
Un día después y a más de diez mil kilómetros del lugar de los hechos, Winston Churchill, ministro de Marina británico, se sentó frente a un micrófono de la BBC de Londres para difundir un mensaje: “Damas y caballeros, hemos recibido una noticia de Montevideo que nos llena de alegría: el acorazado de bolsillo Graf Spee, que durante semanas ha estado causando graves problemas en el Atlántico Sur, ha sido neutralizado y ha quedado restablecida la libertad de navegación de nuestra nación”, dijo el hombre que pronto sería primer ministro y exigiría a sus compatriotas “sangre, fatiga, lágrimas y sudor” para llevar a Gran Bretaña a la victoria. La Segunda Guerra Mundial llevaba poco más de tres meses cuando su produjo el primer gran enfrentamiento naval entre las potencias que participaban del conflicto y que pasó a la historia como “La Batalla del Río de la Plata”.
Ocurrió cerca de la desembocadura del río más ancho del mundo, a miles de kilómetros de los escenarios europeos donde por entonces se desarrollaba la ofensiva de la Alemania nazi. Porque el “acorazado de bolsillo”, como se conocía al Admiral Graf Spee, cumplía una misión precisa, casi a la manera de un barco corsario, en el Atlántico sur: atacaba barcos mercantes para cortar las líneas de abastecimiento inglesas que partían desde el continente americano. Hasta el 13 de diciembre de 1939, cuando comenzó el enfrentamiento con tres barcos de guerra británicos, llevaba nueve cargueros hundidos.

En ese momento, el acorazado alemán era el peor dolor de cabeza para la marina británica. Era un barco nuevo, botado hacia poco más de tres años, y formaba parte de una serie de tres buques que los nazis habían armado respetando supuestamente el límite de 10.000 toneladas de desplazamiento que imponía el Tratado de Versalles, firmado luego de la derrota alemana en la Primera Guerra Mundial, aunque con un desplazamiento a plena carga de 16.020 toneladas, lo superaban ampliamente. Armado con seis cañones de 280 milímetros en dos torretas triples, el Graf Spee y sus buques gemelos – el Deutschland y el Admiral Scheer - fueron diseñados para vencer a cualquier crucero que fuera lo suficientemente rápido para capturarlos. Su velocidad máxima de 28 nudos (52 km/h) dejaba solo a un puñado de naves francesas y británicas lo suficientemente rápidas y poderosas para darles alcance y hundirlos. Antes del comienzo de la guerra había operado en misiones de apoyo a las tropas franquistas durante la Guerra Civil Española entre 1936 y 1938.
Hundimientos en cadena
Cuando partió al mando de Langsdorff desde la base Wilhemshaven la tarde del 21 de agosto de 1939, las órdenes del Graf Spee eran dirigirse al Atlántico sur y esperar. Faltaban diez días para la invasión de las tropas alemanas a Polonia que desataría el conflicto y cuando, en respuesta, Gran Bretaña le declaró la guerra a Alemania el 3 de septiembre, Hans Langsdorff recibió la orden de interceptar, capturar y hundir los buques mercantes de abastecían a los ingleses, evitando enfrentarse con barcos de guerra.
Sorprendió a su primera víctima el 30 de septiembre, cuando hundió al carguero británico Clement cerca de Pernambuco, Brasil, y ya no se detuvo. Para diciembre llevaba capturados y hundidos nueve mercantes, con un total de más de 50.000 toneladas. En ninguna de esas operaciones hubo muertos, porque Langsdorff capturaba primero a los tripulantes, a los que luego acercaba a tierra con su barco de abastecimiento, el Altmark.
A principios de diciembre, dos de los “blancos” del acorazado de bolsillo, el Doric Star y el Tairoa, consiguieron transmitir su posición por radio antes de ser capturados, y el alto mando británico le ordenó al comodoro Henry Harwood, con base en las Islas Malvinas, que encontrara y hundiera al Graf Spee. Así comenzó la cacería a cargo de tres barcos de la Escuadrilla de América del Sur, el Ajax – donde tenía su puesto de mando Harwood -, el Exeter y el Aquiles.
La gran batalla naval
El acorazado de bolsillo seguía mientras tanto buscando víctimas. El 9 de diciembre, el segundo al mando, capitán de corbeta Friedrich Rasenak, escribió: “Nuestra Dirección Naval nos informa que desde Montevideo zarpará un convoy británico, constituido por 4 vapores con un total de 30.000 toneladas protegido por un crucero auxiliar. Nos acercamos gradualmente al punto de concentración de los barcos mercantes -que van y vuelven- del Río de la Plata. Allí tendremos que encontrar algo, al menos al crucero que hace guardia”.
Con las primeras luces del día del 13 de diciembre, el vigía del Graf Spee avistó al crucero pesado Exeter y se encaminó a interceptarlo. Nunca quedó claro si Langdorff lo confundió con un mercante o supo desde el primer momento que se trataba de un buque de guerra y – desobedeciendo órdenes – decidió atacarlo igual, incluso después de detectar la presencia de otros dos barcos más pequeños. Pensó que eran barcos de apoyo y no dos cruceros livianos fuertemente armados como el Ajax y el Aquiles.

