
Cuando yo era chica la Navidad no existía en mi casa. Mis padres eran inmigrantes, de Polonia (mi papá) y de Ucrania (mi mamá). Cada vez que Horacio Oliveira, el protagonista de Rayuela, decía "mi madre la de Odessa", yo me sentía parte de la historia. Mi mamá no venía de una ciudad tan importante como Odessa, pero traía lo suyo. Como aprendió el castellano leyendo libros, cada tanto me sorprendía con un lenguaje más educado que el mío. Mi papá, en cambio, nunca aprendió el idioma: tenía una biblioteca portentosa de 3000 volúmenes, todos en idish. Imagínense. Mi abuelo paterno era religioso y nosotros observábamos las celebraciones principales, como el Año Nuevo y el Día del Perdón, sin llegar (en nuestro caso) al extremo de ayunar. Lo que se dice una casa judía.
Y del mismo modo en que mi padre se negaba a hablar en castellano –estoy segura de que era eso– y aun así amasó una fortuna (que eventualmente perdió), del mismo modo, decía, en mi casa se ignoraba la Navidad. Nosotros, mis hermanos y yo, veíamos cómo la ciudad comenzaba a engalanarse: se adornaban las vidrieras, brotaban los árboles de Navidad cargados de luces, en la televisión daban Qué bello es vivir y la calle Florida se llenaba de niños vestidos de blanco cantando villancicos. Veíamos todo eso como en una película, nosotros sentados en la platea. Pero pasó el tiempo y hace rato que no vivo en la casa de mis padres.

Con el tiempo, también, fui comprendiendo que la Navidad trasciende su significado específico, propio de una religión que no es la mía. No me importa. Mi abuelo comprendería qué es lo que me permito tomar de la Navidad. Antes que nada, la celebración de la vida. El rescate de nuestras virtudes, que a veces quedan enterradas bajo el desafío cotidiano. De pronto recordamos que somos buenos, que tenemos cosas para dar. Que podemos amar, perdonar, olvidar, reconstruir, agasajar, agradecer. No es obligatorio ser católico para celebrar la Navidad. Escribo esto con todo candor mientras muchos señalan –algunos enfáticamente– que la Navidad ha perdido su sentido espiritual de origen para convertirse en un acontecimiento puramente comercial.

Está claro que la Navidad es un magnífico estimulante para el consumo: los regalos, la comida, la ropa, los adornos, hay que pensar en todo. Ahora bien: ¿qué tiene de malo? Yo, al menos, ya estoy en una edad en la que hago lo que quiero, ya no vivo en la casa de mis padres. No tengo un cuarto propio, tengo una casa propia. Y me encanta celebrar la Navidad. Pongo un adorno navideño en la puerta de mi casa. No voy a fiestas porque no es mi estilo, pero hago algunos regalos. Me siento buena, me recuerdo humana, no hago planes, simplemente confío, y en el momento preciso me sirvo una copa y me siento en el sofá a ver Qué bello es vivir. x "Podemos amar, perdonar, olvidar, reconstruir, agasajar, agradecer. No es obligatorio ser católico para celebrar la Navidad".
por Cecilia Absatz
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