La noche final, novela por entregas/8

Día a día, Infobae Cultura reproducirá esta ficción inédita que se desarrolla en el marco de una misteriosa disminución de oxígeno que avanza desde la Patagonia. La obra, que transcurre dentro de un hospital, es una reflexión sobre los conflictos humanos y cómo las personas enfrentan las grandes tragedias

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(Shutterstock.com)
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—Me voy a recorrer, no se olviden de vigilar el aparato y no descuiden el oxígeno. Si sube mucho también es peligroso —anuncia Gonza mientras va preparándose para salir.

Toma otro pasillo para detenerse frente al ascensor. Duda entre el ascensor y la escalera. Termina optando por la escalera hasta el primer piso. Llega agitado. En la primera habitación encuentra dos camas ocupadas, una persona en el piso, ninguno se mueve. Se acerca y confirma. No hay válvulas abiertas en el poliducto de gases. Segunda, tiene que cerrar una. Tercera, cierra las dos. Entra en casi todas las habitaciones hasta que llega a la salita de enfermeras y se detiene en la puerta. Julieta y Bettina en el piso, bien juntas. Gonza putea al aire y se apoya en la pared. Con Bettina tuvo una historia. Un par de semanas nada más, pero quedaron bien, muy bien. Fue apenas Gonza se separó.

Gonza la recuerda en bicicleta con su hija o saliendo apurada para ir a buscarla. Se agita al recordar, le está haciendo mal verla en el piso, se va a descomponer del todo si permanece ahí, entonces se impulsa de la pared para continuar.

Escalera otra vez, segundo piso. En la primera habitación, un muchacho y un viejo. El viejo tiene el oxígeno abierto. Gonza se acerca, lo toca. Le cierra la llave amarilla y sale. Recorre el piso. Solamente una mujer operada resiste en una cama. Tiene la máscara puesta, pero no responde a ninguna de las preguntas. Lo mira, lo traspasa con la vista, como si no captara los movimientos. Entonces Gonza le abre un poco más el oxígeno mientras le miente. No sabe para qué, pero lo hace, y no se arrepiente de haberle dicho que ya venían a atenderla, que aguantara un poco más, él iba a pedir ya mismo que vinieran urgente.

Se detiene junto a la puerta, unos segundos en el pasillo, apoyado en la pared, mirando el techo, pensando si vale la pena.

No le queda otra alternativa, hay que seguir, sí señor, hay que meterle para adelante, como diría mi viejo, se contesta y sube al tercer piso, terapia intermedia de adultos. Las enfermeras sentadas en el pasillo, como charlando en el piso. Ninguna se mueve. El médico Saer boca arriba, cerca del ascensor, con un tubo junto al cuerpo. Gonza se acerca y confirma lo que imaginó al verlo: se le terminó la carga.

Entra a la sala y recorre, se acerca a las camas. Dos todavía respiran, pero no reaccionan cuando los toca o les habla. Les abre el oxígeno y el aire comprimido, al resto les va cerrando.

Piensa en trasladar a los que resisten hasta la sala de Neo. Podría llevarlos en el ascensor, bajar con ellos, transportarlos en camilla, pero le parece difícil, sería muy riesgoso, por salvarlos puede morir incluso él. Entonces no podría ayudar a los bebés de la sala ni a sus hijos ni a nadie.

Se siente mal. Remordimiento, angustia, también vergüenza. Inmediatamente ganas de vomitar. Entonces se detiene, apoya la espalda en la pared y mira hacia arriba, las luces giran. Cierra los ojos, trata de serenarse, de resistir. Le sigue girando todo, le duele la cabeza, el mareo se intensifica. Vuelven sus hijos y los pacientes que acaba de dejar. El tubo se le cae y rueda, pero Gonza lo alcanza a sostener con el pie, respira tratando de recuperarse, de aquietar las imágenes que siguen girando.

