—Sacá ese cajón de muerto de la habitación.
Ninka miró a su alrededor. La bandeja humeante, el aire frío y los vasos descartables desolados sobre la mesa de plástico, el murmullo de las enfermeras en eco con el ruido de los conductos de ventilación, los medicamentos amontonados, el pequeño resplandor de las sábanas llenas de apresto y la sutil bruma urbana que se suspendía sobre los rascacielos, hacían que la mañana se elevara y flotara por encima de las penumbras del hospital, en una serena quietud de cementerio.
—Y cerrá bien la ventana, que ya empieza el otoño, y en otoño las cosas se mueren.
La ventana ya estaba cerrada, pensó Ninka, pero aún así caminó hacia la esquina más alejada de la habitación, para ver qué tan firme estaba puesta la traba. Firme, sí. Efectivamente cerrada. Esperó.
—¿Las velas están apagadas?
Asintió.
—¿Y la televisión encendida?
—También.
—No podemos correr riesgos.
—Lo sé, abuelo.
—En el otoño… en el otoño debemos tener mucho cuidado—agregó él, serio, con la respiración exasperada. Sus piernas raquíticas flotaban sobre las sábanas, piernas atectónicas, descarnadas, que surgían del pañal como palitos de chupetín, y la rareza era, justamente, que un esqueleto tuviera un pañal. Un esqueleto no debería seguir teniendo funciones vitales, pensó Ninka. El pañal estaba inflado de orín y lucía como una gorra de baño sobre su minúscula cadera. Apenas pesaba treinta kilos, pero en su etérea fragilidad todavía conservaba suficiente fuerza como para gritar sin voz y patalear sin piernas. No quedaba otra opción más que preguntarse qué era lo que lo sostenía con vida: el dominio del cuerpo estaba perdido, pues aunque quisiera, la motricidad se había desvanecido, así como la capacidad para defenderse de una sábana que lo enredaba, de una vía que se le enroscara, o de una media que le apretase el pie. La dimensión espacial también se había enrarecido: creía estar en un lugar en donde no estaba. La única dimensión que quedaba intacta era la del tiempo, y su registro.
—Vamos a mi escritorio.
—En unos días, tal vez…
—Llevame, Ninka. ¡Trajeron el cajón de muerto para darme un empujón! Y en vez de tanta pavada, ¿por qué no sacás las hormigas y las cucarachas? Me miran, me miran y me miran, ¡expectantes, todas ustedes!
Ninka apretó el borde del acolchado con los dedos.
—Sacalas de ahí.
—¿De dónde?
—¡Y sacá el cajón de la habitación, carajo!
—Pero es muy pesado, abuelo. Aunque quisiera, no podría arrastrarlo yo sola…
—Inútil, tarada—gruñó, con una voz apenas audible, donde la ira era más contundente que la materialidad del grito—. Inútil, tarada y quejosa, igual que tu madre.¡Ti menia dostal!
—Bueno, basta. No empieces a hablarme en ruso.
—¿Podrías hacerme el favor de dejar de hablar? Ya no quiero escucharte.
Ojos ausentes, mirada sin lazo, labios grises y temblorosos. Alguna vez había sido un escritor maniático y arrogante, un marqués que hubiera dado la vida por un incunable y un foulard de seda; una central energética tan potente que hasta podría haber iluminado una ciudad entera…Pero ahora, en los confines de su cuarto de hospital, contaba las horas usando la televisión como reloj.
Ahora, esperaba.
No sin culpa, Ninka se preguntó qué pasaría si el cuarto no tuviese televisión. ¿De qué se agarraría su abuelo como marcación del tiempo? ¿Acaso sería el tiempo y su maniático control lo que lo sostenía con vida? ¿Qué había en ese agónico transcurrir que aún en un cuerpo sin entidad corpórea lo aferraba tan despiadadamente a la vida? ¿Acaso domar al tiempo sería su última gesta?
—¿Vas a cerrar la ventana? ¿O también tengo que esperar a que me lleve el viento?
Ninka suspiró y simuló cerrar la ventana otra vez, contemplando las hojas secas—rojas, verdes y otras de un radiante amarillo en descomposición—que levitaban como insectos alados a través del vidrio polvoriento, esparciéndose por el aire en forma de plumas.
—Y traéme el Floratil.
—¿El qué?
—El Floratil—repitió él tras un breve silencio, tratando de echarse hacia adelante con mucha dificultad. No puede hacerlo, pensó Ninka, es un esclavo de su debilidad. Sacudió la cabeza, con la mirada dispersa y vencida—. ¡Que me des el Floratil! ¿O acaso no entendés castellano?
Floratil, se dijo Ninka a sí misma, como los pétalos helados de las flores de invierno o el plástico azul que encerraba a las burbujas de soda. Buscó entre la ruina de medicamentos.
