América Latina, Estados Unidos, China y la advertencia africana

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FOTO DE ARCHIVO: El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente de China, Xi Jinping, se dan la mano después de hacer declaraciones conjuntas en el Gran Salón del Pueblo en Beijing, China, el 9 de noviembre de 2017.  REUTERS/Damir Sagolj
FOTO DE ARCHIVO: El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente de China, Xi Jinping, se dan la mano después de hacer declaraciones conjuntas en el Gran Salón del Pueblo en Beijing, China, el 9 de noviembre de 2017. REUTERS/Damir Sagolj

En 1996, en pleno momento unipolar de los Estados Unidos, Peter H. Smith en su libro Talons of the Eagle: Dynamics of U.S.: Latin American Relations hacía un detallado repaso de la postura estratégica de Washington respecto de América Latina en los 100 años previos. La principal conclusión que obtenía era la existencia de una lógica pendular entre momentos en donde la región absorbía gran interés y esfuerzos del poder americano y largas etapas en las que prevalecía un menor interés y preocupación. Para enfrentar la primera situación, se desarrollaba lo que en el lenguaje geopolítico se denomina una gran estrategia. En tanto que en el segundo caso imperaban más políticas burocráticas, y cada una de las grandes agencias federales de los EEUU llevaban a cabo sus políticas hacia Latinoamérica sin muy fuertes grados de coordinación y urgencia. En otras palabras, el autor afirma que desde fines del siglo XIX Washington vio el hemisferio como una zona dada o sea segura. La prioridad era, y es, evitar que una gran potencia extra regional haga pie en términos estratégicos y militares, poniendo en riesgo la seguridad nacional. Los dos ejemplos de esa reacción a una injerencia fueron en la década del 30 y luego a partir de los años 60. En el primer caso, el foco de preocupación fue la influencia política y económica de la Alemania nazi, aliada al fascismo italiano, en la Argentina y el sur del Brasil. Ello llevó al legendario presidente Franklin Delano Roosevelt a impulsar la política del buen vecino, en donde ordenó estrechar los lazos comerciales, diplomáticos y militares con la entonces poderosa Argentina. El mismo Roosevelt no dudó en hacer una visita oficial a Buenos Aires en 1936. Ese interés y necesidad de cuidar y cultivar la relación con nuestro país se extendería hasta 1942, cuando el mismo presidente estadounidense se encargó de buscar el mejor médico de ojos para ayudar al entonces mandatario argentino, Roberto Marcelino Ortiz, a evitar una pronta ceguera. Asimismo, los historiadores han registrado importantes y muy amistosas cartas entre ambos mandatarios: en algunas de ellas, escritas a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, el mismo Ortiz destaca la necesidad de que ambos países enfrenten juntos la amenaza antifascista. Un recorrido por ese etapa de la historia argentina, junto al fallecimiento de dos caudillos políticos como Alvear y Justo, dejan pocas dudas de que la salida del poder de Ortiz, por sus padecimientos de salud, cambió el curso de la inserción internacional Argentina durante y después de la guerra.

