
“Hablamos con Alberto y Sergio y ellos nos dijeron que no van a presentar ningún proyecto de reforma laboral”. Pablo Moyano aludió así a los contactos más recientes con Alberto Fernández y Sergio Massa, y afirmó que existe un compromiso explícito. Lo dijo apenas iniciadas las conversaciones para recomponer la interna de la CGT, por pedido directo del candidato, según se encargan de destacar los jefes sindicales. El reclamo, al revés, está presente en las citas con empresarios, formalmente en actividades públicas o en reserva y mano a mano. Hay un dato cierto: la propuesta laboral es trabajada cada vez más intensamente en el equipo de Fernández.
El estudio de algún tipo de reforma era hasta hace poco un ejercicio reservado, pero que involucra a varios hombres con experiencia en la materia y con posiciones no necesariamente unificadas. Ocurre que los tiempos se aceleran y las presiones y los intentos de marcar la cancha suman rubros. En el caso laboral, el tema comenzó a crecer también como problema interno en la misma medida en que aumentaron las chances electorales. El blanqueo parcial del tema desde el entorno del candidato es un síntoma. Igual que el mensaje de los Moyano, expresión de que el ala “dura” del sindicalismo registra ese giro. Tensión visible.
No hay, de todos modos, un proyecto cerrado. Carlos Tomada es uno de los que ha venido aportando ideas sobre la necesidad de repensar aspectos de la legislación actual. El ex ministro de Trabajo tiene relación directa y de reconocimiento mutuo con Alberto Fernández, pero, dicen, cierto desinterés por enfrentar peleas. No es el único que opina. Dicen que Héctor Recalde, más cercano a Cristina Fernández de Kirchner, juega sus propias y “viejas” internas, parado sobre un discurso más conservador o tradicional. Y otro actor, al parecer de forma cada vez más afirmada, sería Víctor Santa María, tejedor también de la política.

Nuevas actividades y, desde siempre, costos laborales. Esos son los temas que asoman ineludibles. “Se trata de buscar soluciones seguramente a la baja”, dice cuidando los términos un conocedor de este terreno. Habla de ingresos. Y agrega que la velocidad de algunas transformaciones laborales y de los mercados replantean la conocida discusión sobre actividades y empresas. Dos ejemplos son repetidos. El primero, la flexibilidad en producciones o explotaciones estratégicas que demandan enormes inversiones (la referencia a Vaca Muerta parece ineludible). Y el segundo, el mundo de actividades que se va instalando, de hecho y en muchos casos de manera informal, a partir de plataformas digitales en áreas de servicios.
Matías Kulfas, voz calificada del equipo económico de Alberto Fernández –calificada incluso más allá de las especulaciones sobre un destino ministerial-, expuso abiertamente ante empresarios que se viene trabajando en el tema. No avanzó en definiciones, aunque afirmó que la reforma no sería plasmada como una sola norma sino “sector por sector”. Algo parecido, como señal e igualmente sin precisiones, ya venía siendo repetido por otros integrantes de ese círculo ante interlocutores del empresariado.
Un interrogante es si, a pesar de ser sectoriales, tales modificaciones no terminarán demandando un marco legal más amplio que cada convenio específico. Eso sin contar cuestiones como el llamado blanqueo laboral, que no logró avanzar ni siquiera como proyecto específico y limitado en la gestión actual. Pero el gran tema, junto con las tensiones de por lo menos parte del sindicalismo, es la velocidad que demandarían esas políticas. Y el contexto en que deberían ser debatidas.
El “albertismo” parece haber asimilado que, a diferencia de otros escenarios imaginados, la crisis agudizada luego de las PASO dinamitó algunos presupuestos del ajuste que se suponían cumplidos por Mauricio Macri, empezando por el equilibrio fiscal y los “retrasos” en rubros tarifarios. Eso, más la reestructuración de la deuda. Es decir, en caso de coronar su proyecto presidencial, Alberto Fernández enfrentaría de entrada un panorama denso y duro en términos sociales.

Eso ha producido un cierto cambio en el imaginario de las comparaciones con experiencias de otros países. La gestión del primer ministro portugués, António Costa, siempre entusiasma. Se trata de una mirada lineal que lo supone contracara del ajuste muy fuerte que lo precedió y que redujo el déficit, recortó salarios, suspendió aguinaldos, podó la administración pública y flexibilizó el mercado laboral, entre otras cosas. Costa muestra cambios pero al mismo tiempo continuidades austeras, en una etapa de mejora económica.
Visto así, el cuadro local es diferente, inconcluso. El “reperfilamiento” de la deuda y la negociación con el FMI sumarían pinceladas críticas y previas para Alberto Fernández, en caso de llegar a la Presidencia. Se buscan entonces otras referencias o modelos: Uruguay de 2002 y 2003, por ejemplo, con plazos extendidos para los papeles de la deuda, también para rearmar el programa con el FMI. Pero no fue eso solo. Además de “voluntad” de pago, o como expresión de los nuevos compromisos, hubo allí un fuerte ajuste fiscal y hasta un recorte temporal de salarios por la vía de un impuesto.
El tema laboral siempre aparece en el menú de las crisis. Y ningún espejo es del todo grato.
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