
Fue un político democrático, noble y honesto. Vislumbró un país posible y se opuso a las fuerzas hegemónicas del momento. Tuvo una vida austera, pensamiento franco, exuberancia verbal y coraje para enfrentar a los poderosos.
Creyó en un país distinto, y en trabajar denodadamente para conseguirlo. El político francés Georges Clemenceau, en su visita al país en medio de los festejos del Centenario, dijo de él: "Lisandro de la Torre es el hombre al que deben seguir los argentinos".
Una semana antes de su muerte le había regalado a su médico personal una pintura valiosa que colgaba de su living. El médico no quiso aceptarla. Lisandro de la Torre insistió, le recordó que nunca le había pagado honorarios personales. La consulta la había conseguido con una pequeña mentira: le había dicho al médico que le dolía el corazón. El doctor lo tranquilizó, le dijo que el corazón no estaba allí donde a él le dolía y le señaló sobre su pecho el centro exacto del órgano.
Luego, llegó a su casa y quemó sus papeles personales, cartas y documentos de su archivo político. Pasó encerrado esa semana. La primera de 1939. Escribió a máquina 50 cartas. Una para cada amigo suyo del interior del país. Se despedía. No explicaba mucho. Ellos, sus amigos, sabrían entender. Sólo los libraba de culpa. Hasta se tomó el tiempo para contestarle a un amigo quien, la última vez que se habían visto, le hizo una broma por lo mucho que estaba comiendo de la Torre, violando su dieta. “Cuando lea ésta, comprenderá que la resolución que tenía tomada, y que estoy próximo a ejecutar, no es incompatible con el buen humor y el apetito”.

Lisandro de la Torre había batallado toda su vida por una política distinta, por un país diferente. Participó de la Revolución del 90 y fue uno de los fundadores de la Unión Cívica Radical.
Tras la muerte de Leandro Alem, se alejó del partido por discrepancias con Hipólito Yrigoyen. Las diferencias las zanjaron en un duelo. Desde ese momento de la Torre usó barba por el resto de sus días, para ocultar una cicatriz en su mejilla izquierda.
No abandonó la política. Fundó la Liga del Sur en su provincia, Santa Fe. Y más tarde el Partido Demócrata Progresista. Fue diputado nacional y senador. Sus candidaturas a presidente se vieron frustradas primero por Yrigoyen y luego por el fraude.
En 1935 investigó el tema de las carnes, los frigoríficos y el negocio monopólico que había engendrado el pacto Runcimann-Roca. Ya lo llamaban el fiscal de la Nación. Sus intervenciones en el Senado son legendarias. Los cruces con el ministro de hacienda, Federico Pinedo –al que llamó "mentiroso y cobarde", entre muchas otras cosas- terminaron en otro duelo caballeresco. Frente a Pinedo, de la Torre disparó primero. Pero apuntando al cielo.

En esos tórridos debates por los negociados de la carne, se produjo un tumulto en torno de De la Torre (Pinedo ya lo había amenazado “Pagará bien caro las afirmaciones que ha hecho”) y Luis Antonio Duhau, ministro de agricultura, lo empujó al suelo. De pronto se escucharon cuatro detonaciones. Cuatro balazos. Enzo Bordabehere, correligionario de de la Torre, que estaba intentando proteger a su mentor, cayó herido mortalmente. Los disparos los realizó Ramón Valdez Cora.
Poco tiempo después de la muerte de Bordabehere, Lisandro de la Torre renunció a su banca en el Senado. Su vida pública se fue apagando. El fraude y la corrupción eran imbatibles, su lucha parecía estéril. A eso se le sumaron sus problemas económicos. No pudo pagar un crédito que había contraído con el Banco de Santa Fe por la compra del campo de Pinas, al norte de Córdoba. Perdió el campo y debía afrontar un pedido de quiebra. Su sentido del honor no se lo permitió.
Tiempo antes había comentado en reunión de amigos, en una de sus habituales cenas en el Jockey Club: "Los años que me podrían quedar carecen de halagos. Tanto da vivir ochenta años como setenta. ¡Quizá sea mejor vivir setenta!".

Escribió una última carta. La encabezó con el nombre de cuarenta y nueve amigos. Eran sus últimos deseos. No les explicó nada. No hacía falta.
“Queridos amigos: Les ruego que se hagan cargo de la cremación de mi cadáver. Deseo que no haya acompañamiento público, ni ceremonia laica ni religiosa alguna, ni acceso de curiosos y fotógrafos a ver el cadáver, con excepción de las personas que Uds. especialmente autoricen. Si fuera posible, debería depositarse hoy mismo mi cuerpo en el crematorio e incinerarlo mañana temprano, en privado. Mucha gente buena me respeta y me quiere y sentirá mi muerte. Eso me basta como recompensa. No debe darse importancia excesiva al desenlace final de una vida, aun cuando sean otras las preocupaciones vulgares. Si Uds. no lo desaprueban, desearía que mis cenizas fueran arrojadas al viento. Me parece una forma excelente de volver a la nada, confundiéndose con todo lo que muere en el Universo. Me autoriza a darles este encargo, el afecto invariable que nos ha unido. Adiós.”
Después de tipear la despedida, se sentó en su sillón favorito de su departamento del segundo piso de Esmeralda 22.
Tomó su escopeta y gatilló. En el punto exacto que su doctor personal le había señalado.
El 6 de enero de 1939, al leer los diarios, muchos políticos conservadores respiraron con alivio.
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