
Siempre había mentido en relación a su fecha de nacimiento, ocurrido en Toledo, España. Pero se estima que el 17 de febrero de 1999, cuando murió en Buenos Aires, Tania había cumplido ya los 105. Y estaba sola. La cantante, cuyo nombre real era Ana Luciano Divis, había llegado a la Argentina cuando todavía estaba casada con el bailarín Antonio Fernández Rodríguez, con quien había tenido una hija, Ana de las Angustias, a la que había dejado al cuidado de su abuela en su tierra natal. De él se separó de inmediato. Y con la niña, que de grande también se dedicó a la música bajo el nombre de Choly Mur y falleció en un accidente automovilístico con apenas 27 años en 1983, casi no tuvo contacto. Ser madre y esposa, estaba claro, no era su meta en la vida. Así que se dedicó al tango. Tuvo varios amoríos. Y atormentó con sus encantos ni más ni menos que el maestro Enrique Santos Discépolo, quien murió en 1951. El artista le dejó a Tania el 80 por ciento de su patrimonio y los derechos de su obra.
“Desde pequeña me gustó actuar en teatro. En mi colegio en Valencia, formaba parte de un grupo que decíamos versos, dábamos obras de teatro, trozos de zarzuelas...Entre mis compañeras había una niña que se llamaba Tania, hija de rusos. ¡Y me encantaba el nombre! Para actuar, había decidido llamarme Ana Luciano, pero en ese tiempo mi hermana actuaba con su verdadero nombre, Isabel Luciano. Y como ella cantaba muy bien y era bastante conocida, le dijo a mi madre: ‘Mirá mamá, me parece que Anita no debiera ponerse Ana Luciano, porque mi nombre es grande y esta chica recién empieza. No sabemos si podrá seguir en el teatro o no...’ Todo eso parece un poquito ridículo, pero fue así”, contaba sobre el comienzo de su carrera.
Siendo apenas una adolescente, comenzó a hacer giras por las localidades cercanas. Luego tuvo su propia compañía, con la que se presentó en Barcelona y Madrid. Y allí coincidió con el Trío Mexican, donde conoció a quien se convirtió en su legítimo esposo en el año 1924. “Nos salió un contrato para ir a Canarias y, cuando llegamos, nos enteramos que teníamos que actuar en un circo. Estaba la jaula de los leones y mi marido me dio las castañuelas, él se puso las suyas y nos pusimos a ensayar con un pandero. Cantábamos Vengo de Bohemia y escucho que él me dice: ‘Ahora van a salir los leones pero no te preocupes que hay una reja que no separa. ¡Casi me muero del susto!”, recordaba sobre aquellos tiempos.
Su vida cambió cuando desembarcó en Buenos Aires, para presentarse en el famoso cabaret Maipú Pigall. “Era un epicentro social, con el motor de los ricos que malgastaban su dinero. Las artistas mujeres éramos allí las reinas mimadas. Lo que los empresarios tenían de regularmente atentos para con nosotras, lo tendrían, supongo, de tenebrosos para las milongueras”, señaló. La gira, luego, continuó por Brasil y Uruguay. Pero, finalmente, su marido regresó solo a España y ella volvió a la Argentina ya con un par de tangos agregados a su repertorio.

“Al llegar acá noté que los cambios que me exigía el tango se prestaban a mi personalidad. Pero uno de aquellos señores de la sociedad porteña le dijo al empresario: ‘Si esta mina canta tangos, yo me hago obispo’. Cada vez que me encuentro con este abuelo le echo en cara su falta de palabra”, decía para ejemplificar los prejuicios de la época con los que tuvo que luchar entonces. De hecho, ella misma se definió como “la Madonna de los años ‘30″, por la manera en que se enfrento a los mandatos impuestos por la sociedad machista de entonces.
