Educación, corrección política y literatura: cómo romper la tensión que quita el placer de leer

Siempre es un desafío seleccionar textos para un plan de lectura, que merece la pena hacerlo de manera reflexiva, crítica, con entusiasmo y pasión

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Siempre es un gran desafío como mediadores, cualquiera sea el ámbito o el nivel en el que nos desempeñemos, la tarea de seleccionar textos para crear un programa o plan de lectura, para armar un itinerario, para sostener la planificación de una clase y para, quizás lo más importante, generar escenas de lectura potentes y clarividentes en el público expectante. Es por eso que merece la pena hacerlo de manera reflexiva, crítica, con entusiasmo y pasión. Pues acaso de esa cadena de elecciones y decisiones sobre qué leer dependa en gran medida el camino lector de esa niña, niño o joven que se está formando y se encuentra ávido de experiencias.

Y aunque no sea una condición determinante ni el único contexto y proceso de intervención posible en pos de ese objetivo, lo cierto es que, desde la infancia, pasamos mucho tiempo de nuestra vida en instituciones educativas (por ende, hay mucho que se gesta, construye y discute en esos espacios) y otro tiempo más en contacto con intermediarios y mediaciones diversos: familia, clubes de lectura, bibliotecas, ferias, librerías y hoy las redes sociales, las plataformas digitales e Internet en general son otros entornos que disputan sentidos y configuran también formas alternativas de socialización, práctica y apropiación de la lectura (y la escritura).

Pero la escuela sigue siendo, afortunadamente, el lugar común y plural en el que la enseñanza de la lectura, y de la literaria en particular, cobra especial relevancia porque constituye para quienes ejercen el rol de educadores una responsabilidad cultural y social ineludible, y para quienes aprenden, una oportunidad de encontrar en los textos retazos de cómo es y puede ser el mundo (el de afuera, el interior) y de disfrutar de una práctica tan antigua como vigente: la de contar(se) historias. Para decirse y leerse en ellas, para desconocerse y reconocerse, para extrañarse y preguntarse.

En este proceso, los libros que elijamos acompañarán y organizarán el trayecto formativo de los y las estudiantes. Y es ahí donde será mejor tener en cuenta criterios que enriquezcan las propuestas de lectura frente a destinatarios y preferencias muy heterogéneos, y no olvidar que la literatura es una zona de exploración, de incertidumbre, territorio de lo inesperado, de lo recóndito y de la sorpresa. La literatura es obtusa, siguiendo a Barthes, no es obvia o literal, no es llana ni baladí.

En este sentido, es interesante hacer el ejercicio de deconstruir algunas “máximas” o ideas-fuerza que subrepticiamente, y a veces no tanto, se cuelan en el discurso mediático y editorial para definir y clasificar los textos que luego ingresan en la escena escolar y llegan a sus lectores. El problema no es tanto que existan y puedan ser útiles en ciertas circunstancias como sí que se transformen progresivamente en la única perspectiva con la que se conciban la literatura y los libros destinados a las infancias y juventudes. Y que este devenir, por consiguiente, pueda obturar procesos de búsqueda valiosos y preguntas desafiantes sobre la lectura y los lectores y las lectoras. Veamos.

David Wapner (Facebook)
David Wapner (Facebook)

El tema en la literatura o la literatura como tema

¿Cómo se juega lo temático en la selección de literatura infantil y juvenil (LIJ)? ¿El tema define la calidad de la obra? ¿En qué medida es o no relevante para elegir qué leer en la escuela? “El tema no es el tema”, dice enfático David Wapner en su artículo de la revista Imaginaria, y agrega: “Un libro que se ‘sostiene’ en el solo tema (…) No nace ni muere, no perturba porque está vacío. O lleno de aire que nadie respira. Un gran tema es lo mismo que cualquier tema”.

Con demasiada frecuencia los temas en el campo de la LIJ se anteponen a la máquina de significación, que es el texto (ya sea como discurso escrito y/o visual), y clausuran o restringen las posibilidades de encontrar otros sentidos, de hacer otras interpretaciones o de realizar una lectura atenta a las costuras de la obra. Se anteponen, justamente, porque aparecen antes del texto (como paratextos), a modo de carta de presentación o modelo de clasificación que tracciona como criterio de elección antes que su potencia simbólica y estética. Y también a menudo la operación funciona desde la producción, cuando se escribe y se edita en virtud de abordar un tema resonante o tabú, solo para seguir una tendencia, pero olvidando la calidad en la construcción de ese texto, desestimando su valía literaria. De esta manera, la literatura pasa a ocupar un lugar subsidiario, secundario, “al servicio de” lo que más convenga para la ocasión y no de ella misma o de todo lo (mucho) otro que puede ofrecer como posibilidad.

