
A veces la vida se quiebra sin aviso. No da señales, no negocia, no distingue. Avanza como una ola que lo arrasa todo y deja, detrás, un silencio imposible de explicar. La historia de Carolina Vardabasso Blanco empieza mucho antes de esa ola, pero también vuelve a empezar después. Porque hay personas que no solo sobreviven: vuelven a nacer con las cicatrices del agua todavía marcadas en el cuerpo y en el alma.
Carolina es rosarina y diseñadora de interiores. Es, a su vez, una mujer que aprendió a respirar de nuevo después de haber estado cara a cara con la muerte en el tsunami más devastador de la historia, ocurrido el 26 de diciembre de 2004 en Tailandia.
Ese día, ella estaba de vacaciones en Phi Phi Islands junto a su marido, Diego Talevi, y su bebé de doce meses, Bruno, cuando un maremoto en el Océano Índico provocó olas de treinta metros que impactaron en catorce países y provocaron 228.000 muertos.
Habían viajado desde la ciudad de Kuala Lumpur (capital de Malasia), donde vivían por trabajo, para pasar las fiestas en un lugar que prometía calma, mar transparente y días de paseo en familia.

“Teníamos cinco días libres entre Navidad y Año Nuevo y volver a Rosario o a Buenos Aires nos demandaba dos días de vuelo. Así que optamos por ir para allá, entusiasmados por el hecho de que todo se hace caminando y era un destino ideal para ir con chicos”, recordó Carolina en una entrevista que brindó a la Revista Para Ti.
Llegaron al hotel el 24 por la tarde y el 25 tuvieron la cena de Navidad. Todo era perfecto: el resort a pasos del mar y unos paisajes increíbles. La mañana del desastre, mientras preparaban los bolsos para partir a una excursión de snorkel, los sorprendió un griterío incesante. “Creíamos que alguien todavía seguía festejando desde temprano. Seguimos haciendo el bolso como si nada”, relató.
Cuando salieron de la habitación, el agua ya le mojaba los tobillos. Unos pasos más y le llegaba a la cintura. Ella nunca vio la ola de frente. El agua venía por detrás, empujando, creciendo, robando el suelo bajo los pies. El primero que percibió el peligro fue Diego. Con gravedad serena, le ordenó: “Dame el gordo y vamos”. Ella, aún en la incredulidad de quien no imagina una tragedia de esa magnitud, le hizo caso y lo siguió.
Diego llevaba a Bruno en brazos. En un intento desesperado, se desvió hacia un costado y se sostuvo de un balcón. Carolina los perdió de vista en ese instante. El cuerpo de Diego, frenando el avance del agua, fue lo último que sintió.

Después no hubo tiempo. Solo fuerza. El mar la arrancó del mundo conocido. La golpeó contra escombros invisibles, la hizo girar, la cubrió por completo. No veía nada. Intentó aferrarse para que no se la llevaran las olas, pero todo se le escurría de las manos. Carolina fue arrastrada por la fuerza del agua unos ciento cincuenta metros.
“Trataba de agarrarme, pero no tenía sentido. Ya no podía respirar. Y llegó el momento en que dije: ‘Bueno, ya está’, y me entregué”, contó Carolina durante una entrevista en TN. En ese instante, vio toda su vida como si el tiempo se derritiera, hasta pensar: “Me quedo tranquila, porque Bruno se quedó con el más capaz de los dos”.
“No veía nada, solo barro y escombros. Y lo único que escuchaba era el ruido del agua en toda su magnitud. Supongo que pude hacer una respiración más, porque en un momento el movimiento cesó y me di cuenta de que podía respirar. Cuando abrí los ojos, tenía un techo arriba de mi cabeza y el agua abajo. Veía apenas un pedacito de luz: me sacaron desde un primer piso”, detalló.
Una vez en tierra, caminó abriéndose paso entre la multitud desesperada y cuando me sentó no se pudo parar más. “En cuanto me enfrié y me bajó la adrenalina, me empezaron a doler las piernas y tuve un shock de fiebre. Tenía una pierna, un talón y la cara lastimados”, precisó.