Cuando le parece estar mejor, endereza el cuerpo, levanta el tubo, le abre la válvula un poco más y prueba unos pasos. Sube hasta terapia intensiva y frena en la puerta. Oye ruidos que provienen de la sala, entonces abre rápido. Mucho más amplia que la de Neo, dos hileras de camas, un sector aislado a la derecha. Tres enfermeras a un costado de la sala, sentadas en el piso, contra la pared. Una gira la cabeza para mirar hacia la entrada. Gonza se acerca rápidamente para arrodillarse junto a ella. La enfermera se le cuelga del cuello, le quiere quitar la máscara. Gonza le grita que pare, que la va a ayudar. Ella no se detiene, intenta arrancarle la mascarilla. Gonza la toma de las muñecas, le sostiene el brazo con una mano, quiere ponerle la mascarilla con la otra. Ella empieza a retorcerse espasmódicamente en el piso, se arquea hacia atrás. Gonza le acerca la máscara a la boca. Le grita que respire, que respire. La sostiene, intenta calmarla, pero los movimientos espasmódicos se interrumpen y la mujer se ablanda, se afloja. Gonza se marea otra vez. Debe respirar oxígeno, pero no quiere perder tiempo, quizás pueda salvarla. Aspira velozmente de la mascarilla y se la vuelve a colocar a la enfermera, la ajusta con el elástico y empieza con maniobras sobre el tórax. De inmediato le vuelve a faltar el aire. Entonces se pone la máscara, aspira profundo dos veces y le hace respiración boca a boca. Insiste cuatro, cinco, seis ciclos, pero se agita cada vez más y le gira todo. Aspira nuevamente de la máscara, vuelve a tocar a la mujer, a hablarle, pero ella no reacciona. Igual insiste con respiración boca a boca, prueba unos ciclos más y se detiene. Se va dando por vencido y se sienta junto a ella.

Le duele la cabeza, un dolor intenso, como si le apretaran el cráneo y se lo fueran exprimiendo cada vez más. Permanece quieto, respirando de la máscara hasta que se siente recuperado y se levanta para recorrer.

La mayoría tiene el oxígeno abierto al máximo, ninguno respira. Va a la sala de los críticos. Los últimos dos viven. Respirador mecánico, están entubados, por eso resisten.

¿Pero cómo mierda, tantos especialistas acá y nadie se dio cuenta…?, dice Gonza.

Otra vez necesita apoyarse en la pared. Náuseas, vértigo, ganas urgentes de vomitar. No las resiste, vomita en el piso. Se limpia la boca, vuelve a colocarse la mascarilla y camina hacia la salida apoyándose en las camas. Se detiene en el pasillo, olvidó cerrar las válvulas. Debe volver, no le queda alternativa, mucha pérdida inútil si no cierra. Se apura para hacerlo. A los dos últimos no, no se atreve, entonces sale para bajar por el extremo contrario.

Terapia pediátrica. Dos enfermeras en el pasillo de entrada. Se agacha, ninguna.

Mira el medidor de gases que lleva en el cinturón: 9.5 %. Entra a la sala y recorre deteniéndose unos segundos en cada cuna. Un bebé de unos ocho meses parece estar resistiendo, el único que está en incubadora. Levanta la carcasa para tocarlo. Sí, pero está saturando demasiado bajo. Inmediatamente le abre más el paso de oxígeno y decide esperar a que suba el nivel en sangre para llevarlo.

No lo puede dejar, ya verá cómo, pero no podría dejarlo por nada del mundo. Lee el nombre en la pulsera, Agustín. Busca la historia clínica de Agustín y vuelve a la cuna. Mira la pantalla del panel: 88. Debe esperar hasta que suba. Se queda junto al bebé, mirando el saturómetro, pensando cómo, secándose la transpiración.

Lo va a salvar, tiene la esperanza. O la certeza. Eso es lo bueno de trabajar en un lugar así, la posibilidad de salvar vidas se renueva constantemente, en cada turno, cada día del año. Se pierden batallas, sí, pero la mayoría se ganan. Hay que luchar, ocuparse, de eso se trata su trabajo, de mantener con vida a los bebes hasta que puedan resistir.

Necesitaría un tubo más para volver. Camina hasta el depósito de la sala, abre el placar y revisa hasta que encuentra uno portátil. Conecta el tubo que encontró a la manguerita de la bigotera. Pone los tubos en el soporte inferior de la incubadora, desconecta y sale empujándola hacia el ascensor. Entra y cierra.

