
La muerte de Antonio Gasalla, el pasado 18, nos birla la felicidad de la carcajada. Nada de lo que se diga hoy, y se ha dicho todo, podría aportar algo nuevo al reconocimiento de su particular talento. Pero quiso el azar, para quienes creen en el azar, o el destino, para quienes creen en el destino y esas cosas, que Antonio dijera adiós el mismo día en el que, hace veintinueve años, también dijera adiós otra grande del humor: Niní Marshall.
Es curioso, pero Gasalla y Niní abordaron, cada cual a su modo, un humor muy parecido: retrataron, a través de la observación y la exageración, las particularidades, los defectos, a veces alguna virtud, de una sociedad en crisis permanente. A ambos los separaban cuarenta y dos años de vida. Niní había nacido en 1901 y Antonio nació en 1943. Cuando nació Gasalla, en marzo de 1941, Niní ya había filmado o estaba a punto de filmar tres películas, todas de ese año: “Yo quiero ser bataclana”, “Orquesta de señoritas” y “Cándida millonaria”. Y antes de 1941, había filmado “Mujeres que trabajan”, “Divorcio en Montevideo”, “Cándida”, “Casamiento en Buenos Aires”, “Los celos de Cándida”, “Hay que educar a Niní” y “Luna de miel en Río”.
Gasalla contó alguna vez que en sus días de infancia y adolescencia, solía pasar sus tardes en el cine de Ramos Mejía, donde había nacido, que daba tres películas cada día; él iba tres veces por semana, de modo que aquel chico veía un promedio de nueve películas cada siete días. Cuando ingresó, a inicios de los años 60, a la Escuela Nacional de Arte Dramático, tuvo a grandes maestros como María Rosa Gallo, Carlos Gorostiza, Saulo Benavente, Luis Diego Pedreira, que lo formaron como actor y como artista. Detrás de todo su histrionismo, Antonio era un hombre de una honda cultura y un fervor muy particular por su profesión.

Niní fue autodidacta. Se había iniciado en 1930 como redactora de la revista “Sintonía”, luego fue cancionista frente a los micrófonos de la entonces exitosa radio. Un detalle: “Catita”, su personaje, también cantaba, y muy mal. La voz de Marshall calaba a gusto y piacere en la garganta de su personaje. Y para cantar mal adrede, hay que cantar muy bien. Con dotes de comediante innatas, formó un dúo cómico con Juan Carlos Thorry y de inmediato saltó al cine de la mano de Manuel Romero para su película “Mujeres que trabajan”, en la que compartió reparto con Mecha Ortiz, Tito Lusiardo, Pepita Serrador y otras glorias del cine de la época.
Cómo fue que dos actores de formación tan diferente coincidieron en una estrategia casi idéntica para hacer humor, es un misterio que ni vale la pena intentar dilucidar, pero que es muy probable que haya tenido origen en el enorme talento de ambos. Los dos hicieron de la observación el principal alimento de su humor. Niní confesó alguna vez: “Creo mis personajes observando a la gente, prestando atención a los pequeños defectos que pueden causar risa. En general, yo caricaturizo, pero a veces ni me hace falta cargar las tintas”. Antonio también miraba mucho y hondo, sostenido por aquellas clases de la Escuela de Arte Dramático, pero él sí que cargaba las tintas. Los dos usaron el grotesco, Gasalla odiaría este adjetivo, digamos mejor el extremo, la exuberancia, para crear sus personajes arquetípicos e inolvidables.
Los dos, Niní y Antonio, expusieron a las clases sociales argentinas y a sus representantes, arribistas, postergados, pretenciosos, inocentes, snobs, fatuos, todos entrañables, sin groserías y sin palabras chuscas en el caso de Niní; todo lo contrario en el caso de Antonio al que le quedaban espléndidas los vocablos cerriles, salvajes y resabiados: para eso también hace falta talento.
Gasalla fue testigo, y lo recordó siempre que pudo, de una Buenos Aires cultísima, abierta al teatro, al cine y a los libros, que en aquellos luminosos años 60 recibía al Old Vick, que llegó con Vivien Leigh a hacer tres espectáculos basados en Shakespeare, o que hospedaba a Jean-Louis Barrault, que fue un bombero más la noche de un incendio en el Teatro Nacional Cervantes; una ciudad y una sociedad que veían con curiosidad y con ahínco las locas experiencias del Instituto Di Tella. Con todo eso terminó en junio de 1966 la dictadura liderada por el general Juan Carlos Onganía. Y ni la ciudad, ni la cultura, ni el país volvieron a ser los mismos.
