Desde el primer episodio de Bienvenidos a Derry, el universo de Stephen King ya se puede percibir: la vida familiar, lo doméstico, en apariencia amable y cansino, es a la vez extraño y ligeramente amenazante. Todo está bien, pero puede pasar a estar muy mal en cuestión de segundos. Y ya desde ese detalle entramos de cabeza en la cosmogonía de King.
Lo que hace que Bienvenidos a Derry sea una posible entrada al mundo del autor no es que explique su obra, sino más bien al contrario. Entiende que la ficción de King nunca se trata de dar respuestas o explicaciones, sino que todo está allí desde siempre, ancestral, como parte inseparable de nuestras vidas. Transitamos Derry con la lenta y nauseabunda sensación de que se conoce ese lugar, a esas personas, ese miedo, porque se parecen a tu propia ciudad, a tu propia infancia, a tus propias intuiciones tácitas sobre el mal, que –Bienvenidos a Derry insiste– no es precisamente sobrenatural.
La serie no funciona como una precuela de It, sino como un ensayo acerca de las obsesiones de Stephen King. Le interesa menos Pennywise como monstruo que Derry como sistema. En King, el mal rara vez es singular. Es acumulativo, social, tolerado. Bienvenidos a Derry lo entiende con inquietante claridad.
Más de una vez, ha dicho que escribe sobre pueblos pequeños porque es allí donde los secretos sobreviven más tiempo. Derry es la articulación más completa de esa idea. En It, el pueblo no es solo un escenario, sino un colaborador: olvida las masacres, excusa la crueldad, normaliza las desapariciones, y cuando uno se aleja, olvida todo. Bienvenidos a Derry toma esa intuición y la extiende hacia atrás, no para proporcionar una explicación histórica a ese tumor inextirpable que es la violencia, sino para demostrar cuánto tiempo se puede practicar el mirar para otro lado.

La serie está saturada de ecos: no referencias explícitas, sino estructurales. Un niño que desaparece y no se investiga adecuadamente recuerda a Georgie Denbrough, el pibe de la alcantarilla en It, pero también a docenas de otros niños perdidos de King: Danny Torrance (de El resplandor), o los chicos de El cuerpo. Los adultos hablan con eufemismos. Las autoridades llegan demasiado tarde o no llegan en absoluto. Las escenas más aterradoras no son sobrenaturales, sino sociales: una habitación en la que todos acuerdan, en silencio, que hay algo que no debe mencionarse. Otra habitación donde se acuerda que el miedo es un ordenador social. Esta es la arquitectura moral de King. El horror no surge cuando aparece el mal, sino cuando es absorbido y –de cierta manera ominosa– utilizado para contener al sistema. El mal son los cimientos de la arquitectura donde se monta esta sociedad que elige no ver, que da la espalda al débil y que minimiza el trauma.
Una de las ideas más perdurables de King, explícita en It, pero presente en toda su obra, es que el miedo es adaptable. Adopta la forma más fácil de ignorar. Bienvenidos a Derry traduce esto en forma episódica con inteligencia y moderación. En lugar de apoyarse en el espectáculo, permite que el miedo circule en fragmentos: una mirada demasiado prolongada, una puerta que se cierra con demasiada suavidad, una risa que llega en el momento equivocado. Estos momentos recuerdan la gramática de los relatos cortos de King –ya desde El umbral de la noche con sus míticos cuentos– donde el terror llega antes que el monstruo y permanece después de que este se marcha.
La serie de Disney + entiende que el horror de King no es cinematográfico en el sentido habitual, sino acumulativo y que crece en la medida en que la sociedad se enfrenta, se divide y se segrega. Cada episodio añade una capa de inquietud, del mismo modo que el escritor añade párrafos sobre el tiempo, los recuerdos o los pensamientos ociosos de un personaje que aparentemente se desvían de la trama hasta que el lector se da cuenta de que está atrapado. Esa lentitud típica de la obra de King, con sus digresiones, hace que Bienvenidos a Derry parezca una obra suya, en lugar de ser simplemente una forma de homenaje a su obra.