—Acá no está.
—Quiero sentarme—dijo él.
Exigida por su demanda y por lo iracundo de sus órdenes sin voz, Ninka se esforzó y usó todos los recursos a su disposición para sostener a ese cuerpo inerte, de marioneta desarticulada. Hizo topes, lo construyó como a un templo, con almohadas, montículos de mantas y sábanas abolladas. Una vez parapetado, Ninka le acercó la mesa hospitalaria y plantó sus decrépitas manos encima, como si fueran dos vasos. Así quedarían, pensó Ninka, inmóviles. Luego recreó el paisaje de su escritorio con posavasos, fotos, anteojos, y audífonos.
—¿Estás mejor?
Pero su abuelo ya no la escuchaba; ahora movía la punta de sus dedos azulados resueltamente sobre el aire, escribiendo sobre un amplio teclado fantasma. La mano izquierda se mantenía firme en la misma posición, mientras que la derecha se deslizaba de un lado al otro y el pulgar derecho presionaba hacia abajo, pulsando la aparente barra espaciadora con ansiedad: un fluir constante, a golpe de carro, que parecía flotar y disolverse en un universo paralelo. ¿Cuál sería la trama secreta que su abuelo escribía?, pensó Ninka, tratando de deducir cuáles eran las teclas correspondientes a qué letra. Y de pronto, él se detuvo. Ninka contempló sus viejos ojos moribundos, que se entrecerraban adormilados como si oliera flores en una escena de Gritos y Susurros.
—¿Qué escribís?
Sonrió.
—Mi último libro…para vos, Ninka, mi nieta más incomprendida, quien todavía no conoce el amor.
Sus manos cayeron en su regazo y miró hacia la ventana. Las escaras en sus tobillos brillaban con lúgubre luminosidad.
—Sí que conozco el amor—afirmó ella, mordiéndose el dedo índice—. Estuve enamorada, abuelo, y más de una vez.
Continuó tecleando en el aire, con los hombros caídos y encorvados. Ninka pensó en lo marchitas que estaban sus uñas y cómo a la luz neblinosa de la habitación parecían estar hechas de hielo. Las escaras violáceas se reflejaban titilantes: sus dedos de escritor, gusanos luminosos, escarcha en la mañana.
—¿Alguna vez te mencioné al hombre que se metió adentro de mi cuerpo? ¿El gastroenterólogo? Acaba de llegar de Barcelona. Allá trabajaba en un hospital de excelencia, a ras del agua. Su laboratorio estaba lleno de estómagos que colgaban en suspensión…
—Pero…
—Ne preryvay menya, Ninka.
Un silencio.
—Es tan talentoso que saca los estómagos de los cuerpos, los opera y luego los vuelve a colocar. Y es tan, tan bueno que los estómagos ni siquiera sangran.
—¿Cómo el Dr. Frankenstein?
Asintió con la cabeza.
—También daba un taller de música islandesa para pacientes terminales, pero renunció hace poco porque los moribundos lo explotaban.
—¿Te midió el azúcar?
—Se metió adentro de mi cuerpo, te dije.
Desvió la mirada, irritado.
—¿Podes cerrar la ventana? Tengo frío.
—Está cerrada, abuelo.
—¿Y la cortina? ¿Podes correrla un poco hacia la izquierda?
—Sí, puedo.
—No me gusta esperar.
—¿Qué estás esperando?
—El silencio de la muerte, entre otras cosas más pequeñas.
—¿Te da miedo?
—No, pero me preocupa no poder oírla.
—Volvamos al libro—interrumpió Ninka, seca—. ¿Estás escribiendo sobre el gastroenterólogo, abuelo?
—Sobre él y sobre vos. Sí.
Volvió a teclear, esta vez dejando sus dedos de hielo suspendidos en el vacío.
—Deberías conocerlo.
—La otra noche entró en mis sueños—dijo ella, mirándolo de reojo con un gesto provocador.
—¿El médico? ¿Estás segura?
Ella asintió.
—En mis sueños.
—Sueños…
—No alcancé a definir la estructura de su rostro—siguió, al ver que él no reaccionaba—. Pero más allá de sus rasgos borrosos, recuerdo la extraña forma con la cual sus ojos me atravesaron, y como yo, a la vez, me acostumbré tan inmediatamente a esos ojos llenos de vacilaciones. Vacilaciones, digo, porque había algo en él que me enloquecía. ¿Es posible conocer a alguien en un sueño? ¿Conocerlo verdaderamente? ¿Y más aún, que esa persona te deslumbre en su inexactitud? Eso pensaba. Yo no era yo, y él no era él. ¿O sí? ¿Acaso habrá sido nuestro reflejo en esencia? Fue todo muy confuso, abuelo, tanto como esos sueños que uno desconfía de estar soñando. Y recuerdo que, al despertar, tuve una sensación tan encantadora como desconcertante.