Uno de los primeros en apreciar su talento fue Carlos Gardel. El otro, Discepolín. “Una noche, José Razzano me dijo que al día siguiente cantara otra vez Esta noche me emborracho, que él iba a venir con el autor, que era amigo suyo. Enrique, que ya tenía 26 años, nunca había ido a un cabaret. Suena a risa, porque es la edad en la que los chicos iban a los cabarets. Pero así fue. Razzano le empezó a decir que yo era una chica que cantaba canciones españolas y que ahora cantaba tangos, que me querían mucho en el cabaret, que me habían prorrogado el contrato...Le contó mi historia y lo convenció. Discépolo me oyó cantar su tango y al día siguiente me mandó flores”, relató sobre su primer encuentro con el maestro.
Tímido, Discépolo tardó en concretar una cita a solas con la cantante. “Yo lo quería llevar a tomar té a mi casa. Yo tenía un departamento muy lindo en la calle Uruguay, en el que vivía con dos amigas y ahí tenía de todo. Yo quería que viniera, pero él, muy pudoroso, no aceptaba. Hasta que un día me dijo: ‘Alquilé un departamento chiquito pero lindo en la calle Cangallo, cerca del Tropezón. Ya vivo ahí, pero solo, no con mi hermano. ¿Por qué no venís a tomar un café? ¡Yo encantada! Y fui. Pero por las dudas me llevé una valijita con un desabillé, un batón muy mono lleno de encajes, unas chinelas y unas cosas más como para al día siguiente levantarme e irme a mi casa. Pero me quede...¡Me quedé para siempre!”, explicó sobre el comienzo de la relación.
Claro que Tania era un compendio de todo lo que estaba mal visto para las mujeres de la época. Y Discepolín tuvo que hacer oídos sordos a los comentarios de sus amigos, y en especial de su hermano Armando, para poder seguir adelante con la pareja. “Llegué con una voituré roja. Toqué la bocina y salió Enrique a buscarme. Me invitaron a su mesa y todos fueron muy amables. Y estaban Alfonsina Storni, Roberto Tálice, Paulina Singerman y el marido, Edmundo Pucho Guibourg...¡Todos astros! Me tomaron como una cosa rara porque era bonita, tenía algunas alhajitas y venía en una voituré roja”, recordó acerca de la primera vez que fue al Tropezón.

“Alfonsina me hizo entender que aquel flaco fané y descangayado era, sin duda, el hombre de mi vida”, explicó luego. Su sueño era encontrar a un hombre potentado y no a un hombre bueno. Ella estaba acostumbrada a los regalos costosos. Y además, se aburría con las charlas sobre política y libros que compartía el compositor junto a sus amigos bohemios. Pero reconoció que el maestro la impulsó a dominar su altanería. “Discépolo me enseñó a querer a la gente. Antes de conocerlo, yo era un poquito pedante. Me sentía linda, bien vestida, con alhajas...No lo hacía de mala, no me daba cuenta. Pero yo era como una nena y él me corregía a cada momento. No se daba cuenta de que yo era mayor, deseada, pretenciosa, con admiradores. En ese momento, un poco me fastidiaba. Pero al pasar los años y la vida, me di cuenta de que me hizo muy bien”, confesó.
Hubo muchas idas y vueltas en la pareja. Y, en una de esas, el autor de Cambalache viajó a México, donde comenzó un romance con la actriz Raquel Díaz de León. Pero la abandonó embarazada de seis meses cuando Tania se enteró y, según cuenta la leyenda, lo habría amenazado con matarse si no regresaba con ella. Pese a su cargo de conciencia, Discepolín nunca reconoció a su único hijo, Enrique Luis, a quien dejó afuera de su testamento en el que declaró no haber contraído matrimonio ni haber tenido descendientes. “Con Enrique nunca habíamos pensado en casarnos. No lo necesitábamos. Como decíamos, ‘el pueblo ya nos ha casado’. Ser la viuda de una leyenda es tremendo. Es algo que comienza por halagar, más tarde envuelve, aprisiona y casi ahoga”, aseguró la Gallega que siguió activa casi hasta el final de sus días.
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