
19 de noviembre. 1985. Primera horas de la mañana. Una sensación extraña recorre a Jorge Luis Borges y le pide a María Kodama que tome lápiz y papel. Y le dicta: “Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871”.
“Lo que me ha tocado es un tenue hilo que me une a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte”.
Faltaba poco para que falleciera, en junio de 1986, y una historia familiar regresaba, una historia que había oído hacía poco, pero que parecía acorralarlo y necesitaba exculparse.

En su mente resuena el nombre Silvano Acosta, un hombre ejecutado en 1871 por orden de su abuelo paterno, el coronel Francisco Borges. “Sé que le debo una reparación que no llegará”, le dice a Kodama, y apenas tomando aire dibuja palabras en el aire en un texto, que se mantuvo inédito hasta estos días.
El texto apareció casi por casualidad mientras Kodama ordenaba papeles durante la cuarentena, dice La Nación. Un breve relato, una página, donde de manera magistral recorre la ejecución de un hombre que el ejército había reclutado compulsivamente y que tras pasarse a las montoneras de López Jordán, ser considerado un traidor, recibe la pena máxima por orden de su familiar.
Es revelador que Borges se entera del hecho pocos días antes de dictar el escrito, cuando en subasta pública aparece el papel firmado por su abuelo con la orden para ejecutar al desertor. “Mi abuelo firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época”, dicta.
Y esa firma, que no ve, pero imagina perfecta, es una estaca en su corazón. Borges provenía de una familia con honores y tradición militar y no solo por el coronel Francisco Borges, el ejecutor que no ejecuta.

Están también Francisco Narciso de Laprida, que presidió el Congreso de Tucumán y firmó el Acta de la Independencia; Edward Young Haslam —su bisabuelo paterno, un poeta romántico que editó uno de los primeros periódicos ingleses del Río de Plata, el Southern Cross; Manuel Isidoro Suárez —su bisabuelo materno— fue un coronel de las guerras de la Independencia; Juan Crisóstomo Lafinur —su tío paterno— un poeta argentino autor de composiciones románticas, patrióticas y profesor de Filosofía; Isidoro de Acevedo Laprida —su abuelo materno— un militar que luchó contra Juan Manuel de Rosas.
“Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899. Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871”, dicta.
Además, su abuelo paterno, muerto a balazos en 1874, había despertado en él admiración poética. En “El otro, el mismo”, escribió: “Soy, pero también soy el otro, el muerto. / El otro de mi sangre y de mi nombre. (...) / Vuelvo a Junín, donde no estuve nunca. / A tu Junín, abuelo Borges (...) ¿En tu sueño de bronce está tu voz trunca?”

El texto completo: Silvano Acosta
Mi padre fue engendrado en la guarnición de Junín, a una o dos leguas del desierto, en el año de 1874. Yo fui engendrado en la estancia de San Francisco, en el departamento de Río Negro, en el Uruguay, en 1899. Desde el momento de nacer contraje una deuda, asaz misteriosa, con un desconocido que había muerto en la mañana de tal día de tal mes de 1871. Esa deuda me fue revelada hace poco, en un papel firmado por mi abuelo, que se vendió en subasta pública. Hoy quiero saldar esa deuda. Nada me costaría fantasear rasgos circunstanciales, pero lo que me ha tocado es lo tenue del hilo que me ata a un hombre sin cara, de quien nada sé salvo el nombre, casi anónimo ahora, y la perdida muerte.
Asesinado Urquiza, la montonera jordanista asedió a Paraná. Una mañana entraron a caballo en la plaza y dieron la vuelta golpeándose la boca y gritando algún sapucai para hacer burla de la tropa. No se les ocurrió apoderarse de la ciudad.
Para levantar el sitio, el gobierno envió al regimiento número dos de infantería de línea. Faltaban plazas y una leva recogió algunos vagos en las tabernas y en las casas malas del Bajo. Acosta fue apresado en esa redada, entonces común. Nada me costaría atribuirle una parroquia de Buenos Aires o un oficio determinado -peón de albañil o cuarteador- pero esa atribución haría de él un personaje literario y no el hombre que fue lo que fue. A la semana desertó del cuartel y se pasó a los montoneros. Tal vez pensó que la disciplina entre gauchos sería menos severa que en las filas de un ejército regular. Tal vez quería desquitarse de haber sido arrastrado a la guerra. Prosiguió la campaña y un Destacamento del Dos trajo prisioneros. Alguien reconoció al pobre Acosta. Era un desertor y un traidor. El coronel Francisco Borges, mi abuelo, firmó la sentencia de muerte con la buena caligrafía de la época. Cuatro tiradores la ejecutaron.
Yo nací treinta años después. Un vago sentimiento de culpa me ata a ese muerto. Sé que le debo una reparación, que no le llegará. Dicto esta inútil página el diecinueve de noviembre de 1985.
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