Su abuelo movió la cabeza lentamente, como si ya lo supiera, e hizo un gesto débil con las manos. Ninka le acomodó la almohada y cubrió sus pies desnudos con una manta. De cerca podía sentirlo; su aliento cavernoso, que despedía olor a huesos y dalias negras. El olor del sanatorio no era particularmente agradable, pero ese aliento terminal tenía algo trágico y florido a la vez, como aletas de tiburón surcando el agua.
—Te está buscando, Ninka. Te busca tanto como vos a él, aunque todavía no lo veas. ¿No me crees?
Afuera, las hojas secas giraban en círculos y trapeaban los cristales de la ventana.
—No sabía que además de cuidarte, tenía la capacidad de teletransportarse.
—En efecto. Es un médico poético y altamente competente. Juntos podrían tenerlo todo, todo, si lo quisieran. ¿Acaso la muerte no deja sus restos? ¿Acaso el amor no vale la pena? Entre la marea de personas, algunos nos encontramos—de pronto alzó la mirada y se detuvo—. ¡Ahí está! ¡Otra vez! Es el perro blanco y negro que vuela por el aire acondicionado…¡con una computadora en la boca! Decile que se vaya, Ninka, que no me interesan sus plegarias.
—No lo veo.
—Sólo sale de noche. ¡Decile que se vaya! ¡Que se vaya, carajo!
Ninka revoleó su campera inflable por los pequeños rincones del cuarto blanco, haciendo como que espantaba al perro alado.
—¡Shu!—gritó, dando vueltas en círculo—. ¡Shu! ¡Shu!
Él arqueó las cejas y la miró desesperadamente. Sus ojos eran como pozos, como planetas, como manzanos. Y Ninka notó que sus dedos habían dejado de teclear.
—¿Qué pasa?
—¿Pasar?—repitió él, largando una risita burlona—. ¿Qué más me puede pasar a mí, excepto morirme? Ya terminé.
Estiró su frágil brazo derecho entre temblores y un suspiro alargado y sostuvo las páginas invisibles de su manuscrito, como si fuera la última gota de su ya cadavérica existencia.
—Quiero que lo leas.
Ninka sostuvo el manuscrito con las manos y ojeó las páginas invisibles animadamente, recorriéndolas de a poco con la yema de los dedos hasta detenerse en una en particular. Mientras tanto su abuelo la observaba con la cabeza inclinada, como si estuviera haciendo algo insólito. Ninka se sintió insegura de sus movimientos, pero aún así leyó las páginas invisibles. Asentía con la cabeza, se mordía el labio inferior, levantaba las cejas. En un momento se detuvo, mostrándose iluminada.
—¿Y? ¿Qué te pareció?
—Hay un sutil encantamiento y un tono extrañísimo, sin duda…pero no entiendo por qué los personajes están tan unidos y sin embargo eso no tiene consecuencias en sus vidas.
—Es una historia de amor, y el amor es intraducible; sacude y desordena. Lo que pueda llegar a pasar, todavía no lo sabemos.
Ella asintió y por un instante se miraron fijamente, a través de las generaciones. Entonces sonó el celular. Dos, tres, cuatro veces. Ninka miró la pantalla y revoleó los ojos.
—Hola, mamá.
Salió de la habitación y cruzó al pasillo. Estaba vacío, todo muy vacío, pero aún así se podía oír el murmullo de las conversaciones de las enfermeras, que revoloteaban divertidas a lo largo de la unidad de terapia intensiva. Sobre la puerta había un cartel de plástico barato que decía: visitas permitidas hasta las 21 hs.
—¿Cómo anda todo por ahí? ¿Tiene los pañales puestos?
—Sí.
—¿Y cuánto está pesando? ¿Sabés? ¿Qué le dieron de comer?
—Todavía no llegó la comida.
—Acordate de que es diabético, Ninka.
Ninka exhaló. Se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo respirando el olor que reinaba en los hospitales. A caca, desinfectante y llanto.
—¿Qué dijeron sobre la posibilidad de trasladarlo a un centro de cuidados paliativos? ¿O es mejor que lo dejemos ahí, internado? No quiero que esté en el hospital haciendo la plancha.
—No sé, mamá.
—¿Y cómo lo ves hoy? ¿Delira?
—Un poco.
—¿Podrán darle algo para aplacarlo?—hubo un silencio—Tu abuelo ya no sabe si está internado, en su casa, o adentro de un cuento de Lewis Carroll.
—Entonces dejémoslo ser. Lewis Carroll tampoco está tan mal.
—Ah, y fijate que no le den pescado, Ninka, que la otra vez quedó impactado con una espina trabada en el esófago…
—¿Una espina? Me abrumás.
