Un esquema ponzi del amor. Una estafa piramidal que se iniciaba con un match de Tinder. Ninguna de esas mujeres jóvenes que movieron el dedo hacia la derecha de la pantalla imaginó que su vida iba a cambiar de manera tan drástica, tan penosa.
Un hombre de unos treinta años que se presentaba como el heredero de un magnate de los diamantes. La mecánica era siempre la misma. Luego de cruzar algunos mensajes se producía el primer encuentro en un ambiente suntuoso, por lo general, un exclusivo hotel cinco estrellas. La siguiente salida ya era en extraña jurisdicción. Un viaje súbito de negocios obligaba al galán a tener que viajar a alguna capital europea. Invitaba a su nueva conquista a acompañarlo. La chica aceptaba y se deslumbraba con el vuelo en avión privado, los restaurantes con estrellas Michelin, el séquito. Él, el conquistador, era amable, hablaba de amor y de una larga vida en común. Encantador y atento, le preguntaba por su vida, la escuchaba. Contaba de sus negocios de millones de dólares. Después, cada mañana saludaba por mensaje amorosamente a la chica y se despedía con ardor por la noche. Viajaba para verla al menos unas horas y hablaba de consolidar la pareja, de planes para el futuro. Pero de pronto todo se complicaba. El hombre sufría ataques de oponentes poderosos y peligrosos, debía esconderse y requería la ayuda de su novia. La mujer, después de muchas zozobras y sufrimientos, terminaría sin amor y sin dinero. Desengañada y estafada después de haber entregado, literalmente, lo que no tenía a su novio.
Pocas horas atrás, Netflix estrenó El Estafador de Tinder, un documental dirigido por Felicity Morris cuyo trabajo anterior fue No te Metas con los Gatos: un Asesino en Internet. El caso que alguna vez había llegado a los medios masivos como curiosidad policial se reavivó y adquiere tridimensionalidad, ya no se trata de títulos catástrofe sino de historias de vida; se presta atención a detalles que habían pasado desapercibidos, se percibe el dolor y la magnitud del engaño. En el documental, tres de las víctimas brindan su testimonio a cámara y describen minuciosamente cómo fue la red de ardides en la que quedaron atrapadas, con el corazón roto, la confianza en ellas mismas estragada, y endeudadas de por vida.
Simon Leviev buscaba pareja por Tinder. Como tantos y tantas otras. Sus fotos mostraban a un joven apuesto con un gran nivel de vida. Ropa cara, relojes fastuosos y paisajes de diversas partes del mundo. Uno de sus matches fue con Cecillie Fjellhoy, una hermosa noruega que en ese momento vivía en Londres. El primer encuentro fue en un hotel cinco estrellas. Ella llegó temprano y esperó en el lobby. El candidato le gustó mucho cuando lo vio bajar del ascensor. El café que debía durar una hora se convirtió en una cena larga y muy agradable. Ella sintió como si se conocieran de toda la vida. Él le dijo que al día siguiente tenía que ir a Bulgaria por negocios. La invitó. Fueron en avión privado. Pase privilegiado en migraciones, el entourage del magnate compuesto por un chofer- asistente, un socio y una expareja con su pequeña hija de dos años. El viaje fue soñado para Cecillie.
La relación se fue consolidando y mantenía la misma dinámica. Se veían entre los viajes de él y Simon la llevaba a alguno de ellos. Hablaban del futuro. Leviev le contaba de grandes negocios que estaban por cerrarse. Algunos de 70 u 80 millones de dólares. Era todo verosímil. Las citas se interrumpían por llamados perentorios, por viajes fugaces.
Ella lo había googleado apenas lo conoció. Lev Leviev es un reconocido magnate del mundo de los diamantes. Un uzbeko que vivía hace medio siglo en Israel, sede de LDD Diamonds, su empresa líder mundial en el rubro. A Lev lo llaman El Rey de los Diamantes. Por lo que Simon debía ser el príncipe ¿Quién si no un heredero de un emporio de los diamantes podía mantener un nivel de vida de aviones privados, cenas de decenas de miles de dólares, autos deportivos y hoteles 5 estrellas?
