La primera foto de Cabaret es majestuosa. La última, desoladora y escalofriante. Entre ambas puntas del musical que esta noche estrena en el Liceo y que Teleshow pudo ver anoche en un preestreno exclusivo, se monta el espectáculo más deslumbrante que se pueda exhibir en la ciudad de Buenos Aires. En un año de recesión y crisis, con el ámbito teatral especialmente afectado por la baja de espectadores, la apuesta de producción de Gustavo Yankelevich es doblemente meritoria, desatacada y agradecida. Traer a un escenario porteño un show artístico de semejante nivel de realización merece todos los aplausos.
Todos sabemos que quienes firman los créditos de esta nueva puesta porteña de Cabaret son excelentes en cada uno de sus rubros. Debían ir por lo excepcional y lo lograron, con un grado de entrega superlativo más allá de la sumatoria de sus atributos para un hecho colectivo que en la suma resulta impecable: también se nota allí un desafío claro de superación personal y profesional, aquello de ver "hasta dónde les da la cuerda" de la cual tirar a cada uno; poniéndole el cuerpo a riesgo de perder. Quien lo asume, siempre, sólo tiene todo por ganar, indefectiblemente.
Florencia Peña y Mike Amigorena son la muestra más clara de ello porque son los protagonistas y se exponen al máximo en esa búsqueda. Ella ya demostró hace mucho que es una artista completa como pocas en este país. Aquí no le toca un personaje humorístico, la vena más notoria y de satisfacción inmediata en el impacto buscado, entonces para componer a su Sally Bowles (personaje emblemático del musical que catapultó a la mismísima Liza Minnelli) bucea en profundidades más complejas, más oscuras y comprometidas.
El resultado es abrasador; no solo deja el cuerpo sino que entrega el alma. Es mucho más valorable cuando los actores salen de su "zona de confort" y aquello que saben les sale de taquito. Sólo pareció, por momentos, que se estaba exigiendo demasiado la voz al "gritar" algunos fragmentos de sus imponentes cuadros musicales, algo que seguramente regulará con el avance de las funciones. Pasa que es una actriz que canta, no una cantante, entonces al componer, al actuar y comprometerse, la identificación es enorme y el grito sale del alma de Sally más que de la voz de la actriz.
Tanto ella como Mike Amigorena logran aquí los mejores trabajos de sus carreras. En esto hay un común denominador y no es casual: se llama Claudio Tolcachir. El director de actores es el gran plus de esta versión de Cabaret, y de eso se impregna todo el trabajo actoral del elenco, desde los protagonistas hasta el último actor del reparto. La criatura que compone Amigorena es realmente impresionante: seductor, sexual, despojado, exacerbado, patético, misterioso y hasta terrorífico, por momentos clown, por momentos titiritero de todo lo que sucede allí. Algo nervioso al comienzo, luego, una vez que se apodera de su personaje, el maestro de ceremonias Emcee, el espectáculo es suyo.
La anécdota es conocida: en ese cabaret de Berlín en 1930, plenos albores del nazismo en Alemania, la libertad que se respira en el Kit Kat Klub es un vértigo hermoso. Por eso el contraste con el final, frente a la llegada del régimen más brutal y asesino de la historia, cuando todo desaparece. Las luces, el brillo y la locura de vivir dan lugar al despojo del horror. Brillantes momentos de la puesta de Alberto Negrín.
Todos los rubros son de excelencia. En el elenco, Juan Guilera tiene su primer protagónico, y deberá trabajar mucho para emparejarse al resto: las bellas estrofas de las canciones de su personaje fueron prácticamente quitadas ya que casi no canta, y para darle carnadura a su Bradshaw quizás necesite horas extras de ensayos. En las antípodas, es merecidísimo regreso a los grandes escenarios para Graciela Pal, una primera actriz de este país que se luce en cada gesto y canta hermoso. Sin embargo, hay una repetición de cuadros con su partenaire, que terminan agotando. De todos modos, aplausos de pie para ella. También para Alejandra Perlusky. Gran figura de musicales, el momento en que entona el himno nazi pone la piel de gallina y promete llevarse aplausos y ovaciones con el rodaje de las funciones. Rodrigo Pereira y Cintia Manzi completan un elenco homogéneo.
Nada de lo que los actores logran sería posible sin un equipo que está en cada detalle con un oficio y un talento descomunales: Renata Schussheim en el vestuario, Gustavo Wons en las coreografías, Mariano Demaría en la puesta de luces y Gerardo Gardelín dirigiendo la orquesta consiguen que la magia suceda, que entremos en un todo a ese cabaret deslumbrante (toda la platea del teatro Liceo se modificó para conseguirlo) y que salgamos modificados del teatro; acaso la mayor virtud que el teatro pueda lograr y no siempre consigue. Que nos hagamos preguntas, que nos escrutemos internamente, que nos imaginemos en medio de los fantasmas de esos seres si estuviésemos en su lugar. Cabaret nos sacude; la vida es un cabaret, nomás. Con todo lo que ello implica.
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