—¡Ninka! ¡Ninka!—escuchó gritar desde la habitación.
—Ya voy, abuelo.
—Hormigas. ¡Está lleno de hormigas! ¡Mientras que vos estás en guerras menores aquí ellas me invaden y caminan por las paredes, agrupándose en un gran ejército de combate!
—Me tengo que ir, mamá.
—¿Adónde? ¿Qué le pasó ahora?
—Está nervioso.
—¿Nervioso? ¿O descompuesto?
—¡Ninka! ¡Las hormigas están formando escrituras asquerosas sobre la pared!
—¡Ahí voy!
—¡Quiero que las saques! ¡Ahora, Ninka! Antes de que queden grabadas para siempre.
—Bueno, después seguimos, mamá.
—¿Estás segura de que el pañal no le irrita la cola?—una pausa—¿Y su temperatura?
—Ya, ya.
—Contame, ¿sí?
Ninka cortó el celular bruscamente y volvió a entrar en la habitación. Su abuelo permanecía inmóvil, pero sus ojos lucían más inquietos que hacia unos instantes. Analizó las paredes, se volvió hacia él, y dijo:
—¿Sabías que al caminar siempre miro para abajo, y pienso en las hormigas?
—¿Una superstición?
—No—respondió Ninka, simulando desviar las hormigas con los dedos—. Las esquivo, trato de no pisarlas. Y si accidentalmente lo hago, me siento culpable.
Él refunfuñó.
—Abrime el portón, Ninka—dijo señalando a la barandilla de seguridad—. Y guardá las botellas de vino, por favor, que se van a echar a perder cuando se apague la luz de la mañana.
Esbozó una mueca muda y sórdida.
—Buenos días—dijo la enfermera con su pelo rojo, rojo teñido, atado en un rodete algebraico. Es una linda chica, pensó Ninka, linda, suave y desapegadamente amorosa. Apoyó la bandeja con aspecto a comida de avión—el plato cubierto por un húmedo pedazo de plástico empañado—y se acercó a él con una sonrisa amplia y cálida, como su rodete, como sus botones nacarados—. Vine a traerle el almuerzo.
—¡Ah, bueno!—exclamó él amargamente, levantando la vista del plato y agitando sus escuálidas patas de pollo devorado—. ¡Eso es un sacrificio que pondero altamente!
Ninka sonrió, luego se puso seria.
—No pienso comer.
—¿Por qué no?
—¡Porque no pienso comer caca!
La enfermera vaciló.
—Es muy peligroso que no coma nada en el estado en el que está, señor.
—¡Más peligroso es el cuchillo que cuelga de tu cuello!
Ella bajó la mirada y frunció la nariz.
—Es un crucifijo, señor.
—No quiero, no quiero. ¡Evrey falshiviy! ¡Plojoy chelovec!
Ninka suspiró.
—En momentos como éstos, abuelo, sólo podemos digerir materia oscura.
—Materia oscura—repitió él, sacudiendo su decrépita cabeza plateada—. Materia oscura.
—Ahora vendrá a verlo el médico—agregó la enfermera, acomodándose el crucifijo con la punta de sus filosas uñas postizas, pintadas del color de la lavanda seca, y salió.
—Es lo mismo que le pasa a mi cuerpo, el médico lo sabe.
—¿Qué sabe?
—Que hay una masa desconsiderada. Las estrellas enanas son más débiles, y las gigantes son más brillantes que el sol.
Un silencio.
—¿El amor es gigante? ¿O es enano?—preguntó Ninka.
Él sostuvo la mirada a la intemperie.
—Un flujo en medio del desorden, con un fin inaparente u oculto. Ese es el orden del universo. Apagá la luz de mi escritorio, ¿sí? Y lavale los platos a la abuela.
De pronto se abrió la puerta. El gastroenterólogo entró a la habitación.
-Es él—dijo el abuelo.
*El publicista, escritor y experto en marketing argentino Luis Melnik falleció el 4 de junio. Viajero, lector, escritor, hombre de la cultura, ganador de varios Clíos y dos Konex, así lo despidió el especialista en publicidad Alberto Borrini: "Murió, hace unos días, Luis Melnik. Tenía 85 años. Fue un publicitario, un anunciante ejemplar. Cualquier lista de los cinco o seis profesionales que dejaron una huella profunda durante al menos cuatro décadas en la publicidad, las relaciones públicas, las comunicaciones empresariales y el marketing no podría, en justicia, evitar nombrarlo. Pero además Melnik fue directivo de grandes empresas en las que ascendió hasta ocupar cargos muy importantes, y por vocación se lució como historiador, investigador, consultor e inclusive escritor y periodista. Si la publicidad tuviese una bandera, debería estar a media asta en señal de tristeza y dolor".
_______
SIGA LEYENDO