La batalla se inició a las 6.17 de la mañana, cuando el comandante del acorazado de bolsillo ordenó disparar contra el Exeter. Las andanadas fueron precisas: en pocos minutos el Graf Spee destruyó dos aviones, los reflectores y la torre del barco inglés, que quedó con la timonera bloqueada, y mató a varios tripulantes. El Exeter respondió con torpedos que el acorazado alemán pudo esquivar, pero pronto quedó a la defensiva, cuando se sumaron el Ajax y el Aquiles a la batalla. Durante la refriega, el capitán Langsdorff fue alcanzado en el hombro y en un brazo por algunas esquirlas.
El enfrentamiento duró una hora y veinte minutos. Pasadas las 7.30 de la mañana, el capitán del Graf Spee ordenó lanzar una cortina de humo para proteger la huida de acorazado hacia Montevideo, perseguido por los dos cruceros livianos, con los que intercambió disparos esporádicamente durante todo el día. Finalmente, cerca de la medianoche, el barco de Langsdorff – con graves daños - pudo refugiarse en el puerto uruguayo. El parte que el capitán envió a Berlín daba cuenta de una tripulación diezmada: “36 muertos, 5 heridos graves, 53 ligeramente heridos, 14 de ellos afectados por gas venenoso”, detallaba.
Acorralado en Montevideo
En el puerto de la capital uruguaya se inició una nueva batalla, pero con otras armas: la política y la diplomacia reemplazaron a los torpedos y las balas. El embajador alemán le informó a Langsdorff que el gobierno de Uruguay, presidido por Alfredo Baldomir, le daba 48 horas para abandonar el puerto, un plazo en que era imposible hacer las mínimas reparaciones que necesitaba el barco, acorralado por los navíos ingleses que esperaban que zarpara para atacarlo.
Uruguay, que tenía fuertes intereses comerciales con Gran Bretaña, no se mostró neutral en la cuestión. En ese contexto, el embajador de Su Majestad Jorge VI en Montevideo, Eugen Millington-Drake, obró con rapidez y eficiencia en las reuniones que mantuvo con el canciller Alberto Guani y el propio presidente Baldomir. Por eso impidieron que Langsdorff recibiera ayuda de los astilleros locales para hacer las reparaciones y condicionaron extenderle el plazo de permanencia en el puerto si permitía un grupo de inspectores abordara el acorazado para evaluar los daños.

