
“¡Qué porquería de libro!” es una expresión que suele suceder al traspasar páginas y páginas de un malogrado ejemplar llegado a las manos de un lector. ¿Y qué hace la mayor parte de las veces el hombre o la mujer decepcionado por el texto? En principio, cierra el ejemplar en cuestión. Lo deposita en alguna mesita de luz, en algún estante suelto, en la mesada de la cocina ya que nunca en la biblioteca, que es donde van aquellos atesorables. Luego el lector decepcionado deberá tomar una decisión moral importante: ¿debe regalar o donar un libro de porquería para que sea leído por otro lector que, a fuerza de expectativas, quizás navegue grácilmente por sus páginas, llegue a decirse: “pero esto está muy bien” y, de ese modo, se contribuya a la confusión general que puede producir un libro denostable?
Por lo pronto, el lector podría dejarlo en un estante de la cocina o la lavandería mientras reflexiona sobre el futuro del volumen en sí y, de tanto en tanto, estamparlo contra la pared, mientras reflexiona. Porque no conviene que el libro vaya a ser consumido por las llamas, primero, por el humo que ocasionaría el ejemplar ardiente y, sobre todo, por las reminiscencias históricas nefastas de ese gesto. Al final de cuentas, lo más recomendable, querido lector, es encomendar el libro pésimo a la virtudes del reciclaje, ya sea entregando una cantidad de libros malos todos juntos al cartonero de confianza o dejándolos en esos tachos verdes que garantizarían un destino ecológico a esta mala pasada editorial.
Pero habíamos dicho que una mayoría de las veces sucede que se abandona la lectura. Otras, en cambio, se entabla una lucha a muerte con el autor del libro de marras, con esas pseudo ideas pequeñitas que engalanan el ejemplar en cuestión y del fraude que se detecta a cada párrafo en el texto, con toda su impostura.

Hace pocos días esto le sucedió a quien escribe estas líneas con el bodoque de 680 páginas titulado Rusia. Revolución y Guerra Civil 1917-1921, de Antony Beevor, publicado por Crítica (Editorial Planeta). Atención: este libro se trata de una estafa pero realizada con menor elegancia que la del llamado “Robo del Siglo” al Banco Río, sucursal Martínez. De esto Netflix acaba de lanzar un documental que (no es objeto de estos párrafos pero aprovechamos) cumple su cometido, pero que al ser protagonizado por los verdaderos ladrones deja un gustillo a demasiada subjetividad en las pantallas y demasiadas cosas que no se dicen. Pero volvamos a Rusia.
Se trata de un fraude disfrazado por la contratapa como un estudio histórico, cuando a lo sumo llega a panfleto reaccionario pro ejército zarista (¡en pleno siglo XXI!). El lector (en este caso, quien escribe) abre entusiasta la tapa y las páginas del libro ya que se presenta como un estudio serio sobre la etapa del Terror Rojo. Para contextualizar: así como en la Revolución Francesa se usó la guillotina para acabar con los restos de l’Ancien Régime y en el Río de la Plata los representantes de la Revolución de Mayo de 1810 decidieron el fusilamiento del antiguo Virrey (y héroe de la lucha contra las Invasiones Inglesas) Santiago de Liniers, que se había convertido en máximo líder de la ya organizada contrarrevolución.
Sucesos similares ocurrieron –salvando cualquier distancia y poniendo de manifiesto distancias enormísimas– en la Rusia post Revolución de Octubre de 1917, cuando el nuevo gobierno de los Soviets era atacado (dentro de sus fronteras) por los ejércitos extranjeros de Alemania, Austria-Hungría, Inglaterra, Estados Unidos, Grecia, Polonia, Rumania, Canadá, Francia, Serbia, Finlandia e Italia, por un lado; Japón y China por el otro; un salvaje ejército checo; batallones organizados de cosacos del Don; y el Ejército de Voluntarios compuesto por rusos blancos, la oficialidad zarista, de vínculos sanguíneos, económicos y políticos con la nobleza que había gobernado por última vez el zar Nicolás II. Y hasta una brigada australiana de 150 combatientes.
