
En privado, Sara Facio hablaba de su vínculo con María Elena Walsh tranquila, serenamente, como si no fuera nada del otro mundo ni hubiera nada en particular que destacar. Con una sonrisa amorosa y cierto recato hablaba esta mujer nacida en 1932. No eran tiempos de matrimonio igualitario y las amantes solían llamarse “amigas”. “Mi amiga”, decían, y se entendía.
Así decía la Fundación María Elena Walsh hace unos meses, cuando contaba que Facio había impulsado esa institución “en gratitud por el legado recibido de su gran amiga y compañera de toda una vida”. Desde hace un mes la Fundación se llama “María Elena Walsh-Sara Facio”. Juntas otra vez.
Amigas, compañeras. En la entrada de Wikipedia de Sara Facio -que este martes se actualizó con su muerte-, la enorme autora de tantas canciones, poemas y cuentos figura como “Pareja”. Sin tantas vueltas. Lo mismo dice en la entrada de María Elena.
Sara Facio y María Elena Walsh -así contaba Facio- se conocieron mucho antes de que empezara su historia de amor. Treinta años antes, calculaba ella, aunque lo que se sabe es que se vieron en 1955 en París y se volvieron a encontrar diez años después en Buenos Aires. Y que más tarde durante treinta años estuvieron juntas. Dos talentos, dos personalidades. Hay hermosas fotos de María Elena tomadas por Sara. Y algunas -o, por lo menos, algunas que son públicas- de las dos juntas.

Recato, dijimos. Aunque Sara Facio era una figura de la cultura por sí misma, no quería ni por casualidad que alguien creyera que se “subía” a la fama de su compañera. Si la acompañaba a un acto público, solía sentarse en otro lado.
Quizás por eso la que nos contó a todos de ese vínculo, la que lo puso en letras que se imprimieron y dieron la vuelta al mundo, fue María Elena Walsh. Lo hizo en su libro autobiográfico Fantasmas en el parque. Allí Sara es un personaje cotidiano. Prepara fideos cuando vienen amigas, maneja a unos invitados que no se están portando bien con “un ardid psicológico, según su costumbre angelical”, se ocupa de la hermana de María Elena cuando está enferma, está con ella en un viaje a Punta del Este -será ese de la bellísima foto del pie de Sara frente al mar?- , hablan de novelas, van juntas de visita. En algunos párrafos, Walsh la llama “Sarita”. No es fácil imaginarse a esa mujer en diminutivo, es el lenguaje del cariño.
Y en un diálogo, una amiga le dice que la verdadera hermana de Walsh es Sara. Porque hace tantos años que viven juntas. Entonces la autora de Manuelita la tortuga, de la Marcha de Osías, de Como la cigarra y de Desventuras en el país jardín de infantes, dice que no. No, no, hermana no. Así lo escribe:
— Es que tu verdadera hermana es Sara, hace como treinta años que viven juntas.
— Gracias a Dios. Pero no tiene nada de hermana. Es mi gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en perfecta compañía. A veces la obligué a oficiar de madre, pero no por mi voluntad sino por algunos percances que atravesé, de los que otra persona hubiera huido, incluida yo. Pero ella se convirtió en santa Sarita.

Santa Sarita fue una viuda calmada, elegante y sonriente en el velorio de María Elena Walsh, donde -vestida con saco negro y pantalones blanco- atendía a quienes llegaban con una sonrisa y recibía las condolencias.
“Ella es más que una parte de mi vida. Todo en ella es poesía, hasta cuando habla es poesía, es de una ocurrencia sin parangón. Como artista creo que es un ser único”, escribió Facio en 2010, cuando Walsh vivía -murió en 2011- e iba a cumplir 80 años.
Y ocho años después, cuando a la poeta le hubiera tocado cumplir 89, su enamorada posteó una foto que le había sacado andando en bicicleta y contó: “Esa foto fue tapa de la revista de La Nación en 1971: fue la primera vez que el diario ponía en tapa un personaje argentino”. Y recordó que la toma fue casi casi una instantánea: “El original es en colores. Ella iba andando en bicicleta. Le pedí que se quedara ahí, que le iba a sacar una foto. Ella se está riendo mucho, fue algo muy espontáneo”. Un paseo en bici, cosas de andar por la vida con alguien.

“¿Qué querés saber?”, le preguntó Sara Facio hace años a una periodista, en un almuerzo privado. Sí, la periodista, más joven, quería saber cómo había sido eso, cómo habían encarado un amor entre dos mujeres cuando esas relaciones eran censuradas, cómo habían enfrentado los prejuicios y al mundo.
Sara la miró con tranquilidad. Sin épica. Como si no fuera nada del otro mundo ni hubiera nada en particular que destacar. O como si la periodista no supiera que los buenos amores arrasan con todas las imposiciones y marcan la ley.
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