Pero de pronto, una noche llegaron al teléfono de Cecillie Fjellhoy fotos del chofer de Simon. Tenía la cabeza ensangrentada, con una gran herida surcándole el cuero cabelludo. Y otra de ambos, Simon y el chófer, en una ambulancia yendo a un hospital con la ropa teñida por la sangre. “Nos atacaron”, escribió Leviev. Y luego, urgido, explicaba por mensaje de audio que debía esconderse, guarecerse de sus atacantes. Y que para eso debía dejar de usar sus tarjetas de crédito y cuentas bancarias para que sus enemigos, poderosos y temibles, no supieran dónde estaba él, no pudieran rastrearlo. Y le pedía ayuda a su novia.
Primero le solicitaba una extensión de su tarjeta de crédito. La chica la tramitó de inmediato. Pero al final de ese día, el límite de la tarjeta había sido sobrepasado. Ella consiguió que se lo elevaran. Pero tampoco alcanzó. Tuvo que tramitar préstamos personales. El primero fue de 20.000 dólares.
Él se mostró muy agradecido y hasta logró viajar para encontrarse. Pero en medio del encuentro amoroso, volvió a sonar el teléfono de Simon. Estaban tras sus pasos. Lo podían atacar en ese momento. Ella corrió a apagar las luces de la casa, ambos hicieron cuerpo a tierra hasta que el chófer de Leviev pudo sacar a su patrón por la puerta trasera. Cecillie, si abrigaba alguna duda, quedó convencida de que su novio necesitaba ayuda. Al día siguiente hubo más pedido de dinero. Ella siguió tramitando préstamos en diferentes instituciones bancarias. Para conseguir otras tarjetas de crédito con límites generosos, Simon le dijo que la contrataría en su empresa y le mandó un recibo de sueldo, apócrifo, por 94.000 dólares.
Cuando ella le dijo que ya no tenía forma de obtener más dinero, Leviev le envió el comprobante de una transferencia hecha en favor de Cecillie por 250.000 dólares como compensación de lo que la joven le había entregado. Esa suma superaba en varias decenas de miles lo dado. Ella se quedó tranquila.
Pero cuando intentó sacar dinero de la cuenta para cubrir las deudas que había contraído –todas a nombre de ella y muchas con mentiras de por medio- descubrió que la plata no se había acreditado. Simon le explicó que debía tratarse de un error o, peor aún, del accionar maligno de sus enemigos que lo querían ahogar para que apareciera y así poder matarlo. Mientras tanto seguía presionando a la joven noruega para que obtuviera dinero para él ya que su vida estaba en riesgo.
A esa altura, Cecillie Fjellhoy también era presionada por las tarjetas de crédito y por los bancos para que pagara sus deudas. Hasta que un día no aguantó más, explotó y le contó toda la verdad a dos investigadores de American Express. Los hombres se miraron, le pidieron fotos de su novio y apenas vieron la cara en el teléfono de la joven noruega menearon la cabeza con reprobación. Le explicaron lo que ya ella sospechaba. Había sido víctima de una estafa, de un profesional del engaño. Le hablaron de un caso similar en Finlandia. Cuando buscó la noticia en la Web se sorprendió al descubrir que una de las tres denunciantes era la madre de la hija de Simon que los había acompañado al primer viaje a Sofía.
Desolada y quebrada, Cecillie una noche quiso estrellar su auto contra un camión que venía de frente en la ruta. Volvió a Noruega, se internó en una institución psiquiátrica e intentó comenzar de nuevo mientras intentaba pagar sus deudas.
Pero este no fue un caso aislado. Simultáneamente Leviev comenzó a salir con Pernilla Sjoholm, otra noruega a quien también conoció por Tinder. La seducción y los programas fastuosos fueron muy similares. Los mensajes por chat telefónico, muy similares. Y las fotos del chofer pelado y ensangrentado también fueron las mismas. A ella le sacó también más de 100.000 dólares. En el medio, Leviev le entregó un cheque por el doble del monto obtenido hasta el momento, en señal de agradecimiento. A esta altura de la historia sobra aclarar que el cheque carecía de fondos.