Entrar en el mundo de Stephen King es pasar, inevitablemente, por la infancia. No la infancia como nostalgia, sino como exposición: el momento antes de aprender qué miedos son aceptables expresar. Bienvenidos a Derry sitúa a los niños en su centro moral, no porque sean vulnerables, sino porque están atentos y encuentran la grieta en la Matrix. Se dan cuenta de patrones que los adultos han decidido ignorar. Esto alinea la serie no solo con It, sino también con Ojos de fuego, El instituto, Doctor sueño e incluso Carrie. Los niños de King ven demasiado. Sienten demasiado. Recuerdan. Los adultos, por el contrario, sobreviven olvidando, y el olvido se convierte en una forma de complicidad.
Lo que Bienvenidos a Derry hace especialmente bien es mostrar cómo se enseña ese olvido. No se impone de forma violenta, sino con delicadeza. A través de bromas. A través de consejos. A través de la insistencia en que algunas cosas “acá son así”. En este sentido, la serie se convierte en una historia educativa, lo contrario de un relato de madurez. Muestra cómo una ciudad enseña a sus habitantes a convivir con el horror sin nombrarlo.
De todos modos, no inunda la pantalla con referencias destinadas a recompensar solo a los iniciados en King. Sus alusiones son discretas, casi tímidas: un apellido que resuena, un lugar que parece tener peso, una línea de diálogo que suena como si se hubiera dicho antes. Un personaje que tiene el resplandor y que no necesitamos haber leído la novela ni haber visto la película de Kubrick para reconocer.

Esta moderación es importante. Uno de los riesgos de adaptar a King en la era de las franquicias televisivas es la sobreexplicación, la tentación de mapear, categorizar y sistematizar lo que nunca pretendió ser ordenado. Bienvenidos a Derry se resiste a eso y trata el universo de King no como una mitología, sino más bien como un clima. No es necesario saber cómo se formó la tormenta para sentir su presión. Al hacerlo, la serie se convierte en una puerta de entrada al autor, al destacar la atmósfera de su obra. Un espectador que no esté familiarizado no se siente excluido, sino invitado a algo ligeramente desequilibrado, ligeramente erróneo. Un lector veterano, por su parte, reconoce la emoción más profunda: no se trata de un proyecto solo para fans, sino de regalarle a los fanáticos esa fidelidad implícita que tanto se agradece.
Llamar a Bienvenidos a Derry una “gran entrada” al mundo de Stephen King no es una exageración. Es un hecho estético. La serie no presenta personajes ni líneas temporales, sino sensibilidades. Enseña al espectador cómo ver a King: dónde mirar, de qué desconfiar, cuándo tener miedo. Enseña que los monstruos rara vez son lo importante. Que la historia se repite porque se le permite. Que el mal no prospera en el caos, sino en la rutina. Y que la frase más peligrosa en cualquier historia no es un grito, sino un el gesto de encogerse de hombros, resignados a que el mal es más poderoso.
En su más reciente libro de relatos Si te gusta la oscuridad (pésima traducción del título del libro que debería haberse traducido como “Si te gusta más oscuro”. No es lo mismo.) King le regala a sus lectores una carta preciosa, escrita con la tranquila seguridad de un escritor que ya no necesita demostrar nada, solo mantener la fe. Resalta que los que gustamos de adentrarnos en la oscuridad es precisamente porque vivimos del lado de la luz. El título en sí mismo es un guiño y una promesa –si lo que buscamos es oscuridad, él sigue aquí, trabajando pacientemente en sus límites–, pero el mensaje más profundo del libro es más sutil e inquietante.

El horror que Stephen King ofrece tiene menos que ver con la intrusión que con la duración: el tiempo que se niega a pasar limpiamente, la culpa que se instala en lugar de explotar, los cuerpos y los recuerdos que se deshilachan a la vista de todos. Aparecen monstruos, pero rara vez son lo importante; lo que importa es cómo el mal persiste sin explicación, cómo el daño perdura sin un cierre moral. King no instruye ni consuela a su público: confía en que acepten la ambigüedad, lean lo que no se dice y acepten que algunas historias no terminan con una resolución, sino con restos indeseados. Lo que en última instancia les dice a sus lectores es sencillo y perdurable: sigue contando historias no para asustarlos, sino para evitar mentirles, y eso, después de todo este tiempo, sigue siendo motivo suficiente para seguir leyendo.
Y Derry, como King siempre ha sabido, no es el único escenario donde el mal persiste sin explicación. Ese es su horror. Bienvenidos a Derry lo entiende y tampoco hace ningún esfuerzo por tranquilizarnos. Abre la puerta, se hace a un lado y nos deja notar, demasiado tarde, que la ciudad se parece mucho a cualquier otro lugar. Y una vez que lo viste, ya estás dentro del mundo de Stephen King. Y va a ser muy difícil salir.
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