
Cuando el sol se esconde temprano y las sombras se estiran como dedos de invierno sobre el hemisferio norte, el mundo católico enciende una vela por Santa Lucía, la virgen mártir cuyo nombre –del latín lux, luz– ilumina no solo altares, sino tradiciones ancestrales que desafían la oscuridad. Antes de que Gregorio XIII reformara el calendario en 1582, esta fiesta coincidía con el solsticio de invierno, ese día más corto del año que las culturas antiguas celebraban con frenesí pagano: las saturnales romanas con sus banquetes desenfrenados, el Yule germánico con hogueras que ahuyentaban espíritus malignos.
Lucía, patrona de la vista y de la esperanza primaveral, se entreteje con la Navidad, venida de la Luz divina encarnada en Belén. En un mundo de bombillas LED y consumismo efímero, su devoción susurra que la verdadera claridad nace de la caridad y el martirio. ¿Dónde se vive más esta celebración? Desde las costas sicilianas hasta los fiordos noruegos, un tapiz de procesiones, dulces y leyendas que nos lleva de catacumbas romanas a iglesias nevadas.
Imaginemos la ciudad de Siracusa en el siglo IV, esa perla jónica de Sicilia donde el mar Egeo lame murallas griegas y el aroma de olivos se mezcla con el salitre. Lucía nace en una familia noble, alrededor del 283, hija de Eutiquia, viuda devota que la cría en la fe cristiana en tiempos de persecución feroz. Las fuentes hagiográficas –esos códices medievales salpicados de fervor– la pintan como una joven de belleza etérea y corazón ardiente, consagrada a Dios desde la infancia. Tras la muerte de su padre, hereda una fortuna que, en lugar de joyas vanas, convierte en pan para los hambrientos. Las catacumbas de Siracusa, laberintos subterráneos donde los cristianos se ocultaban de las legiones, se convierten en su refugio y misión: allí cuida enfermos, viste desnudos y consuela viudas, sus manos –símbolo de servicio– siempre ocupadas. Para liberarlas del peso de lámparas, la tradición la muestra con una corona de velas en la cabeza, un halo profano que evoca a las vestales romanas pero transmutado en ofrenda cristiana.

Esas velas no solo alumbran tinieblas físicas, sino las del alma, prefigurando la Luz que vendrá en diciembre. Pero la fe de Lucía choca con el mundo pagano. Prometida a un noble siracusano de ritos idólatras, la joven rompe el compromiso con un voto de virginidad perpetua, consagrándose a Cristo en una peregrinación a Catania, ante el sepulcro de Santa Águeda. El desaire hiere el orgullo del prometido, que la denuncia ante el procónsul Pascasio durante la última gran persecución de Diocleciano, en 304. El juicio es un drama de ecos evangélicos. Interrogada, Lucía proclama: “No temo a vuestros jueces terrenales; solo a aquel que juzga los corazones”. Las torturas que siguen son antología de horrores imperiales, pero la tradición las tiñe de milagros que desafían la razón. Verdugos intentan arrastrarla al lupanar como castigo, pero su cuerpo se vuelve pesado como plomo –“una columna de Dios”, dirá el procónsul–, inmóvil pese a bueyes y cuerdas. La queman en la hoguera, y las llamas lamen el aire sin rozarla, un escudo divino que evoca a los tres jóvenes en Babilonia. Finalmente, una lanza –o espada, las crónicas divergen– le atraviesa la garganta, pero no antes de que reciba la comunión de manos de un cristiano oculto, sus labios murmurando salmos en un charco de sangre. Muere serena, con 20 años apenas, y Siracusa la sepulta en las catacumbas que tanto amó.
