Jaime Bayly: "Yo amo a mi prima"

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Cuando tenía nueve años y mi madre me decía que había nacido para ser sacerdote y seguir los designios del Señor, me enamoré de una prima.

Se llamaba Irene. Era preciosa, un sueño, una diosa incipiente esculpiéndose a mis ojos. Tenía mi edad, era apenas unos meses menor que yo. Yo la veía, el pelo negro, los ojos almendrados, los labios juguetones, la mirada preñada de promesas y placeres, y quedaba arrobado, demudado, tieso. Era, lo supe pronto, un enamoramiento incurable, para toda la vida.

Sus padres eran médicos exitosos y, sobre todo, muy queridos. Su padre era, además, mi padrino, y a tan precoz edad me decía que yo había nacido para ser un intelectual, un escritor, alguien que viviría de su inteligencia, lo que por supuesto me halagaba bastante. Tenían una casa enorme en los suburbios y otra en primera línea frente a la playa, a media hora al sur. Era una playa de olas bravas, pérfidas, que metían miedo.

Me enamoré de mi prima un verano en esa playa. Mis padres vivían en el campo, a una hora de la ciudad, y, como yo estaba de vacaciones en el colegio, me mandaron a vivir un mes en la casa de playa de mis tíos. Fue el mes más feliz de mi vida. Me sentí libre. No me hacían rezar. No me llevaban a misa todos los días. Mis primos eran divertidos. Jugábamos fútbol, frontón. Se metían a correr olas, yo no tanto, el mar me daba miedo. Comía uvas verdes todo el día. También comía muchos plátanos como si fuera un mono famélico. Pero, sobre todo, conocí el amor en los ojos primero, y en las manos después, y en los labios de mi prima finalmente. Fue ella quien me educó en los vericuetos del primer enamoramiento sísmico. Fue ella quien me paseó por ese sendero zigzagueante nunca antes hollado por mí, quien me llevó a ese rosedal laberíntico, quien me inició en los juegos delicados y peligrosos del primer deseo sin frenos.

Cuando los demás bajaban a la playa, y mis tíos los médicos se habían ido a trabajar en la ciudad, mi prima me pedía que me quedara acompañándola para jugar juntos. Yo me sentía inmensamente halagado de que quisiera jugar conmigo. Era un niño tímido, ensimismado, lector. No conocía todavía los misterios insondables del deseo. Era completamente bobo en ese sentido, y en casi todos los demás. No sabía tocarme, darme placer. Venía de una familia religiosa en grado sumo, donde esas cosas no se hablaban ni se pensaban tan siquiera. Si me preguntaban qué quería ser de grande, decía sacerdote, obispo, cardenal, ministro del Señor, porque así me había educado mi madre. Hasta que mi prima me educó de una manera sutil y deliciosa que nunca podré agradecerle suficientemente. Con ella descubrí que mi cuerpo era sensible a su mirada y sus manos y sus labios, y que por eso, precisamente por eso, mis huesos y mis músculos y mis nervios no habían sido diseñados para la vida religiosa.

Mi prima me llevaba a su cuarto y me pedía que me sentara en su cama y, mientras ella doblaba y ordenaba su ropa, me decía que de grande quería ser una cantante famosa, o una actriz famosa, o una bailarina famosa, pero de todos modos una artista famosa, y que apenas terminase el colegio se iría a estudiar artes en Nueva York o Londres, y yo me quedaba deslumbrado, hechizado, y la admiraba profundamente, porque me parecía una criatura no del todo humana, tan bella y etérea que parecía un hada o un ángel o una mariposa de alas empolvadas, y ella me decía que yo también había nacido para ser un artista, y que nos iríamos juntos a vivir lejos y dedicarnos a ser famosos, muy famosos, y yo la miraba y sus ojos vivarachos eran mi norte, mi derrotero, y pensaba adonde ella vaya y quiera llevarme, iré feliz, sin reservas, porque ella es lo más lindo que he visto nunca, y una vida a su lado será siempre hermosa, insuperable, irreal.

