Caminan por los pasillos: con chamarras, mochilas y gorras. Van pensativos, cabizbajos, concentrados. Se mueven hacia las taquillas del Metro con la vista clavada en el piso. Echan vaho por la boca. Es la hora de ingreso y van a prisa. En los alrededores no amanece todavía, pero en la Línea 12 la ciudad ha despertado.
Su color distintivo es el oro —identidad gráfica para celebrar el Bicentenario de la Independencia de México—. Todos los días transporta aproximadamente 450,000 personas que, posiblemente, jamás imaginaron recorrer, en sólo 22 minutos y de una punta a otra, una ciudad, que hace 100 años apenas comenzaba a levantarse.
El 30 de octubre de 2012, el entonces jefe de gobierno de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard, se convirtió en el primer pasajero de la Línea. Viajó en un tren formado por varios vagones entre las estaciones Tláhuac y Mixcoac.
Ebrard —hoy canciller de México— había abordado en la estación Tláhuac, en cuya parada se había verificado la ceremonia inaugural. Lo acompañaron en aquel viaje Miguel Ángel Mancera y Cuauhtémoc Cárdenas.
Para ese entonces, aquel tramo era una zona de aglomeraciones y desplazamientos lentos. La neurosis provocada por el tránsito era un eterno tema de moda. Existían los microbuses; sin embargo cualquier obstáculo sobre la vía provocaba retrasos que podían durar hasta horas. Ebrard avisó que todo eso terminaría.
Pero aquel sueño, que vislumbraba la modernidad, se convertiría cíclicamente en la peor pesadilla de los usuarios. Cuando la fila para comprar un boleto los obligó a una espera de hasta cinco minutos. Cuando al llegar a la escalera eléctrica en Ermita iniciaba una batalla álgida por agarrar un escalón o al abordar el Metro en Atlalilco se descomponía el aire acondicionado y una suerte de olores inundaba el vagón.
Por la mañana, la anatomía de los usuarios podía conseguir formas increíblemente aeróbicas para acomodarse en el espacio mínimo, donde en situaciones anormales no cabe ni el aire.
La estación Insurgentes era la síntesis de una pista de baile, donde los observadores podían apreciar cómo se ejecutaba una especie de vals invisible. Decenas de cuerpos que se movían fluidos en línea recta y diagonal: tres pasos, pausa, adelante.
Los novios coordinaban con precisión el encuentro cotidiano: último vagón a la izquierda. Los apresurados ya ni calculaban la puerta que los llevaría a la escaleras, ya lo sabían.
Se impusieron normatividades espaciales al desplazamiento y secciones dividas por género: caballeros por un lado y damas por otro, para que las mujeres dejaran de sufrir manoseos discretos o descarados.
Poco a poco la Línea Dorada fue desplazando en amplia medida el uso de los transportes públicos tradicionales. Hasta 2014, cuando la obra presentó fisuras. Entonces, los RTP, que pararon inútiles en los deshuesaderos, regresaron como alternativa para el desplazamiento de los usuarios. “Cada vez está más cabrón”, se quejaban.
En cada parada, abundaron los puestos de quesadillas, tlacoyos, gorditas, tacos de canasta, mochilas y audífonos. Camiones que iluminaban su interior con focos fluorescentes que se detenían cada cinco minutos. Cuando la desesperación era tal, todo terminaba a mentadas o a golpes.
Al filo del 2018, y en el corazón de una de las ciudades más complejas, cualquier perspectiva sobre la Línea Dorada, la más moderna y costosa de la historia, resultaba una ficción especulativa. Se habló de nuevas rutas de la Línea: proyectos iban y planes venían.
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