Un pánico inmediato al pulsar el botón de planta baja e imaginar lo que pasaría si se cortara la luz o quedara encerrado en el entrepiso. El terror espontáneo lo lleva a intentar abrir desesperadamente la puerta justo en el momento en que el ascensor empieza a moverse, pero no lo consigue, entonces retira la mano y cierra los ojos. Son pocos segundos, sin embargo el miedo sigue aumentando y la falta de aire le parece mayor que un momento atrás. Otra vez lleva la mano a la puerta para mantenerla en esa posición hasta que el ascensor se detiene.

Abre y gira para salir de espalda al pasillo, tirando de la incubadora, que se desliza silenciosa y suave, como si flotara.

Avanza por el pasillo imaginando lo que Victoria y la mujer le preguntarán apenas llegue. Camina despacio mientras piensa, últimos metros para decidir si les cuenta o les miente.

Entra. Las mujeres hablan al fondo. Gonza supone que estarán ocupadas y creerán que sólo trae mercadería en la cuna.

Gonza se quita la mascarilla, deja el tubo a un costado, acomoda la manguera, que queda prolijamente enrollada. La mascarilla no cae para ningún costado. Debe girar, llevar la cuna hasta una de las salas y enfrentar la situación. Entonces avanza tironeando de la incubadora a la vez que oye la pregunta breve de Victoria:

—¿Y?

Gonza responde lo primero que le viene:

—Por suerte en las terapias de adultos y en pediatría se avivaron también —comenta sin mirarla, buscando un lugar para la incubadora.

—¿Muchos hay? —pregunta la mujer.

—Bastantes, lo que no se consiguen son tubos portátiles, por eso nadie puede salir, pero se mantienen, bastante bien aguantan todos, ¿ustedes encontraron algo en internet?

La mujer responde que prendió la computadora, pero como no había internet se puso a ayudar con los chicos. Victoria quiere saber si averiguó qué mierda está pasando. Él responde que no, y agrega que le parece que se está estabilizando porque no se sintió tan mal como la última vez que salió. La mujer pregunta si alcanzará el tubo del hospital para todos.

—Sí, los dos tanques están bien llenos —dice Gonza. Pero la mujer insiste:

—¿Y la demás gente, cómo va a hacer?, los que no tiene tubos, digo.

Gonza no le responde, se detiene en el centro de la sala, baja la vista hacia la cuna y les pide que se acerquen a mirar lo que trajo. Va explicando que se llama Agustín, que no lo podían tener las chicas del segundo y le pidieron que lo trasladara, que está bastante bien y habría que acomodarlo en algún lado.

Victoria se ofrece. Gonza le aclara que lleva mezcla de gases y dice que va a sentarse porque se caminó todo.

Vuelve a ubicarse en el piso, en la sala de la derecha.

Victoria acomoda la incubadora entre otras dos. Conecta la bigotera a la válvula de oxígeno, agrega aire comprimido, le pone el sensor en el dedo y vuelve al office para ubicarse junto a la mujer.

Desde allá mira a Gonza, no le quita los ojos de encima. Gonza lo nota y baja la vista. La mujer se dirige al baño. Recién entonces, cuando la mujer cierra la puerta, Victoria cruza hasta la sala de la derecha. Gonza levanta la vista. Victoria llora. Un llanto silencioso, sin ninguna otra evidencia que lágrimas mudas bajando hasta la boca. Gonza presiente el gesto, vendrá en unos segundos, cuando empiecen a formarse las señas del dolor o del miedo o de algo parecido. Aunque Victoria no debería llorar, lo que acaba de contarles tendría que haberles mejorado el ánimo a las dos. Algo pasó, algo sucedió mientras no estuvo, está convencido. Y le pregunta inmediatamente:

—¿Qué mierda pasó?

—Valentina.

—¿Qué?