Luego ella me fue educando en los juegos suavísimos de los tocamientos furtivos, con aires de indebidos, a mis ojos pecaminosos. Fue ella quien se quitó la ropa primero y puso mis manos en su cuerpo y me enseñó a tocarla. Fue ella, mi prima amada, quien me enseñó a besarla, y no sólo en los labios. Fue ella quien me dio valor entre risas cómplices para entrar a ducharme a su lado. Fue ella quien, finalmente, jugó con mi cuerpo, me miró como si yo fuera alguien tan bello e irresistible que merecía sus caricias y sus besos comedidos, fue ella quien me enseñó a erizarme, tensarme, estremecerme, desahogarme en sus manos pícaras. Fue ella quien me hizo traspasar los límites del pudor y la fe religiosa, y quien, al mismo tiempo, me dijo hasta dónde podíamos llegar y qué cosas no podíamos hacer. Ese verano con mi prima conocí el amor más sublime y me hice un hombrecito y escuché que me decía, susurrando, mientras me tocaba:

-Cuando seamos grandes, nos casaremos. Los primos pueden casarse. Pero no tendremos hijos.

Le pregunté por qué no debíamos tener hijos y respondió:

-Porque hijos de primos salen tontos.

Nadie sabía de nuestro amor, o todos lo sospechaban y nos dejaban tranquilos, pero era evidente que mi prima y yo queríamos estar juntos todo el día, y a veces también en las noches, porque ella me despertaba, y me pedía que fuese a su cama, y me metía en su cama y eran momentos tan espléndidos que no parecían reales, no podían ser reales, todo aquello tenía que ser un sueño, una alucinación, una quimera.

Nunca he vuelto a enamorarme tan perdida y completamente como me enamoré aquel verano de mi prima. Y, por supuesto, la he amado toda la vida y la sigo amando y ese amor no se extinguirá hasta el final de los tiempos. Ella fue la primera mujer que vi desnuda, la primera que besé y acaricié, pero, sobre todo, quien me enseñó a ser un hombrecito, a derretirme en sus manos, a terminar extasiado en sus manos y solo en sus manos, porque entrar en ella, asaltar sus más íntimos tesoros, era una empresa bucanera que me estaba vedada, prohibida, y sólo nos tocábamos y dábamos besitos y nos duchábamos juntos entre risas y ternuras y miradas de un amor tan luminoso y perfecto que parecía infinito y terminó siéndolo en efecto.

Nunca mis tíos me dijeron nada pero bien sabían que estaba enamorado de su hija. Nunca mis primos se mofaron de mí o hicieron escarnio de nosotros o me insultaron o pegaron o me prohibieron jugar con su hermana: me veían, creo, como un tontito manso, inofensivo, suerte la mía. No sé si mi madre, tan religiosa, se enteró o sospechó de que algo raro pasaba entre nosotros, pero el siguiente verano ya no me mandó a casa de mis tíos en la playa, y sufrí como un perro porque no podía ver a mi prima, y en aquellos tiempos no podía llamarla por teléfono ni escribirle, y una llamarada voraz ardía en mi corazón y consumía mis días trémulos, traspasados de amor por ella.

Aunque nos hemos seguido amando, y aun hoy estoy seguro de que la amo como no he sabido amar a nadie más, nunca quiso ella que hiciéramos propiamente el amor, y nuestro enamoramiento se confinó al territorio de las manos y los labios, porque ella siempre me recordaba:

-No podemos tener hijos. Saldrían tarados.

Yo a veces le decía en broma:

-O sea, saldrían parecidos a mí.

