se considera un escritor que busca contar historias que lo emocionen y le hagan pensar sobre el mundo. Su estilo es ágil, poético y lleno de humor. Sus novelas abordan temas como la infancia, la libertad, el amor, la locura y la resistencia. Con Veiller sur elle, Andrea ha logrado el aplauso de la crítica y el público, y se ha posicionado como uno de los autores más relevantes de la literatura francesa actual.

Así empieza “Los pasatiempos de la reina que buscaba catarinas”

Caía, caía y había olvidado por qué. Era como si hubiera caído desde siempre. Las estrellas pasaban por arriba de mi cabeza, por debajo de mis pies, a mi alrededor; me arremolinaba intentando sujetarme a algo, pero sólo encontraba el vacío. Giraba en una gran bocanada de aire húmedo.

Ardía con la velocidad y, con el viento aullando entre mis dedos, volví a pensar en la época en que corríamos los cien metros planos en la escuela, el único momento en que los demás no se burlaban de mí. Con mis piernas largas les ganaba a todos. Salvo que ahora mis piernas no servían para nada. Mis piernas también caían imbécilmente.

Alguien gritaba a lo lejos. Tenía que recordar por qué estaba allí, seguramente era importante. Uno no cae así sin una buena razón. Miraba detrás de mí, pero nadie decía nada. Todo cambiaba repetidamente, tan rápido que quise llorar.

Por supuesto, había cometido una enorme estupidez. Me iban a regañar o algo peor, incluso si no conocía entonces algo peor que ser regañado. Me enrollaba sobre mí mismo como cuando Macret me golpeaba, era un truco para disminuir el dolor. Ahora sólo había que esperar. Finalmente iba a llegar.

Era el verano de 1965, el más grande de todos los veranos, y yo no terminaba de caer.

2.

A fuerza de repetirme que yo no era un niño, y eso estaba bien, llegó lo inevitable. Quería demostrarles que era un hombre. Y los hombres van a la guerra, lo veía todo el tiempo en la televisión, un viejo y abultado aparato frente al que comían mis padres cuando la estación de gasolina estaba cerrada.

En esa época no pasaba mucha gente por el camino hacia la campiña de Asse, en el borde del cual vivíamos, olvidados por la provincia. Nuestro hogar no era más que un viejo ático sobre el par de bombas de gasolina. Antes, mi padre solía pulir las bombas regularmente, pero con la edad y la falta de clientela había renunciado a la tarea. Yo extrañaba eso, las bombas brillando. No tenía derecho a limpiarlas solo, porque la última vez que lo había hecho había terminado empapado y mi madre me había regañado, como si ella no tuviera suficiente trabajo con un vago por marido y un hijo retrasado.

Cuando ella se ponía así, mi padre y yo decidíamos ignorarla. Aunque es cierto que tenía demasiado trabajo, especialmente los días de lavandería con las imborrables manchas de grasa del taller. También es cierto que cuando yo tomaba una cubeta, toda el agua terminaba en el piso. No podía evitarlo, así era yo.

Mis padres hablaban poco. En casa, un rectángulo de cemento detrás de la estación que mi padre nunca terminó de enyesar, los únicos ruidos eran los de la televisión, las suelas de cuero sobre el linóleo y el viento que bajaba de la montaña y se quedaba atrapado entre la fachada y el muro de mi habitación. Pero nosotros, nosotros no hablábamos: ya nos lo habíamos dicho todo.

Mi hermana nos visitaba una vez al año. Ella era quince años mayor que yo, estaba casada y vivía muy lejos. En cualquier caso, parecía estar lejos ese lugar que me mostraba en un mapa. Cada vez que venía, todo terminaba en una pelea entre los padres y ella. Ella pensaba que una estación de gasolina, en un rincón como éste, no era un lugar para mí. Me costaba entender por qué, pues la estación se veía bien para mí, sin contar las bombas sucias. Cuando ella se iba, yo miraba siempre el mapa y me preguntaba qué podría haber mejor allá donde ella vivía.

Un día le hice la pregunta. Ella acarició mi pelo y me dijo que en su ciudad podría tener amigos de mi edad, gente con quien hablar. Y ¿tal vez algún día conocer a una mujer? Mujeres, las conocía mejor de lo que ella pensaba, pero no dije nada. Mi hermana continuó: los padres estaban viejos, ¿qué pasaría conmigo cuando ellos ya no estuviesen aquí? Sabía que cuando decía que ya no estuviesen aquí, quería decir que era para siempre, que ya no volverían nunca. Respondí que me haría cargo de la estación yo solo y ella fingió creerlo, pero pude notar que mentía. No me importó. Secretamente, me regocijé de poder algún día pulir las bombas