
Tomó cerca de sesenta días para que los casos reportados por Coronavirus (SARS-COV2) se elevaran de un caso a 18,000, del 29 de febrero al 30 de abril. Y en solamente veinte días esta cifra se triplicó a cerca de 57,000 casos al 20 de mayo. Ya estamos en la “nueva normalidad”. Las contradicciones y titubeos de la autoridad para plantearle a la sociedad mexicana la importancia de la “sana distancia”, las giras gastronómicas del Presidente, invitando a los mexicanos a salir en familia y a no temerle a los besos y abrazos, fueron marcando un tono de displicencia desde la más alta esfera, quizá como una estrategia para contener el impacto económico previsible de una inminente “cuarentena”. Dos días después de su última invitación a salir, nos presentaron a “Susana Distancia”.
Comparando la pandemia de 1918, la llamada Fiebre Española con la actual, los resultados son abismales, pero las medidas sugeridas para contenerla son casi iguales: evitar conglomeraciones, saludo “higiénico”, cubrirse la boca y no escupir. La diferencia del impacto de una y otra, sin embargo, es brutal. Hace 100 años murió cerca del 10% de los enfermos, que fueron cerca de la tercera parte de la población mundial, que en aquellos tiempos era de 1,500 millones de personas. Enfermaron entonces 500 millones de personas y murieron 50 millones en todo el mundo. Murió 3.3% de la población mundial. ¿Por qué no ha sido tan letal, comparada con la pandemia de 1918? Quizá porque la historia genética humana es más fuerte, porque los desarrollos en salud en todo el mundo son indiscutiblemente mejores hoy que hace cien años, y también porque el mundo, hoy más global, comparte anticuerpos más diversos que los que había en 1918. Sea como fuere, también es cierto, que la mejor información, la mayor cultura de salud y las mejores comunicaciones, le permiten al mundo implantar medidas de contención y mitigación de los efectos pandémicos con mucho más éxito que antes.
El confinamiento, la sana distancia, y las recomendaciones de lavarse las manos, nos dan el beneficio indudable de salvar vidas. ¿Pero cuál es el costo? ¿Cuánto está costando salvar vidas? México ha reportado al menos 26,000 muertes confirmadas por COVID-19. Más allá de la duda que podamos tener de los decesos por neumonías atípicas o de casos no confirmados, el impacto en muertes es mucho menor a las que observamos por enfermedades del corazón cada año, que son cerca de 150,000, o por diabetes, que son aproximadamente 100,000 anuales. Una pregunta legítima nos puede surgir. ¿Acaso no estamos pagando un precio muy alto por salvar vidas? ¿No podríamos también, en el nombre de “salvar 21,000 vidas” al año, forzar a que la gente haga ejercicio regular? ¿O no podríamos también prohibir o regular la venta de azúcares y carbohidratos, para evitar muertes? ¿O qué tal también prohibir manejar autos para que la gente no se accidente? No hay almuerzos gratis.
El costo económico de salvar vidas por COVID-19 está siendo alto, se calcula que más de 4 millones de mexicanos –del sector formal e informal- están perdiendo su fuente de ingreso, y que miles de empresas están siendo “obligadas” a cerrar para evitar contagios. Si la economía cae 7% como se estima, el costo de esta contención será de unos 16,000 por mexicano, de unos 64,000 por hogar, o de aproximadamente 2 billones de pesos. Exactamente, un billón novecientos veinte mil ochocientos veintiocho millones de pesos. ¿Cómo cuánto es esto? Solamente para dimensionar el tamaño del impacto económico en nuestro bienestar, veamos la siguiente tabla:

¿Habremos sacrificado cerca de 2,000 hospitales de alta especialidad? ¿Cuánto tiempo llevará recuperarnos de este costo? Por el bien de 30 millones de jóvenes en edad de trabajar, que sea pronto. El bono demográfico se está consumiendo, y lo que está verdaderamente en juego es nuestra viabilidad potencial para no terminar siendo una nación de población adulta mayor creciente y pobre. Hay más preguntas que respuestas para lo que viene, lo que es un hecho es que debemos dar pasos gigantes para que los jóvenes adquieran cada vez más responsabilidad sobre su destino. Más libertad individual, mayor solidaridad y subsidiariedad con los que menos tienen, pero también un Estado donde todos contribuyan equitativamente para su desarrollo.
*Investigador Universidad La Salle
Lo aquí publicado es responsabilidad del autor y no representa la postura editorial de este medio
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