La victoria aliada en 1945 hizo que EEUU perdiera parte sustancial de su interés en la zona y pasara a focalizarse en la contención del comunismo soviético en Europa y en Asia, con el mandato estratégico de largo plazo de evitar el control de Moscú sobre Estados claves como Alemania y Japón. La debilidad del comunismo en nuestra región y en especial en la Argentina gracias al rol del peronismo como principal anticuerpo a esta ideología, tal como destacó el propio coronel Perón en su famoso discurso en la Bolsa de Comercio de Buenos Aires de 1944, hacían menos y menos prioritaria nuestra zona del mundo. Por lo tanto, entre 1945 a 1960, se volvería a lo que denominamos política burocrática. Pero la situación daría un dramático giro a partir de la transformación de la revolución cubana en un régimen marxista leninista dependiente en lo económico y en lo militar de la URSS. La crisis de los misiles nucleares soviéticos en la isla en 1962, uno de los dos momentos en donde se estuvo más cerca de una guerra nuclear en el periodo de la Guerra Fría, solo acentuaría la percepción de una amenaza clara y presente. En este contexto, el presidente John Fitzgerald Kennedy volvería a la lógica de gran estrategia, esta vez denominada Alianza para el Progreso donde se combinaría aliento al comercio e inversiones de EEUU, impulsar a los países de la región a tomar medidas sociales y de reforma agraria que le sacaran argumentos de agitación al comunismo y un mayor entrenamiento y cooperación en la lucha contra insurgente y revolucionaria. El asesinato de Kennedy y otras urgencias de Washington, como fue la larga y desgastante guerra de Vietnam, motivó que estas políticas fuesen perdiendo impulso excepto en las ligadas a las prácticas de contrainsurgencia. El colapso político, económico y social del imperio soviético a fines de los años 80 y la desintegración de la URSS en 1991 consolidaría el ingreso del sistema internacional a una etapa unipolar que recién 30 años después va asumiendo rasgos más multipolares.

En este escenario sin duda sobresale el ascenso de China, y lo que ha generado diversos análisis sobre la presencia de un nuevo mundo bipolar entre la potencia asiática y EEUU. Ya desde hace años Beijing es el primer o segundo socio comercial de la mayor parte de los países del hemisferio americano. En el caso de la Argentina, desde 2014 tiene bajo su control una base satelital en la provincia de Neuquén. Asimismo, sectores políticos con retórica anti EEUU de los países de zona ven a China como un aliado simbólico y material. Esa linealidad hace pasar por alto a la izquierda el contenido fuertemente capitalista de la economía china, que más de 380 mil jóvenes de ese país estudian todos los años en universidades americanas y que el comercio anual entre Washington y Beijing supera los 600 mil millones de dólares. En otras palabras, la supuesta izquierda anticapitalista latinoamericana termina alineándose al capitalismo del coloso oriental. Un punto central a remarcar son las diferencias de China vis a vis las dos amenazas extra hemisféricas que citamos previamente o sea la Alemania nazi y la URSS. En ninguno de esos casos esas potencias llegaron a acercarse o a igualar en PBI a los EEUU. De hecho, en el momento de mayor esplendor económico soviético en la década de los 60 y comienzos de los 70, su PBI alcanzaba a ser sólo el 40% del de su rival americano. Ni que decir del muy bajo perfil de la URSS en el entramado del comercio mundial y su bajísima interdependencia económica con el capitalismo occidental. Todo lo contrario de la actual China. Si en los 30 y los 60 el principal activo que ofrecían Berlín y Moscú eran sus cargas ideológicas, acompañadas de eventuales negocios y comercio, en el caso actual de Beijing se centra sobremanera en su poder financiero y comercial así como el atractivo para diversos dirigentes del tercer mundo de desatarse de la supervisión de la Justicia de los EEUU y los informes de Washington sobre derechos humanos y lucha contra la corrupción.

Por todo ello, estamos entrando a gran velocidad en un tercer capítulo, luego del caso nazismo y el comunismo soviético, de un Washington que pasará de una sustancial comodidad estratégica en el hemisferio a la necesidad de una gran estrategia que combine de manera armónica sus diversas agencias federales así como el rol y articulación con las empresas de origen americano que operan en la región. Pese a que la política estadounidense y en especial el sector del partido Demócrata han invertido y siguen invirtiendo enorme tiempo y esfuerzo en focalizar las criticas y alertas en Rusia y en Putin, pocas dudas caben de que el verdadero desafío estratégico es China. Los gobernantes de nuestra región deberán redoblar su inteligencia, prudencia y articulación de espacios de coordinación regional y subregional para saber moverse y salir lo mejor posicionados posible de esta puja entre titanes. Como dice un viejo proverbio africano, cuando dos elefantes se pelean quien más sufre es la hierba que pisan.