En cuestión de minutos, el paraíso se había evaporado y el paisaje se asemejaba al infierno. “Todo estaba roto. El resort, los coches, las personas. El bullicio de la vida se había convertido en silencio de muerte”, contó Carolina, a quien le costó reconocerse cuando se miró al espejo. “Estaba toda hinchada y negra por los golpes”, admitió.
Inmovilizada por un tendón de Aquiles cortado, Carolina veía cómo los turistas que habían resultado ilesos buscaban recuperar sus valijas por encima de los heridos. “Yo pensaba que Diego iba a subir la escalera y me iba a ver. Me agarraba a ese pensamiento y no podía dejarlo”, se ilusionó.
Durante las primeras catorce horas, el cerebro, en defensa propia, bloqueó todo: “Trataba de anotarlos en las missing lists, con el objetivo de encontrarlos a ellos, no a mí. Creo que el cerebro también bloquea: si vos pensás en lo peor, te paralizás”.
Esa tarde la trasladaron a Phuket. “Llegamos al hospital después de cuatro horas en un ferry porque las lanchas rápidas –que suelen tardar apenas un par de horas– no podían llegar a la costa por la cantidad de residuos que había en la playa. Allí me suturaron y pasaron unas diez horas hasta que reaccioné y me di cuenta de que podía pedir un teléfono”, contó.

Un día y medio después de su internación, llamó a su mamá, Teresa, para decirle que ella estaba bien. Pasaron varios días hasta que Carolina supo la verdad. Y fue precisamente su madre, quien le dio la terrible noticia. “No me tuvo que decir nada, cuando me dijo que los habían encontrado ya lo sabía”, señaló.
Volver a la Argentina fue un proceso largo: “Una pareja amiga gestionó mi vuelta, primero al hospital de Singapur, donde estuve casi un mes y medio internada y después a Buenos Aires”. Eran quienes iban a viajar con ellos de vacaciones, pero como no consiguieron hotel cancelaron el viaje. “Se salvaron. Esta pareja de amigos vino a Phuket y se quedaron hasta que encontraron los cuerpos”, contó.
Ya de regreso al país, Carolina vivió dos años en el departamento que había comprado con Diego en Buenos Aires, aferrada a lo único que quedaba del proyecto compartido. Hizo terapia hasta cuatro veces por semana. Lloró de madrugada y se levantó igual. La culpa fue uno de los dolores más difíciles. Hipótesis infinitas, autoflagelación constante. “Con el tiempo entendí que no había nada que pudiera haber hecho. Que simplemente me tocó”, afirmó.
Con los años aprendió que el duelo no se supera, se trabaja todos los días. Que no hay olvido, solo costumbre. Que hay fechas que duelen más, como diciembre. Que hay silencios ajenos que lastiman, como el Día de la Madre sin llamados. Pero también aprendió que el humor puede ser una herramienta, que el cuerpo puede volver al mar y que el miedo no tiene la última palabra.

“Aprendí que por más que no quieras, al otro día te vas a levantar igual. Por más que me haya querido morir, nunca intenté suicidarme. Creo que hay algo innato o que forma tu familia que hace que a pesar de todo quieras sanarte. No hay una forma de retroceder lo que pasó. Tenés que aprender a sobrellevarlo, es la única manera”, enfatizó.
“Te diría que la culpa es lo más complicado de procesar. El problema es que ante una situación como ésta, en la que no hay un culpable, empezás a culparte a vos misma y autoflagelarte. ¿Y si lo hubiera tenido yo a Bruno?“, se cuestionó una y mil veces.
Carolina admitió que le llevó mucho tiempo sacarse la culpa: “Es hasta que te das cuenta de que no hubieras podido hacer nada. Hasta que entendés que un segundo no hubiera cambiado la situación, es un largo proceso”.
Durante una charla TEDx en Rosario, Carolina dijo que estar frente a la muerte le enseñó a medir la verdadera importancia de las cosas. “El haber estado de cara con la muerte, mirarla muy de cerquita, prácticamente sentir el perfume, te hace aprender un par de cositas. Aprendés a tomarte cinco minutos antes de tirar todo por la borda porque en un punto no te puede pasar nada peor”, afirmó.

Y enumeró los tres aprendizajes que le dejaron tantos años de terapia: “Uno: que desgraciadamente las personas aprendemos de las cosas malas que nos pasan y vamos por la vida sin disfrutar de las cosas que nos hacen felices, día a día. Ir a la plaza 10 minutos a tomar sol, y no lo hacemos porque tenemos que producir. Entonces cuando no las puedas tener, es cuando las vas a valorar. Dos: que por más que se toque fondo, sea quien sea, siempre se puede salir. Es una cuestión de actitud más allá del apoyo que uno puede tener. Tres: la más importante es aprender que las cosas malas no solo le pasan a los otros, sino que nosotros somos el otro, o sea no quedamos fuera de ninguna excepción, no estamos de ninguna excepción lo que vamos fuera de nada”.
Hoy Carolina vive en Rosario. Tiene una vida distinta, atravesada por ausencias que nunca se llenan, pero también por una fuerza que no sabía que tenía. Sabe que vale la pena estar viva. Lo dice sin solemnidad, sin negar el dolor. Lo dice porque lo comprobó.
El mar se llevó todo. Pero no pudo con ella.
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