Muy raramente en los veranos siguientes mis padres me llevaron a la casa de playa de aquellos tíos tan queridos. Era casi imposible quedarnos a solas mi prima y yo. Cuando eso ocurría, nos encerrábamos un momento fugaz en el baño, o en su cuarto, o en una dependencia del servicio doméstico, y nos besábamos apurados y nos jurábamos que cuando terminásemos el colegio nos fugaríamos juntos a Nueva York o Londres y seríamos artistas famosos, muy famosos. Yo la quería de veras, ella era mi vida, mi pasión, mi futuro, mi destino, todos mis días adultos los pasaría con ella, de eso no tenía la menor duda, en ella y sus caricias y sus risas y sus besos cifraba mi felicidad, toda la felicidad que merecía y sobre todo la que no merecía.

A los trece años, escapé de casa de mis padres, harto de la educación tan severamente religiosa, y me alojé en un hostal de tres estrellas en un barrio tranquilo, cerca del mar, y encontré la manera de llamar por teléfono a la casa de mi prima una tarde en que ella recién llegaba del colegio religioso, y le dije dónde estaba, le rogué que viniera a visitarme, le dije que nunca más viviría con mis padres y que quería irme a vivir a su casa, a la casa de mis tíos, que eran sosegados, risueños y querendones como no podían ser mis padres, tan estrictos, y mi prima vino una tarde en una camioneta grande manejada por un chofer negro, y subió a mi cuarto, y vio las revistas porno que yo había comprado y las hojeó y estalló en risas, y luego hizo algo que nunca más una mujer, o una mujercita, porque éramos adolescentes, púberes, ha hecho conmigo: me quitó la ropa, se despojó de la suya, me puso su calzón y su sostén, me hizo pasar al baño, me maquilló y puso rímel y colorete que sacó de su cartera, y una vez que me convirtió en una chica, me besó, me tocó, me llevó de viaje nuevamente al nirvana, y me enseñó el sabor de la gloria una, dos y tres veces. Fue una tarde memorable que está grabada en mi corazón como un tatuaje legendario, imborrable.

Cuando ella terminó el colegio, cumplió su promesa y se fue a estudiar artes en Nueva York. Pero allí se enamoró de un griego y luego se fueron a vivir a Atenas y pasaron muchos años sin que nos viéramos. Ella no se hizo famosa, pero yo sí me hice mínimamente famosillo en la ciudad en que nací, y en otras, por salir en la televisión hablando de cosas políticas y haciendo entrevistas.

Muchos años después, ya ella casada y con hijas, tomé un avión en Barcelona y fui a visitarla a Atenas. Me dijo que no estaba enamorada del griego, su esposo, que se aburría con él, que soñaba con escaparse. Le rogué que nos fuésemos juntos a América y que cumpliésemos nuestro sueño púber, adolescente. Me dijo que era un loquito, un chiflado, que no podía fugarse conmigo ni con nadie, pues era esposa y mamá y tenía que cumplir con sus deberes de señora. Pero a mis ojos era mi prima, mi primita, el gran amor de mi vida. Yo le decía:

-Si Vargas Llosa se casó con su prima y fueron tan felices, y tuvieron hijos que no salieron tontos, ¿por qué nosotros no podemos ser felices juntos?

Recuerdo como si fuera ayer aquella tarde en Atenas cuando, sus hijas en clases de piano y actuación, su esposo en la oficina trabajando para multiplicar su dinero, mi prima me llevó a un apartamento donde pintaba cuadros, me quitó la ropa, me besó y acarició, me vistió de mujer con sus ropas coloridas, y me anunció:

-Hoy vamos a llegar hasta el final.

-¿Y si tenemos un hijo tonto? –pregunté, tan inmoderadamente feliz que sentía que iba a desmayarme o morir un poco.

-No me importa –dijo ella.

Sentí que el resto de mi vida serían fotos pálidas, mustias, comparadas con la belleza translúcida de aquella imagen, sus ojos feraces posados en los míos rendidos, que, a no dudarlo, sería eterna.

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