¿Elegimos una obra por sí misma o la elegimos por aquello que supuestamente tematiza? ¿O ambas operaciones pueden darse en simultáneo? ¿Ocurre lo mismo con la literatura para público adulto: se promociona tan enfáticamente desde “sus temas”? ¿O en estos casos aparecen de manera menos elidida o problemática lo propiamente discursivo, el estilo y los procedimientos retóricos destacables?

En la literatura, por supuesto, encontramos múltiples temas, preocupaciones, interrogantes que, entretejidos en las páginas de las obras que los moldean, irrumpen en nuestras representaciones mentales y en nuestras reflexiones mientras leemos y dejamos que el texto haga su parte en esa experiencia estética intransferible. La literatura entonces es el tema, y no al revés. Siguiendo a Wapner, “Un gran texto trabaja. Modela, corroe, pregunta, construye, deconstruye, reparte, dispersa, confunde, ilumina, arde, escuece, excita, amasa, taladra, deforma, revuelve, levanta, contradice, hierve. Un gran texto trabaja. Un gran tema es sólo un enunciado”. No se trata de afirmar que las temáticas no existen o no son importantes en la LIJ (sería pecar de ignorancia), sino más bien de entender que estas, sin una propuesta sólida que les dé sustento y significación, se vuelven únicamente su propia enunciación literal y monosémica. Algo así como obras temática y discursivamente tautológicas.

En este sentido, es conveniente explorar, desde una actitud de “genuina sospecha”, los libros que nos llegan, nos recomiendan, vemos promocionados o nos llaman la atención, sin dar nunca por sentado lo que (nos dicen) que ofrecen, sino más bien atreviéndonos a ir más allá de las etiquetas, ya sea para elegir con entusiasmo como para desechar sin culpa. Pero, eso sí, siempre conscientes de que lo que elijamos, si es de “buena madera”, debiera poder justificar con la materia de la que abreva (el lenguaje) su derecho a ser considerado un objeto artístico digno de ser leído.

Ana Garralón (@anatarambana_lij)
Ana Garralón (@anatarambana_lij)

Libros sobre emociones o la emoción en la literatura

¿Qué relevancia o lugar tienen las emociones en los libros para las infancias y juventudes? ¿Cómo debiéramos pensar lo emocional en la literatura? ¿Es algo objetivable o clasificable? Desde hace unos años ya existe una tendencia en ciertos libros a concebir la emoción o los sentimientos como parte de una oferta que busca explicar qué pueden llegar a sentir niñas y niños en diferentes momentos de sus vidas o de su proceso de crecimiento.

Sin duda es necesario hablar de estas cuestiones, abordarlas, no subestimarlas y darles un espacio para su despliegue. Sin embargo, tal como sostiene Ana Garralón en “El monstruo de los colores se equivoca”, no estaría mal ser algo suspicaces y preguntarnos qué más hay detrás de estas lógicas de pensamiento muy instaladas como paradigma, que entienden lo emocional como algo “gestionable” o “formateable” (algo que coquetea un poco con una concepción maquínica de lo humano) y que inciden, luego, en las decisiones de producción editorial y en las experiencias de mediación y recepción de ciertas obras.

Adicionalmente, además de la edición ad hoc, podemos observar que se empieza a encorsetar algunas obras literarias valiosas, que nada tienen que ver con este enfoque, bajo las etiquetas emocionales para atender a supuestas demandas que, paradójicamente, se construyen al mismo tiempo. Y entonces se promueve una lectura dirigida y claramente acotada en relación con el potencial polisémico y simbólico que pueden tener esos textos sin necesidad de ninguna carta de presentación emotiva.

