Evangelina Anderson irrumpió en canchas y ribera con una producción fotográfica en la que desafió los códigos tradicionales de la indumentaria deportiva y náutica, fusionando moda y escenografía en una serie de imágenes tan disonantes como sugerentes.
El agua corre perezosa, a pocas brazadas, debajo de la luz opaca de la mañana. Sobre la ribera, entre botes de madera y maleza indomable, Evangelina se alzó como un punto inesperado de blancura resplandeciente. Lleva una pollera larga blanca además de un top blanco, con un bolso blanco frente a su cuerpo. El banco de carpintería y los restos del trabajo de ribera construyen una escena suspendida, como si la moda intentara domesticar la rusticidad del paisaje. La intervención de su hermana Celeste, discretamente anunciada, revela la trama familiar y colaborativa detrás del lente.

A unos kilómetros de esa ribera, la escena cambia por completo: el parquet de una cancha de básquetbol refleja las luces industriales en líneas rectas y sombras severas. Allí la influencer, sentada entre las marcas blancas del campo, aparece como un fragmento de otro universo. Vestida con un ajustado vestido rojo oscuro, acabado brillante y sandalias de taco alto, sostiene en la mano su pelo; a sus espaldas, un carrito repleto de balones amenaza con romper cualquier lógica de etiqueta.
No hay ni short, ni camiseta, ni zapatillas reglamentarias. Solo la coherencia interna de la composición y un diálogo entre opuestos: la formalidad del vestido versus la crudeza funcional de la cancha.
En otra toma, la apuesta por el híbrido se intensifica: musculosa blanca sin mangas, short gris, manos aferradas al borde de un carrito atiborrado de pelotas naranjas como pequeñas lunas. La escena -musicalizada con el tema “Toxic” y la voz de Britney Spears- ensambla pertenencia y extrañamiento; es deportiva en la utilería, urbana en la elección de la indumentaria. El club se transforma en un teatro, y la modelo, personaje ajeno y a la vez protagonista intrusa de rituales atléticos.
La locación muta a otro escenario en el que el polvo de ladrillo huele a sol pasado y a partidos infinitos. En la última secuencia, Anderson salta y sonríe frente a la red de una cancha de tenis. Top blanco, falda deportiva bordó, zapatillas que buscan el aire en el instante del salto. La imagen se tiñe de alegría espontánea; debajo, la leyenda manuscrita junto a un corazón blanco marca, más que el fin de la sesión, la celebración de una jornada lúdica. “¡Terminamos!”, se lee, la exclamación adueñándose del espacio con simpleza y alivio.

La producción destila un manifiesto visual deliberado: Anderson funde los límites entre espacio y vestimenta, superponiendo el brillo urbano y la regla deportiva. Los espacios se redibujan sobre sí mismos; la ribera adquiere sofisticación, la cancha se presta a la extravagancia conceptual, el tenis adopta el gesto festivo. La mirada juega con la contradicción: lo bello y lo utilitario, lo apropiado y lo transgresor, la moda como intervención sobre el mundo.
Entre palo y red, madera y tela, las fotografías trazan una coreografía de contrastes. La verdadera propuesta no está solo en las prendas, ni en la composición: radica en la decisión de transformar cada escenario en una pequeña ficción, donde lo improbable se vuelve posible por obra del estilo y la complicidad del equipo.
La serie, diversa en atuendos y paisajes, prescinde de la imitación o el homenaje al deporte y lo náutico: inventa un código propio, en el que la figura de Evangelina Anderson invita al observador a leer estos espacios desde otra óptica.
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