
Cada 15 de agosto, la Iglesia recuerda que María fue llevada en cuerpo y alma al cielo. Detrás de esta fiesta hay dos tradiciones sobre dónde vivió sus últimos días, pero un mismo mensaje: la vida no termina en la tumba.
El 15 de agosto, la Iglesia católica en todo el mundo se viste de fiesta para celebrar la Asunción de la Virgen María. No se trata solo de una fecha del calendario, sino de una proclamación de fe: que la Madre de Jesús, al concluir su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma al cielo.
Este misterio, vivido por la comunidad cristiana desde los primeros siglos y proclamado como dogma por el papa Pío XII en 1950, no es solo un privilegio para María. Es una señal para todos los creyentes de que la muerte no tiene la última palabra, sino que la vida en Dios es nuestro destino final.
Dos caminos hacia el mismo cielo
La tradición más antigua sitúa el final de María en Jerusalén, donde hoy se venera la Tumba de la Virgen junto al huerto de Getsemaní. Allí, en la quietud del valle del Cedrón, la piedad cristiana contempla el momento en que Dios la llamó a su presencia.
Otra tradición señala a Éfeso, en la actual Turquía, como el lugar donde María habría vivido sus últimos años junto al apóstol Juan. En el siglo XIX, las visiones de la beata Ana Catalina Emmerick inspiraron la búsqueda de la llamada Casa de la Virgen María, una humilde vivienda de piedra que hoy es punto de encuentro para cristianos y musulmanes.
Más allá de las distancias geográficas, ambas tradiciones coinciden en lo esencial: María, plenamente unida a Cristo, no conoció la corrupción del sepulcro.
Un anticipo de lo que vendrá
La Asunción es, para la fe cristiana, como un anticipo de lo que Dios quiere hacer con todos: rescatarnos del poder de la muerte y hacernos participar de su gloria. Por eso San Juan Pablo II la llamó “un faro de esperanza para la Iglesia en camino”.
En un mundo que muchas veces se queda mirando hacia abajo, la Asunción invita a levantar la mirada. María nos recuerda que la meta no está en acumular, dominar o imponerse, sino en vivir en comunión con Dios y con los hermanos, hasta que Él nos llame a su casa.
Cada 15 de agosto, las procesiones, las flores, los cantos y la oración comunitaria expresan esta certeza: que la vida, cuando se entrega con amor, no termina, sino que se transforma. Y como dice una antigua oración, “allí donde fue nuestra Madre, esperamos ir también nosotros”.
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