Tal vez debiéramos interrogarnos sobre qué es lo que está pasando afuera, en nuestras sociedades, en el mundo en el que vivimos y en el contexto particular de esas infancias y juventudes, y qué es lo que, por ende, está ocurriendo en su interior, en sus corazones y en sus vidas, y si no es más bien que, como pueden y con lo que tienen a la mano, tratan de conjurar y desentrañar todo lo que los y las atraviesa. ¿Pero la respuesta a estas inquietudes puede ser enciclopédica o literal? ¿No merecen un abordaje más profundo y cuidado? ¿Por qué se les otorga a ciertos libros o a la literatura un poder mágico, como si desde la palabra instruida o instructiva fueran capaces de acomodar o restituir lo complejo de la condición humana con la mera objetivación aislada del sentimiento?

Comprender lo que somos y lo que nos pasa, aprender a descifrar y decir el mundo, es sin duda parte de lo que habilita la literatura provocadora o los libros que traen algo más que definiciones y descripciones unívocas en sus páginas. Pero todo esto, y más, emulsiona de la misma trama del texto, se manifiesta en su interpelación metafórica, en la íntima relación que se establece entre la obra y su lector. Por supuesto, sentimos cosas cuando leemos: nos emocionamos y conmovemos, nos irritamos, nos enojamos, experimentamos miedo y ansiedad, adrenalina, alegría, ensoñación, angustia, desesperación. En definitiva, vivimos una experiencia vicaria a través de los personajes, de sus acciones y de los escenarios que circundan y, de esta manera, se activa en nosotros/as el autoconocimiento y el reconocimiento de lo que se mueve en el cuerpo y en la mente cuando algo nos sacude.

Dice Carlos Skliar en La inútil lectura, “leer no es conocer, sino percibir, adentrarse en la desobediencia del lenguaje, y quizás pensar. (...) Percibir, hacerse lenguaje y pensar como fragilidad: el sentir es primero. Percibir y pensar como la zozobra de la lengua: habría que callarse si quisiéramos que algo ocurra”. Entonces sí, la emoción existe (e importa), pero porque antes hay un lenguaje que masculla furtivamente su forma en una combinación única de palabras libres buscando el tono y el ritmo adecuados para ejecutar su melodía sígnica.

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Libros con valores o lo que vale en la literatura

¿Existe algo como la literatura “neutra”? ¿Todos los libros tienen una carga ideológica? ¿Qué entendemos por “valores”? ¿La LIJ debería educar en valores? Hay aquí muchas preguntas. Por empezar, ningún discurso es aséptico, no existe en “grado cero”, desde el momento en que es producido en una época histórica determinada, por alguien (persona, institución) que pretende decir algo (su texto) a alguien (lector/a modelo/a-lector/a real, público destinatario), y su obra se inscribe en una cadena de otras que la precedieron, de sus contemporáneas y de otras más que la sucederán. Es decir que, siguiendo a Bajtín, conversa y discute generacional e intertextualmente con muchas otras voces discursivas (polifonía) desde perspectivas diversas. Esto es inevitable y, además, deseable.

Cuando nos referimos a los “libros con valores”, el peso de la controversia está puesto, una vez más, en la producción ad hoc de determinados textos que, abrevando en cierta tradición moralizante de la LIJ en sus orígenes, actualizan en nuevos formatos, propuestas y temáticas operaciones de “bajada de línea” detrás de una supuesta pretensión avant la lettre o de avanzada sobre problemáticas o inquietudes de las infancias y juventudes de este siglo. Y suponen, como señala Marcela Carranza en “La literatura al servicio de los valores…”, al igual que los otros puntos de debate presentados, una concepción y representación determinada de ese público al que se destinan, con miras a condicionar y, nuevamente, conducir los sentidos de esas lecturas dentro de un paraguas del “deber ser” que, aunque pueda ser loable y bien intencionado, anula sin preámbulo todo vestigio de placer literario. Por lo tanto, al momento de elegir con qué libros construir itinerarios o invitar a un intercambio específico, conviene ser conscientes de su naturaleza, distinguir sus propósitos implícitos o explícitos y reflexionar sobre su pertinencia para la escena de lectura que se busca propiciar. No debieran entonces ser presentados o promovidos con otro sentido, vale decir, literario, si no lo tienen, pues podemos llegar a dar una idea errónea o limitada de las posibilidades estéticas que este campo artístico ofrece.