No hay respuesta. Él gira la cabeza hacia la incubadora doce y habla:

—Pero la puta madre, si estaba bien cuando me fui…

Gonza niega con la cabeza y vuelve a Victoria diciendo la puta madre, cómo puede ser… Advierte un cambio al mirar a Victoria. Puede ser en la mirada, en el rostro, en el aura de ella, algo cambió. Debe tener relación con lo que dirá al terminar de secarse las lágrimas. Intuye lo que esa modificación significa y no le gusta lo que sospecha. Porque de la tristeza pasó a los labios apretados, a la mirada tensa, a gestos que se inclinan hacia un reproche o algo por el estilo. Será presionado y le costará salir del paso. Lo sabe al ver que ella, por motivos que todavía desconoce, aunque algo presiente, lo está mirando con un gesto duro, con esa firmeza de las mujeres sinceras que le atrae y le asusta a la vez.

Entonces imagina lo que viene: ella anunciará con seguridad que no se la engaña así nomás. Y teme que suceda ahora, cuando Victoria da un vistazo veloz hacia la puerta del baño y vuelve los ojos hacia él. No, no le hará escándalo ni reclamará con gritos, tampoco dirá que sea la última vez que no la consulta para algo importante o se va a la mierda en vez de darle una mano con los chicos. Ella no le gritará que está harta de ser la única que piensa en los problemas, ni levantará el dedo para amenazarlo con que sea la última vez que suceda. Tampoco le hará preguntas hirientes ni lo increpará preguntándole hasta cuándo piensa seguir siendo el mismo idiota. No, Victoria no hablará de ningún tema que tenga que ver con su manera de ser. Seguramente le preguntará: ¿No queda nadie, no? Directo y breve, intuye Gonza que se lo dirá. Convencida de no necesitar respuesta, ya tiene incluidos los no que quiere averiguar. Solo hace falta que Gonza agache la cabeza y asienta, o asienta directamente.

Y sucede algo parecido, aunque Gonza se equivoca en parte, porque ella no le pregunta si queda alguien o no, ella quiere saber si le está mintiendo o no. Él se resiste a responder, demora unos segundos para decir que no, no miente, todavía hay gente.

Entonces ella se mantiene en silencio. Probablemente se haya percatado de los motivos por los cuales él pretende engañarlas. O necesita creer en la mentira. Y mientras sucede ese instante sin palabras, Victoria vuelve al mostrador del office, levanta el teléfono, se lo muestra y le habla en voz baja:

—Recién llamé a las otras terapias y a varios internos y en ningún lado contesta nadie.

Gonza se lleva rápidamente el dedo índice a la boca, lo mantiene cruzado sobre los labios y señala el baño. Victoria asiente con la cabeza y los ojos, pero vuelve a mostrar el brillo de unos instantes atrás y gira el cuerpo hacia la sala de los agudos. Gonza presiente lo que sucederá. Sabe que los tenues movimientos convulsivos que advierte en la espalda y los hombros de Victoria preceden un llanto inevitable. De inmediato le surge el deseo de acercarse. Entonces se pone de pie para cruzar la sala, pararse detrás de ella, hacerla girar y abrazarla.

Como hizo las veces que ella se angustiaba después de que se llevaban un bebé que había pasado varios meses en la sala.

Permanece quieto, callado, sintiendo cómo los espasmos y la respiración entrecortada de Victoria se le van infiltrando. Y él también llora. Un llanto sosegado, de ojos y dientes apretados, de inmovilidad, de incertidumbre, de terror. Se mantienen abrazados hasta que la mujer sale del baño y pregunta repentinamente qué pasó ahora.

Gonza se da vuelta. Busca algo para decir y, antes de que la mujer llegue al office, lo encuentra:

—Vicky me contó de Valentina.

La mujer se sienta.

—Un desastre esta porquería de mierda —exclama.

Gonza cruza la sala para quedar de pie frente a la cuna de Valentina. Treinta, cuarenta segundos, hasta que suspira con fuerza, saca el celular, camina hacia el fondo y llama al de su hija.

No le contesta. Insiste. Espera mirando desde el fondo. Intenta dos llamadas más y vuelve al office.

Victoria va a la sala del medio. La mujer permanece en la silla, protestando en voz baja, de frente a Gonza, que se ubica en el piso, en el mismo lugar de antes, con las piernas estiradas y el teléfono en la mano

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