Es un tópico muy interesante ya que la guerra civil que sobrevino a la revolución no sólo costó vidas enormes, sino que la violencia se llevó a los elementos más aguerridos de esa revolución, los elementos más conscientes de una joven clase obrera que abandonaba las fábricas para ir al frente de batalla, dejando atrás a los sectores menos politizados mientras se construía el Ejército Rojo a manos de León Trotski. Esto se puede leer en Orlando Figes, un historiador conservador pero cuyas fuentes no le permiten torcer la realidad para escribir sobre ese capítulo de la historia; o Sheila Fitzpatrick en su La revolución rusa; o el siempre interesante Enzo Traverso, uno de los intelectuales más potentes de las últimas décadas. Incluso Trotski escribe en su Historia de la Revolución Rusa algún fragmento sobre el Terror Rojo, pero de un modo un tanto elusivo, al menos así suena frente al resto de su libro, que cuenta desde adentro.
En cambio, Antony Beever es un chanta. Toda la primera parte, respaldada por fuentes documentales como cartas escritas por miembros de la alta oficialidad zarista, se trata del llanto ante la caída del zar, el temor ante un ejército que se caía a pedazos debido a los soldados que se rebelaban contra la guerra y la falta de respeto a la autoridad militar y alzamientos contra ella (esto sí le parece una afrenta a Beever, no así las muertes de soldados campesinos a luchas contra alemanes profesionales, mal pertrechados, mal vestidos o alimentados con carne podrida -véase El acorazado Potemkin-). Más adelante, sin ninguna documentación que sostenga lo que dice, plantea que la avanzada de la oficialidad zarista en del 27 de agosto de 1917 no era un “Golpe de Estado”, como se conoce a aquellas jornadas y como caracteriza cualquier historiografía más o menos seria, sino que intentaba robustecer al gobierno de coalición Kerenski, aunque luego admita que tenía como programa militarizar fábricas, puertos y todo San Petersburgo, a la vez que reinstaurar la pena de muerte (y otros castigos) a los soldados en el frente. Luego introduce el planteamiento de que los bolcheviques habían planificado un “genocidio de clase”.
El concepto no aplicado antes a la situación rusa no toma en cuenta que los Blancos (nobles y burgueses) formaban parte de la guerra civil en una coalición con ejércitos extranjeros cuya injerencia en suelo nacional ruso sólo tenía que ver con el derrocamiento de su gobierno, ya fuera malo, bueno o medio pelo. Al borde del delirio, Beevor plantea que los acontecimientos de la guerra civil rusa fueron “un factor clave” en el ascenso de Hitler… en 1933. Desde el principio el autor se muestra como enemigo retrospectivo de los bolcheviques y partidario de los pobres Blancos, sin soldados a los que castigar ni palacios donde pernoctar. Bien, partidario de los Blancos, Beevor escribe: “Los Blancos recibieron una gran ayuda en mayo, cuando el atamán Grigoriev, en Ucrania, desertó del bando Rojo para embarcarse en su propia campaña de progromos antisemitas y saqueos”. Luego sigue con la situación en otro punto. Para una persona que lo menos que escribe es “diabólicos” en referencia a Lenin y sus partidarios, que ponga que una campaña de progromos antisemitas hayan sido una gran ayuda muestra, también, un señalamiento moral.

Ya los últimos capítulos son tan solo el parte de guerra de los batallones que buscaban derrocar al gobierno soviético. Beevor narra con vigor, como si estuviera allí, entre sables, caballos y el aroma de los trajes de la nobleza. Es una narración vívida, oh, la guerra. Queda como hecho positivo a resaltar la cantidad de libros y fuentes que figuran detrás de las 680 páginas y que deberían servir de algo con algún escritor dispuesto a realizar un libro serio. Y dos fuentes documentales: un Víctor Schlovski, que no es el líder de los formalistas rusos, aquel gran movimiento crítico literario cuya fuerza subsiste hasta hoy sino un alto oficial del ejército zarista, segundo del golpista Kornílov; y Yelena Lakier, que es un personaje que debería tener su propia novela. Mujer joven, estudiante del Conservatorio en Odesa, queda varada en Rusia luego de la revolución junto a su abuela. Escribe un diario cuyas entradas son las de una señora de abolengo que no entiende nada de lo que sucede (y que Beevor usa repetidamente como fuente de verdad, pero las usa repetidamente con deliberada soltura).