Luego le dio un lujoso reloj como parte de pago. Pero el reloj era falso y carecía de valor. Ella lo denunció pero no obtuvo respuesta de la policía. Acudió al principal medio gráfico noruego. Los periodistas iniciaron una investigación que los llevó hasta Israel. Descubrieron que su nombre era Shimon Hayut, que tenía varias causas abiertas por estafas menores en su país de origen y que en Finlandia había sido condenado un par de años antes por estafar a tres mujeres y debió pasar casi dos años en prisión. Los periodistas lograron sacarle una foto y contactar a Cecillie y a otras víctimas que no quisieron dar la cara.
Cuando la nota salió publicada con el título de El Estafador de Tinder la historia y la cara de Leviev se viralizaron. Su novia de entonces, una holandesa llamada Ayleen Charlotte leyó la nota en un avión. Llevaban 14 meses de relación y habían hablado de casamiento. A ella también le sacó gran parte de sus ahorros. Otra vez, el pedido de dinero empezó con las fotos del chofer golpeado.
Las mujeres además del desengaño amoroso y el colapso económico debieron sufrir el acoso y el desprecio de los usuarios de las redes sociales apenas se conoció el caso. Fueron muchos los que no mostraron empatía y se burlaron de ellas, los que consideraron que se merecían todo el sufrimiento por codiciosas. Otros las señalaron como chicas fáciles o por excesivamente ingenuas. Sufrieron una nueva caída pero al menos lograron que su victimario fuera conocido y difundir el caso, el principio de su camino por obtener justicia.
El modus operandi, a esa altura, estaba claro. Y era siempre idéntico. Leviev (o Hayut) contactaba chicas de una buena posición económica por Tinder, se presentaba como heredero del imperio de Lev Leviev, se encontraban en lugares lujosos, incurría en grandes gastos, viajes por toda Europa, salidas soñadas hasta que por algún negocio millonario en ciernes era atacado y debía dejar de utilizar su dinero en blanco, debía pasar a la clandestinidad y para eso le pedía ayuda a sus novias. Pero lo que en realidad hacía era financiar las salidas con las nuevas novias con el dinero de la anterior. Su vida se transformó en tratar de sacarle fondos a su anterior novia para pasar la gran vida con una nueva. Era una rueda que no se detenía, que exigía miles de dólares diarios, en la que no estaba considerado el acopio o el ahorro. Una estafa piramidal en el mundo de las citas, en el que la anterior estaba financiando la siguiente conquista.
A raíz de la acción conjunta de las tres mujeres, Interpol detuvo a Leviev en Grecia. Fue llevado a Israel y juzgado por sus primeras estafas, las juveniles, aquellas anteriores a Tinder, cuando se llamaba Shimon Hayut. Sobre el cambio de nombre explicó que él podía llamarse de la manera que quisiera y que hubiera elegido el apellido del Rey de los Diamantes era algo casual. Cuando los periodistas le preguntaron por las mujeres, él dijo que sólo eran mujeres con el corazón roto que habían decidido ellas solas qué hacer con su dinero. Hasta osó mostrarlas como vividoras que intentaron aprovecharse de su fortuna. Fue condenado a 15 meses de prisión pero sólo cumplió 5 por buena conducta.
Después de un tiempo en que había desaparecido de las redes sociales y de Tinder, volvió a frecuentarlas. Hasta la aparición del documental momento en el que restringió el acceso había acumulado 100.000 seguidores. En los últimos meses había ostentado un nuevo noviazgo con regalos para su pareja, una modelo israelí, que incluían un auto de 250.000 dólares. Recuperó su vieja vida de lujos aunque sin salir de Israel.
Los investigadores estiman que las mujeres engañadas fueron más de veinte y que las estafas sumaron más de 10 millones de dólares. Su campo de acción fue toda Europa. Seguramente, tras la difusión del documental de Netflix, surgirán muchas otras víctimas pero, la sospecha, es que las maniobras fraudulentas se parecerán demasiado a las que sufrieron estas tres mujeres.
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