Al principio el capitán alemán se negó, seguro de que esa información llegaría de inmediato a los británicos, pero finalmente debió acceder porque era su última oportunidad para quedarse en el puerto. El dictamen local no lo favoreció: para los inspectores, el Graf Spee solo tenía “impactos menores”.
Al acorazado de bolsillo solo le quedaba un camino: zarpar rápidamente y tratar de llegar al puerto de Buenos Aires antes de que nuevos barcos británicos – que ya navegaban por el Atlántico sur hacía el Río de La Plata – se sumaran al cerco. Iba a hacerlo el 15 de diciembre, pero el embajador inglés hizo una nueva jugada que se lo impidió: ordenó zarpar de urgencia a un mercante británico, el Asworth, y esgrimió ante las autoridades uruguayos un tratado internacional que estipulaba que un buque de guerra debía esperar 24 horas para zarpar después de que lo hiciera un buque mercante con bandera enemiga. Cumplido ese plazo no solo podría salir del puerto, sino que estaba obligado a hacerlo, porque no le permitirían quedarse un minuto más.
Un final explosivo
El 16 de diciembre, después de consultar a Adolf Hitler, el alto mando alemán le dio carta blanca a Langsdorff para que obrara según su criterio para que el Graf Spee no cayera en poder de los buques enemigos que lo cercaban. Con esa autorización, la madrugada del 17 el capitán reunió a la tripulación y dio órdenes de destruir documentos y armas. También dio a conocer su plan para evacuarlo antes de hacerlo volar por los aires. Esa misma mañana, el mercante alemán Tacoma, que también estaba atracado en el puerto de Montevideo, se acercó al acorazado hasta la distancia en que se pudieron extender unas lonas por las que pudieron abordarlo, deslizándose sobre ellas, todos los tripulantes que no eran indispensables para maniobrar el barco.

Finalmente, con una dotación mínima encabezada por Langstroff, el Graf Spee salió del puerto de Montevideo a las 18.30 y se dirigió hacia el Pontón de la Recalada mientras el Tacoma se dirigía a la desembocadura del Río de la Plata. A las ocho de la noche, seis explosivos colocados en lugares estratégicos del acorazado estallaron simultáneamente y el barco comenzó a hundirse, mientras el capitán y los tripulantes abordaban dos remolcadores, Coloso y Gigante, y la chata Chiriguana. Minutos después, el resto de la tripulación que se había refugiado en el Tacoma abordó también esos tres barcos en medio del río.
El Coloso, el Gigante y la Chiriguana, con 1055 tripulantes del Graf Spee hacinados a bordo, llegaron al puerto de Buenos Aires el mediodía del 18 de diciembre. Los suboficiales y marineros fueron alojados en el Hotel de Inmigrantes mientras que los oficiales eran trasladados al ex Arsenal de la Marina en la Dársena Norte de Retiro.
El suicidio de Langsdorf
Tarde en la noche de ese mismo 19 de diciembre, enfundado en su impecable uniforme de la Armada alemana, el capitán de navío Hans Langsdorf se sentó frente a la mesa de la habitación que le había cedido la marina argentina en Dársena Norte y comenzó a escribir febrilmente tres cartas, una detrás de la otra, casi sin tomarse un respiro: la primera fue para su esposa, la segunda para sus padres y la última estaba dirigida al embajador del Reich en Buenos Aires.

En la carta al diplomático escribió: “Solamente yo soy el responsable del hundimiento del acorazado Admiral Graf Spee (…) Soy feliz de poder evitar, pagando con mi vida, cualquier reproche que pudiera hacerse sobre el honor de la bandera. Iré al encuentro de mi destino con inquebrantable fe por la causa y el futuro de la Patria y de mi Führer”. Cuando estampó su firma debajo de este último texto ya corrían los primeros minutos del 20 de diciembre.
El comandante del malogrado acorazado de bolsillo, un oficial de carrera de 45 años, era hombre de decisiones firmes. Así como cuarenta y ocho horas antes mandó a pique su barco para que no cayera en manos del enemigo, al terminar de escribir las cartas dejó los sobres sobre la mesa, desplegó sobre la cama la última bandera que ondeó sobre el Graf Spee, se acostó sobre ella y se disparó un tiro en la cabeza. Después de perder su barco, el único destino que concebía para él era la muerte.
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