Describe Beevor: “Yelena Lakier, que tenía que hacer cola cada noche, se sentía tan debilitada por la falta de comida que apenas se veía capaz de cargar el cubo sin desmayarse”. Suponemos que le agregó un poco de dramatismo, de otro modo hubiera escrito la entrada textual, como cuando ingresa el Ejército Blanco a Odesa: “¡Hurrrrrraaa! Ahora no queda ni un solo bolchevique en Odesa. ¡Por fin! ¡Cuatro meses y medio sometidas a estos opresores de la estrella de cinco puntas!”. O cuando las tropas extranjeras invasoras ingresan a Odesa: “Los buques de guerra británicos e italianos dispararon salvas en señal de saludo. La ciudad estaba decorada con banderas y tapices colgados de los balcones”. Una fuente documental para Beevor que se parece más bien a Beatriz Bibiloni de Bullrich, un personaje atrapado en el diario de Bioy Casares sobre Borges que asiste a las tertulias y cada intervención debe ser registrada con sorna maligna por el autor.
Bien, quien escribe pudo terminar el libro de Beevor sin tirarlo contra la pared, tan solo por el peso que denota su cantidad de páginas. Quede este registro sobre su opinión del texto.

¿Y qué se hace después de leer un libro así?
Pues se puede asistir a Fundación Andreani, en La Boca, y allí sumergirse en una obra mecánico-poética que sólo puede conmover o arrasar a los sentidos, tal como un rayo de sol. Y es que la instalación mecánica A 8′ 18′' del sol, en la que Juan Sorrentino ofrece una experiencia. Al fondo del salón, detrás de cuatro persianas metálicas, una lámpara irradia una luz difusa, pero que se percibe cada vez que las persianas se elevan mecánicamente, de distintos modos, a distintas alturas. La voz de una soprano entona la antífona “O Pastor animarum” de La sinfonía de la armonía de las revelaciones celestes de Hildegard von Bingen, una monja alemana del año mil que escribía. La luz del sol tarda en llegar a la Tierra ocho minutos y dieciocho segundos. Entonces las persianas se abren, la luz llega. Es conmovedor.
Si no se pudo ir al Centenario Pasolini en la Lugones, se puede ver en MUBI El Evangelio según san Mateo, la peculiar biografía de Jesús filmada por Pier Paolo Pasolini que permite celebrar un mensaje de rebelión y juventud de manera tan hermosa que no hay manera de sentir la emotividad de un film único. La película de 1964 cuenta en su reparto a Enrique Irazoqui como Jesús, a Susana Pasolini como María en la adultez mayor (era la madre real de Pier Paolo) y participaciones como la de Giorgio Agamben o el escritor argentino Rodolfo Wilcok como Caifás.
También se puede leer un poema hermoso de Francisco Garamona, poeta antes que todo; luego, director de Editorial Mansalva; librero en La Internacional Argentina y un animador del campo cultural local. A continuación:
Nadie cree en nuestro amor
solo vos y yo
porque hay una crisis
de representación
como la que terminó
por destruir a la escuela
de pintura veneciana.
En la calle la sombra
de los árboles
parecen personas
que se dan a la fuga
y abandonan su vida.
Y yo pienso que si el mármol
fuera de origen vegetal
olería a tu sexo y a tu espina dorsal,
mientras te refregás
contra un esqueleto de ballena.
Los senderos del laberinto
están cubiertos de maleza,
y por ahí vamos caminando
sobre tumbas de artistas
anónimos al ras del suelo.
Y amanece y sos un ser de hielo.
Y yo uno de metal.
Hay un robot abandonado en la luna
que emite señales de locura.
¿Y el mundo, y sus ciudades?
No existe un amor secreto.
Mientras más se habla de arte
el arte desaparece.
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