
A lo primero yo vivía en otra parte. Por esa época estaba por nacer uno de mis chicos, no recuerdo bien cuál. Porque cuando te está por nacer el hijo a vos te parece que va a pasar algo y por lo general pasa solo eso, nace el hijo. Es así que tomamos la decisión de mudarnos a un lugar más tranquilo, a un pueblo, la inseguridad nos ganaba dos a cero y no queríamos perder por goleada. A lo mejor el problema era geográfico y nuestra cancha no se encontraba en la mejor de las “recoletas”. Un día aparecieron unos hombres pequeñitos muy activos que metieron mis treinta y tantos años de vida adentro de un camión y antes de encender el motor indicaron que los siguiéramos a una distancia prudencial. Todo nuestro pasado abandonado a la suerte de las dotes conductuales de un maniático.
Una extraña jugada del destino, no podía ser de otra manera, nos terminaría depositando en un barrio bien, demasiado para mi gusto, para mis posibilidades. Nuestras posibilidades.
De repente me encontraba rodeado de pequeñas mansiones (yo también la tenía) y autos último modelo (no los tenía), importados en varios casos (ni en sueños los tenía). Tan solo una casa. Una sola casa desentonaba del resto. Dentro de ella habitaba una única mujer que reflejaba en su rostro los signos del paso del tiempo y una vida llena de carencias.
Tomé la costumbre de barrer la vereda y hacer que crezca la hierba de los canteros. En esos lugares se le dice “hierba” al pasto. Buscaba los primeros contactos con los vecinos, quería tener amigos. Siempre fui muy sociable y me gusta mucho charlar, contar historias.
Fue así que apareció aquella tarde de fines de diciembre, nosotros habíamos desembarcado el 22, en la que tuve el primer contacto interpersonal.
—Buenas tardes, joven, me llamo tanto... Tenga cuidado con los de enfrente, hay envidia, son jodidos— me dijo la vecina que salió de la casa de la derecha.
Antes de que pudiese terminar mi alocución me dejó sudando con la escoba en la mano. La bordeadora me miraba en silencio mientras descansaba luego de haber realizado su trabajo.
Me echaba agua con la manguera en la nuca. Disfrutaba agachado hacia delante del fresco del líquido cuando veo la mitad, es decir la parte de abajo de un anciano, que al parecer había salido de alguna parte.
—Fíjese con quien habla. Se arrastran víboras por esta zona.
Me incorporé. Estaba interesado en sus palabras, me parecía más que oportuno mantener una charla con un hombre de experiencia. Fue imposible, el viejo se desvaneció como por arte de magia. A lo mejor el calor. O el agua que se me metió en los ojos y me nubló la vista, me dije. Miré para los dos lados y no pude encontrarlo. Parecía un milagro aunque no lo era.

De todas formas los cabezazos que realicé me hicieron prestar atención en el vehículo que había estacionado sobre la subida del garaje de la vereda del vecino de la izquierda. Era imposible que no lo hubiese advertido antes. Era majestuoso. Una marca impronunciable y varios números de serie se estampaban en la parte de atrás del auto. Me quedé paralizado. Lo dudé un par de segundos y tomé la decisión de acercarme a contemplarlo con detenimiento. Le di dos vueltas completas antes de acercar mi cara al vidrio del asiento del conductor. Me hice sombra con ambas manos para poder ver los comandos a través del polarizado. Fue allí que una pequeña mano se levantó para saludarme. El respingo que pegué por poco me lleva al suelo. Ese fue el momento en que entendí que me costaría hacer amigos en el nuevo barrio.
A partir de aquella irrupción en sociedad tomé una actitud conservadora, no mucho más que un buen día-buen día o qué tormenta se viene. Digamos que me dediqué a observar. De a poco comencé a realizar una especie de estudio antropológico de campo y a contemplar detenidamente los movimientos de mis vecinos. Les fui poniendo nombres propios a cada uno de ellos y a buscarles situaciones de encuentro que en la vida real no existían obviamente. Me coloqué en modo literatura. A vivir en estado de literatura.
Discriminaciones no deja de ser una crónica aumentada, o no, de la realidad social de hoy. Sin dudas los personajes existen y estaban allí, solo había que estar atento para verlos. Yo lo hice y los metí a todos junto con sus vidas y para siempre adentro de un libro. Para aquellos que dudan de mis dichos los invito a que me contacten y juntos programemos una visita guiada al lugar de estudio, el paseo puede incluir bebidas y otros menesteres pero... ya es otra tarifa.
Claro que antes de tomar la decisión de publicar el libro tuve la precaución de irme a vivir a otro lado. A un sector, increíblemente, aun mejor que el anterior. Cuestión que me tiene sin el menor cuidado, “si yo siempre fui un chico bien”.
Cada tanto cuando voy para el centro de la ciudad paso por las calles del barrio. Me gusta tocarle bocina a la casa, a mis antiguos vecinos y levantarles la mano para saludarlos. Pero nadie me contesta. No me conocen. Y yo no los conozco a ellos. Por cierto, es todo una lástima.
* “Discriminaciones” (Zeta Centuria Editores, 2021) de Sergio Fitte se puede conseguir acá.
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