En contraposición, si se quiere, lo que vale en la literatura, así sin adjetivos, como proclama María Teresa Andruetto, dado que en este terreno no importan ya las distinciones etarias o generacionales, son sin duda las buenas historias que recordamos y nos atraviesan, o “nos parten la cabeza” en términos kafkianos, justamente por cómo están contadas, por las costuras plurisignificantes del relato. Valen porque habilitan la ambigüedad, resisten los corralones de la literalidad y desafían a sus lectores con imprevisibles peripecias o giros narrativos novedosos; valen porque poéticamente desvían y transgreden perspectivas cristalizadas o naturalizadas; porque ofrecen juegos interdiscursivos, intensidad y desborde para dejarnos sustraer por universos simbólicos disímiles que invocan nuestra participación irrevocable.

Tal como sostiene Jorge Larrosa en Pedagogía profana, la literatura no hace otra cosa que “violentar y cuestionar el lenguaje trivial y fosilizado violentando y cuestionando, al mismo tiempo, las convenciones que nos dan el mundo como algo ya pensado y ya dicho, como algo evidente, como algo que se nos impone sin reflexión”.

Carlos Skliar (@carlos.skliar)
Carlos Skliar (@carlos.skliar)

Libros “para” o la “inutilidad” de la literatura

¿Qué podemos hacer con la literatura? ¿Puede servir para ciertos fines? ¿En qué medida los libros promueven o no promueven determinadas categorías del “hacer”? Ana Garralón retoma y cuestiona esta tendencia muy extendida hoy también de otorgarle a la literatura o a los libros para las infancias, en una operación de “paratextualización compulsiva”, un supuesto poder componedor o salvador frente a casi cualquiera de las experiencias vitales y esperables que se transitan cuando se está creciendo y explorando el propio mundo interior y tratando de entender ese otro espacio exterior extraño, menos cálido que el útero materno, al que somos lanzados cuando nacemos y empezamos a ver todo con nuevos colores y texturas.

La preocupación se asienta, al menos, en dos cuestiones: por un lado, en que se produzcan libros con historias planas y direccionadas bajo la premisa de responder a estas necesidades y que además sean incluidas dentro del espectro de “lo literario” o de la LIJ, cuando en rigor se hallan muy lejos de este campo; y por otro, que esta tendencia se cuele en las prácticas de mediación y de formación de lectores, de tal manera que niños y niñas reciban unilateralmente esto como sinónimo de lectura literaria, porque entonces estaremos privándoles del acceso a la fantasía bien construida y más tarde quizás lo terminen asociando con el displacer de leer o el rechazo a la lectura en general. Tal como la autora sostiene en su artículo “SUPERLIJ…”: “Esta literatura para niños (y disculpas por llamar a todos estos subproductos ‘literatura’) está haciendo ver a los niños que los libros entregados por los adultos son el sustituto de la farmacia, el psicólogo, y la conversación. Libros (...) sin ningún encanto, aburridos, moralizantes y hasta mal escritos. Libros que, tal vez, les harán dormir pero no soñar”.

En este sentido, seguramente sea más interesante y convocante invertir la idea: preguntarnos más bien qué nos provoca la lectura, la literatura, qué hace en nosotros, en lugar de qué podemos hacer con ella como si se tratara de un manual de instrucciones para vivir, una píldora placebo o el botón rojo de una máquina predecible y programada. Que los libros no se transformen en otros “chupetes tecnológicos”, en objetos únicamente pensados para calmar, entretener, “llenar espacios” o reemplazar diálogos y conversaciones necesarias entre las personas adultas y las personas niñas o jóvenes que transitan las disyuntivas de su contemporaneidad incierta.

De nuevo, la literatura es capaz de generarnos entusiasmo e intriga, consuelo o desasosiego, de empatizar con nuestras angustias existenciales, o dejarnos más en vilo que cuando nos aventuramos a su desciframiento, pero estos son “efectos de lectura”, consecuencias extradiscursivas que en cada lector o lectora serán diferentes, porque cargan con la subjetividad ineludible de la propia experiencia lectora. Y aunque tengan un punto de partida en el texto, no se trata de propósitos totalmente deliberados, o al menos seguro que para quien escribe eso no está tan claro nunca por más lector modelo que diagrame en su mente y género en el que se inscriba su obra. Un texto se completa difusa y provisoriamente con y para su lector de manera exclusiva. Sus significados. Sus sentidos. Sus interpretaciones. Su infinitud poética. Todo se dispara como en un caleidoscopio en matices divergentes.