El episodio más lacerante –y legendario– es el de sus ojos. Furioso por su belleza inquebrantable, Pascasio ordena su ceguera, o quizá ella misma se los arranca en ofrenda a Dios, exclamando: “¡No los necesito para verte, Señor!”. Sea historia o mito, el acto la consagra patrona de ciegos y oftalmólogos; su iconografía la muestra con una bandeja de plata portando dos globos oculares sangrantes, un emblema macabro que, en manos de pintores renacentinos como Caravaggio, se torna poesía barroca. Su cuerpo, incorrupto al exhumarse, exhala un perfume de rosas, y su culto se propaga como reguero de pólvora: en el siglo V, el papa Bonifacio II la incluye en el canon romano; en el VII, el rey ostrogodo Totila la invoca contra plagas. Lucía no es solo mártir; es faro en la noche, esperanza contra el invierno que devora días.
En su Siracusa natal, el 13 de diciembre es eclosión de fe y folclore. La ciudad se paraliza para el “Festino di Santa Lucia”, un desfile que transforma calles empedradas en ríos de plata. La Santa Lucia Argentea, estatua procesional del siglo XV con reliquias –un brazo y un dedo, todo lo que Sicilia rescata de su exilio veneciano–, recorre desde la Catedral de la Anunciación hasta el mar, escoltada por bandas de vientos y cohetes que estallan como estrellas. La catedral barroca, con su fachada de mármol rosado y cúpula que besa el cielo, guarda el tesoro: un relicario renacentista donde late el corazón de la santa. Para la ocasión, el pan cotidiano cede a cereales integrales, y las cocinas bulle con la “cuccìa di Santa Lucia”: trigo bulgur hervido, perfumado con ricota fresca, pepitas de chocolate negro y miel de azahar, un pudín humilde que evoca la ofrenda de la virgen a los pobres. Se come en familia, con nueces y granadas, mientras abuelas narran cómo Lucía salvó la ciudad de hambrunas árabes en el siglo IX, apareciendo en sueños con barcos de grano.

El culto migra al norte de Italia, donde el frío piamontés y los canales venecianos lo visten de magia infantil. En Brescia, Cremona, Lodi, Pavía, Mantua, Piacenza, Parma y Reggio Emilia –corazón de la Lombardía–, así como en Véneto, Friuli-Venecia Giulia y Trentino-Alto Adige, Lucía eclipsa a los Reyes Magos como precursora navideña. Los niños, con ojos de duendes, redactan cartas febriles: “Querida Santa, he sido bueno; trae un juguete y oye mi confesión”. La noche del 13, ella llega a lomos de un burro paciente –eco de su humildad–, y las casas se llenan de zanahorias crujientes y tazones de leche tibia para la bestia exhausta. Regalos modestos –juguetes de madera, no plásticos chinos– premian las buenas obras, y la merienda vira a festín de cuccia lombarda o panettone prematuro. En Verona, el proverbio resuena: Santa Lucia, la notte più lunga che ci sia –“Santa Lucía, la noche más larga que existe”–, porque en diciembre los Alpes devoran el sol, y la santa alarga la espera como un rosario interminable. No faltan los “cuoricini di Santa Lucia”, dulces de almendra con forma de ojos, mordisqueados con risas que ahuyentan la penumbra.
Pero es en Escandinavia donde Lucía se transfigura en himno a la luz, un bálsamo contra el mørketid –el tiempo oscuro– que hiela almas nórdicas. En Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia, su fiesta es profana y sagrada, luterana y católica, un puente entre Yule pagano y Adviento cristiano. En Estocolmo, el Luciadag del 13 de diciembre cobra vida en iglesias góticas y plazas nevadas: coros infantiles entonan Luciasången, la napolitana Santa Lucia con letras suecas –“¡Luz desciende de los cielos!“–, mientras la elegida Lucia –niña rubia de 13 años– encabeza la procesión. Vestida de blanco níveo, banda roja al talle como sangre de mártir, corona siete velas en la cabellera trenzada con mirto y lazos escarlata, ilumina el camino de 20 compañeras en túnicas bautismales. Llevan bandejas de lussekatter y pepparkakor, galletas de jengibre–, repartidos en hospitales y asilos, un eco de la caridad siracusana. Las iglesias de Uppsala y Lund vibran con conciertos; en hogares, familias encienden velas en adviento Kronor, esperando el solsticio que Lucía anuncia.
