A las ocho de la mañana de este domingo, una multitud silenciosa avanzaba en fila hacia la Plaza de San Pedro, bajo un cielo nublado que no conseguía opacar el brillo de las columnas de Bernini. Entre ellos, hombres con mochilas de peregrino, mujeres con rosarios entre los dedos, familias enteras que hablaban en susurros. Desde la Via della Conciliazione se intuía que algo estaba a punto de comenzar, algo más que una misa. En el aire flotaba la expectativa solemne del cónclave que definirá el nuevo rumbo de la Iglesia Católica.
No era una Roma cualquiera. A cada paso, la presencia de las fuerzas del orden dibujaba un perímetro invisible pero evidente. Soldados del Ejército italiano, carabinieri apostados con expresión imperturbable, policías patrullando con movimientos ensayados. También, como una estampa detenida en el tiempo, dos guardias suizos permanecían firmes junto a los muros de la Basílica, custodios de un secreto que aún no se pronuncia.

“Muy bien, muy bien, tranquilo todo”, dijo Liliana Marek, residente mitad en Roma y mitad en Israel. “Usaron la cabeza. Hay mucha inteligencia. Mejor que la inteligencia artificial. Así que estoy segura: no puede pasar nada”.
Sus palabras se perdían entre las conversaciones en francés, alemán e inglés de los visitantes. Etienne Cadiou, llegado desde Brest, recorría la plaza con una cámara colgada al cuello.
“Se puede caminar por la noche sin miedo”, aseguró Cadiou, señalando cómo la seguridad envuelve a los visitantes.

Unos metros más allá, junto a una fuente donde los turistas se detenían a rellenar botellas, Johanna Handke, oriunda de Ratisbona, explicaba que la inquietud nunca desaparece del todo.
“Siempre queda una sensación latente, claro... Y al ver esos bloques de hormigón, aunque estén cubiertos de plantas, uno se acuerda. Pero durante las vacaciones trato de apartar esos pensamientos. Lamentablemente, cosas así pueden pasar en cualquier parte”.

Esa dualidad —entre la fe y el miedo, entre la solemnidad del rito y la vigilancia reforzada— define hoy a Roma. El Vaticano se prepara para una de sus ceremonias más herméticas y poderosas, y lo hace como lo ha hecho durante siglos: con símbolos, con vigilancia, con liturgia.
“La ciudad está tranquila”, dijo Joel Salvatore, turista italiano de Pisa. “Caminamos por todos lados, por el Vaticano también. Está todo bajo control”.

Y no era el único que lo pensaba. Dos hermanas escocesas, Wendy y Jenny Dogerty, hablaban mientras se tomaban una selfie con el fondo de la cúpula de Miguel Ángel.
“Hay presencia policial en cada monumento, en cada sitio turístico”, agregó Wendy. “Así que sí, muy seguras”.

El eco de sus pasos sobre el empedrado, el murmullo de plegarias en distintos idiomas, y el leve crujido de los uniformes al moverse componían una coreografía de vigilancia y devoción. Las calles de Roma, vestidas de historia y modernidad, acogían el preludio de un evento que, aunque marcado por la tradición, sucede esta vez bajo el signo del siglo XXI: cámaras, dispositivos, controles, inteligencia.
“Es mejor confiar en ellos. Esto se hace en silencio, como Dios. Sin que uno lo note, pero funciona”, concluyó Marek con una sonrisa que parecía saber más de lo que decía.
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