“Que la lectura no sirve para nada, pues, y que esa es su única y mayor virtud. No sirve, si por servir entendemos servidumbre y pérdida de singularidad…”, afirma Carlos Skliar en el libro antes citado. De modo que parece más propio de la literatura, o incluso del acto de leer en sí mismo, como diría el autor, reivindicar su inutilidad plena, su sinsentido placentero como hiato o paréntesis en el devenir caótico del mundo para quien se entrega a su imprevisible hermenéutica, a contracorriente de todo lo demás que tiene prisa y demanda explicaciones, números y estadísticas.

Lo políticamente correcto o el elogio de la incomodidad

¿Es la literatura un espacio de complacencia intelectual y simbólica? ¿Debe acaso ser “correcta”? ¿Y qué significa esto cuando hablamos de LIJ? Tales preguntas apuntalan cuestiones que, aun cuando los años transcurran, parecen no perder vigencia, sino que se actualizan, pues no se hallan cerradas o del todo dirimidas en el campo del arte en general y en el de la literatura en particular. Y si encima nos focalizamos en los libros para niñas, niños y adolescentes, la cosa se puede poner más áspera y las tensiones se evidencian más porque proliferan las intervenciones de diferentes actores o portavoces, esas “intrusiones”, como las llama Díaz Rönner en Cara y cruz de la literatura infantil y juvenil, que se reavivan cada vez sobre la potestad del texto y de sus destinatarios/as.

Podríamos decir que muchos de los aspectos a los cuales se hizo referencia antes (libros-tema, libros-emociones, libros-valores, libros-para) están vinculados con este último de lo “políticamente correcto” (o el qué, el cómo y el sobre qué debe pr/escribirse), porque todos a su modo reversionan esta idea de que la literatura debe conducirse (y conducir) hacia alguna parte. El problema es que en el trayecto, en la operación de “lavado y centrifugado”, acabe por perderse a sí misma, perdiendo de esta forma y poco a poco también a sus lectores/as.

Dice Skliar: “Prefiero que las diferencias surjan en la literatura como un modo de alargar la experiencia de lo humano y no de acortarla bajo la oposición de lo correcto o incorrecto, lo natural y lo bestial”. Por una literatura, entonces, irreverente y no complaciente o condescendiente; por una literatura que invite al juego, que inquiete, que sorprenda, que incomode y produzca vértigo, que sacuda desde el lenguaje y que, si despliega temas de vacancia, pueda sostenerlos hasta el final desde una poética genuina. Transgredir la norma, saltarse las reglas, burlar los mandatos, desviarse de lo esperable; he ahí el calibre de su espesura. Desconfiar de las máximas de la corrección política o de sus aforismos subliminales. Pues lo que hoy es de un modo puede mañana ser de otro. Y la literatura, la LIJ, persigue su forma siempre inestable en el intersticio entre discursos hegemónicos y contrahegemónicos que se la disputan como territorio de conquista.

Mejor es ofrecer, dar, mostrar, acercar, invitar, desplegar, disponer, convidar a las infancias y juventudes, en la literatura o en los libros de no ficción, perspectivas, representaciones y estéticas diversas del mundo, en lugar de visiones totalizadoras, simplificadas o unilaterales, pues no hay nada más turbulento, desparejo, inestable y mutable que la realidad humana, y nada más infinito y poderoso que la imaginación y las creaciones que emergen de ella. De aventurarse e interpretar se encargarán sus lectores, pues, como sostiene Graciela Montes en “Las plumas del ogro…”: “El que lee ‘emprende’ el texto a su manera, se debate con él, lo rodea, lo calibra, se insinúa en él por algún resquicio o lo toma por asalto, y algo atrapa ahí adentro, algo que solo él podía atrapar”.

Finalmente, como mediadores y mediadoras nos queda la desafiante tarea de intervenir respetuosamente sobre las costuras de las obras que seleccionemos y acompañar las experiencias lectoras que niñas, niños y jóvenes tengan con ellas para, mediante preguntas convocantes y no oclusivas ni conclusivas, como sostiene Aidan Chambers en Dime, dejando tiempo para la escucha de las respuestas, las esperas, las pausas y los silencios, poder despertar otros interrogantes y ayudar a construir saberes provisorios, propiciar descorrimientos inesperados de lo incógnito, de lo difuminado o secreto, habilitando siempre la palabra en sus voces fundantes de renovadas travesías.

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