Niní fue prohibida después de la revolución militar del 4 de junio de 1943 porque, decían los flamantes centuriones, que el lenguaje que usaban sus personajes era “una deformación del idioma”. Debió exiliarse en México. Durante el peronismo dejaron de ofrecerle trabajos en radio. Las historias de vida de Niní y Antonio son tan similares como similares fueron las crisis, en especial las culturales, que vivió el país a lo largo de casi ocho décadas: hoy, según quién la enarbole y cómo, la crisis suele llamarse “batalla cultural”, pero nadie parece saber muy bien qué es en realidad la cultura.
Quien quiera jugar un poco con más similitudes, puede elegir, entre la fantástica gama de personajes de Antonio y de Niní, cierto parecido entre la “Soledad Dolores Solari” de Antonio y la “Niña Jovita”, la eterna solterona que rogaba: “Ay, Dios… cuándo seremos dos…”. De la presumida “Mónica Bedoya Hueyo de Picos Pardos Sunsuet Crostón” de Niní, “Creéme porque es la pura”, hay algunos rasgos en “Bárbara Don’t Worry”, la presentadora de televisión de inefable tontería de Antonio. “Lorena, la Nena” de Antonio, emperrada en espantarle los novios a la madre, es un reflejo de “Mingo”, el hermano travieso de “Catita”, entre ambos personajes hay un abismo histórico y cultural, pero el mismo espíritu de niños terribles. Tal vez la insoportable y pedante alumna de Niní, “Gladys Minerva Pedantoni” haya rondado los borradores de Antonio para la creación de “Noelia”, esa maestra extravagante, chismosa y maliciosa. La “Kika” de Antonio, una empleada doméstica humillada por quien la contrató, tiene reminiscencias de “Belarmina Cueio”, la doméstica de la “Niña Jovita” que hacía Niní.

Cada uno, Niní y Antonio, que además escribían sus propios guiones, crearon personajes inigualables, inimitables, marca registrada de cada uno: “Doña Pola”, Cándida”, “Doña Caterina” “Lupe”, “Loli” en Niní; “La Abuela”, “Flora”, la empleada pública, “La Traductora” en lengua de señas, “Inesita”, la apasionada por las operaciones de belleza, “La Gorda” que todo lo preguntaba y se desvivía frente a sus entrevistados en Antonio. Los dos, Antonio y Niní, eran personas muy serias. No hacían humor las veinticuatro horas. Niní era una mujer franca, amable, abierta, que solía decir incluso que era simplemente “una mujer de su casa que se hace la graciosa”. Antonio era un hombre grave, adusto, podía ser áspero cuando quería; sin embargo, una charla con él podía deparar, además de un rico aprendizaje, algunos momentos de corrosivo sarcasmo, de divertida ironía: igual que con Niní. Los dos eran maestros de lo espontáneo.
Hace muchos años, cuarenta y nueve para ser precisos, tuve el placer de entregar a Niní Marshall el Martín Fierro por su trayectoria. Yo era entonces el socio más joven de APTRA y la entidad creyó original poner ese honor en mis manos. La ceremonia estaba programada para aquellos días finales de marzo en el “Pigalle” de Recoleta. Pero llegó el golpe militar, fue decretado el estado de sitio y la ceremonia tambaleó. No sé cómo, APTRA logró autorización para que el acto se hiciera con periodistas, premiados e invitados especiales. Nadie más. Y allí fuimos, todos custodiados por soldados armados en la calle y dentro del local. Con la estatuilla en sus manos, en aquel ambiente sombrío y agrio, Niní se adelantó al micrófono de pie, puso el pie derecho por delante del izquierdo, se inclinó con levedad y, con la voz de “Catita” dijo: “¡Chas gracias…! ¡Yo ya creí que me lo iban a dar pos morrrrtem…!”
No hay otro remedio que el de extrañar ese genio de estos dos grandes que nos dejaron un poco más solos.
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