
Una puesta imponente por la simpleza y la fuerza: el escenario crudo, blanco, simétrico, con una larga mesa un poco más alta de lo que corresponde y una pareja —él a la izquierda, ella a la derecha— sentados, ocupando una posición de inferioridad. Paredes blancas, unos ficheros inmenos y en el centro, dominando la escena, la mujer que hace las veces de empleada administrativa. En la cadena de producción tiene un papel menor, acotado. Y, sin embargo.
Pedro y Marta, así se llaman, llegaron a la Fundación con el deseo de adoptar un hijo. Hace tiempo que intentan quedar embarazados, pero, agotados por el fracaso de los años, escucharon el consejo del padre de él, que les recomendó ir a este lugar. La Fundación es una organización que no solo evita el laberinto burocrático de la adopción, sino que les asegura un niño sano, blanco, con la edad y las características que ellos quieran. Lo único que se les pide a cambio es que el nene crezca en una familia con los valores católicos bien constituidos.
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De dónde vienen esos chicos, qué pasa con los padres biológicos: Pedro no hace preguntas o no le interesa; Marta, en cambio, necesita saber. Y ese es un problema. Uno muy grave. Ellos habían ido a entregar los papeles y a pedir una audiencia para una entrevista, pero la actitud de Marta los puso en el lugar de la sospecha. Ahora uno de los directores los viene a interrogar: cualquier paso en falso puede resultar en una condena.

Por el blanco y la luz intensa que contrasta con los trajes oscuros del matrimonio, la escena transmite el halo de una pesadilla. Podría, incluso, haber salido de una novela de ciencia ficción, pero rápidamente —tal vez demasiado rápido— queda claro que la obra no plantea un futuro distópico, sino que mira al horror del pasado. Aunque nunca se termine de expresar, es evidente el vínculo entre esta organización y el terrorismo de Estado y el plan sistemático de apropiación de menores de la última dictadura militar.
Con la dirección de Federico Nanyo, la dramaturgia de Susana Torres Molina y las actuaciones de Alejandro Botto, Ángel Blanco, Merceditas Elordi y una brillante Sofía González, que se roba la obra, cada actor ocupa un rol que es metáfora de la sociedad argentina en aquellos años: el director que lleva adelante el plan para acabar con la subversión, la encargada que sabe pero dice que sólo cumple con su tarea, el hombre que no siente remordimientos por los muertos porque “algo habrán hecho”, la mujer que no puede dejar de hacerse preguntas.

Si en La Fundación, la imagen es todo —un punto destacado es la escena final teñida de rojo—, el guion, en cambio, es un tanto lineal, con lo que se pierde fuerza y deja al espectador en una situación fría. Le falta, quizás, un poco de rugosidad en el argumento, claroscuros en la trama y en los personajes. Con todo, es una buena obra y plantea un debate que —a partir de la película Argentina 1985— vuelve a ponerse en agenda.
La Fundación se presenta todos los jueves a las 21.30 en el teatro La Mueca (José A. Cabrera 4255).
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