Es fiesta nacional, Unesco la declaró patrimonio inmaterial en 2012, y hasta Ikea vende kits de velas para exportar la tradición. En Dinamarca, el Luciadag es grito de liberación: instituido en 1944, al fin de la ocupación nazi –ese eclipse histórico–, celebra la luz como derecho humano. En Copenhague, procesiones solemnes parten de la Fruenkirke, con la Lucia coronada guiando a niñas de blanco que sostienen velas como antorchas de esperanza. Escuelas y guarderías cantan himnos daneses a la santa, y el solsticio –mørkets nat– se tiñe de oro: “Después de Lucía, los días crecen”, dice el folklore, un mantra contra la depresión invernal que azota latitudes altas. En Noruega, Oslo y Bergen se iluminan con desfiles infantiles: niños de blanco portan velas, reparten lussekatter y glögg especiado, guiados por una Lucia que libera manos para abrazos. Pero el paganismo late bajo la nieve: en la noche de Lussi –13 de diciembre juliano–, la diosa Lussi, espíritu luminoso del más allá, cabalgaba con brujas; salir era tentación mortal. La Iglesia cristianizó el terror en triunfo, y hoy hospitales reciben visitas dulces, un bálsamo para ancianos en la penumbra ártica. Finlandia, tierra de saunas y auroras, abraza a Lucía desde 1898, con fiestas masivas desde 1930. En Helsinki, el proverbio finlandés –Lucia pisimmän yön anda, Vitus pisimmän päivän kanda (“Lucía da la noche más larga, Vito el día más largo”)– une santas en un calendario solar. Aquí, además de procesiones blancas con coronas llameantes, Lucía vela por solteras: “Portadora de luz”, invocan doncellas con velas, pidiendo maridos en la oscuridad.

Y, sin embargo, el cuerpo de Lucía –ese frágil relicario de fe– ha vagado más que sus devotos. No reposa en Siracusa, sino en Venecia, ciudad de góndolas y susurros. En 1039, bizantinos liberan Sicilia de árabes y trasladan el cadáver a Constantinopla. La Cuarta Cruzada, en 1204, ve a venecianos saquear la urbe y embarcar reliquias a la abadía de San Giorgio Maggiore, donde un óleo milagroso brota de la tumba, curando ciegos. En 1279, tormenta hunde barcos en procesión; por “seguridad”, las reliquias viran a Santa Lucia del Rialto, iglesia demolida para la estación de trenes –hoy “Venezia Santa Lucia”–. Finalmente, en San Geremia, a pasos del andén, descansan bajo máscara de plata impuesta por el patriarca Angelo Roncalli –futuro Juan XXIII– para preservar el rostro incorrupto. Sicilia clama devolución; se conforma con un dedo en su basílica, robado –dicen– por un devoto que, fingiendo beso, mordió y huyó con el trofeo en la boca.
Incluso en Venecia, la mafia siciliana acecha: el 8 de febrero de 1981, a las nueve de la noche, ladrones irrumpen en San Geremia, hurtando el cuerpo entero. Huyen dejando cabeza, dedo y máscara; meses después, lo devuelven anónimo, un episodio que huele a chantaje mafioso más que a sacrilegio. Hoy, bajo la máscara roncalliana, Lucía vela serena, patrona de marineros y viajeros, su luz perforando nieblas.
Santa Lucía convoca a encender no solo velas, sino conciencias. De Siracusa a Estocolmo, su corona libera manos para el prójimo, su martirio ilumina el adviento. Que su lux disipe nuestras tinieblas sureñas, donde el solsticio es verano ardiente pero el invierno del alma persiste. Feliz día de Santa Lucía: que la luz que pronto está por llegar e iluminar la noche de Navidad, ilumine a todos.
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