‘El álbum blanco’, el libro donde Joan Didion decidió escribir un relato sobre Cartagena y su deseo de quedarse en Bogotá

La norteamericana, fallecida el pasado 23 de diciembre en Manhattan, fue considerada una de las plumas más brillantes de la década de los 60, periodo en que hizo una fuerte crítica a varias sociedades de su país, como la californiana

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Joan Didion (Getty Images)
Joan Didion (Getty Images)

1967 fue el año en que Gabriel García Márquez lanzaría la primera versión oficial de su obra cumbre, Cien años de soledad. A lo largo de sus 471 páginas, describe palmo a palmo los paisajes macondianos que abrasaban al lector así estuviera contemplando el libro en clima frío.

Precisamente, ese sol inclemente de Macondo y que podría asociarse al de las tardes de cualquier departamento de la costa atlántica fue el que, en un principio, atrajo a la norteamericana Joan Didion, quien realizó 12 años después de publicado el texto que llevó a Gabo hasta el Nobel, ‘El libro blanco’, un compendio de ensayos escritos como periodista y amante de los paisajes propios y ajenos a aquellos de la cultura norteamericana.

En 1973, Didion aterrizó en la capital del país luego de un afiebrado viaje por Cartagena. No tuvo afán en irse, simplemente llegó a su cabeza, de manera intempestiva, los paisajes de la ciudad situada sobre la cordillera de los Andes y lo bien que le sentaría la capital del país: estaría más cerca de la prensa de su tierra natal pese a que diarios como el New York Times y el Miami Herald llegaban con uno o dos días de retraso, pero no importaba porque tenía a la mano el hecho de poder comunicarse por teléfono con Los Ángeles en menos de 10 minutos y el dinamismo que no tenía en la amurallada ciudad.

“En mi habitación de Cartagena me despertaba con la blanqueada mañana costera y me encontraba repitiendo en voz baja ciertas palabras y frases, un encantamiento: Bogotá, Bacatá. El Dorado. Esmeraldas. Agua caliente. Consomé de Madeira en frescos comedores. Santa Fé de Bogotá del Nuevo Reino de Granada de las Indias del Mar Océano”, relató Didion previo al vuelo que retrasó cuatro días más, pues el lento transcurrir de los días costeños impidió volar antes.

Por aquella época Nelson Ned estaba en furor en casi todas las discotiendas bogotanas, y este hecho no pasaría desapercibido para ella, como tampoco pudo soslayar la relación de esa Bogotá de la segunda mitad del siglo XX con el discurrir de la época colonial, mencionando escenarios como la Iglesia de San Francisco, ubicada en plena carrera séptima con Avenida Jiménez. Tampoco evadió los vericuetos ambulantes que, para su novedad, vendían cigarros cubanos y americanos.

“Más tarde, en el Museo del Frío del Banco de la República, miré el oro que los españoles abrieron para conseguir las Américas, la visión de El Dorado que iba a animar un siglo y se cree que comenzó aquí, en las afueras de Bogotá, en el lago. Guatavita”, añadiendo incluso que historias como la leyenda del Eldorado le parecían tan difíciles de creer que hasta llegó a decir que sonaban a fantasías que hasta los niños podrían haber inventado, al mismo tiempo que citaba el icónico comienzo de Cien años de soledad, en el que “muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

Su estadía en el Hotel Tequendama, en medio de agua caliente las 24 horas y los baños adornados por rosas fue recordada con la misma intensidad que sus reuniones en el barrio Chicó, donde un joven le confesó que “España envió a toda su alta aristocracia a América del Sur”, afirmación que le pareció tan irreal como los relatos precolombinos. Y así, con detalle pero siendo incisiva en el minuto a minuto de su visita y no se le escapó el hecho de que fue mencionada en el diario El Espectador como una turista más, sabiendo que eran varios los estadounidenses que transitaban las fascinantes calles céntricas.

“Del tiempo que pasé en Bogotá recuerdo principalmente imágenes, imborrables pero difíciles de conectar. Recuerdo las paredes del segundo piso del Museo Nacional, blancas y frescas y llenas de retratos de los presidentes de Colombia, una gran cantidad de presidentes. Recuerdo las esmeraldas en los escaparates, colocadas casualmente en bandejas, todas ellas extrañamente pálidas en el centro, de alguna manera regadas, frías en el mismo corazón donde uno espera el fuego. Pregunté el precio de uno: “Veinte mil estadounidenses”, dijo la mujer”, evocando su lectura del diario El Tiempo donde se mencionaban las intenciones de Gustavo Rojas Pinilla de tomarse el poder como Perón mientras, paralelamente, la fiesta se apoderaba de muchos capitalinos y hasta su recorrido por las minas de sal de Zipaquirá con un detalle que, en Latinoamérica, podría asimilarse al de Mario Vargas Llosa o, a un Mario más colombiano y actual: Mendoza.

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