
Liderar con éxito en el mundo actual exige más que habilidades técnicas o experiencia. Requiere, ante todo, tomar conciencia de nuestras formas de pensar, sentir y actuar frente a distintos contextos. Todos los líderes —sin excepción— tienen un lado duro e inflexible, y otro blando y maleable. La clave no está en elegir uno u otro, sino en aprender a combinarlos de manera armoniosa. Una persona completamente dura, rígida en sus posturas, termina aislándose. Una persona totalmente blanda, que cede, ante todo, se diluye. El liderazgo potente surge del equilibrio. Saber cuándo ser firme y cuándo ser flexible puede marcar la diferencia entre el éxito y el desgaste.
No reaccionamos igual con todos
Muchas veces no somos conscientes de nuestras posturas hasta que una situación nos interpela. Frente al mismo tema, podemos actuar de maneras completamente diferentes según con quién estemos: hijos, amigos, colegas o miembros del equipo. Esto demuestra que nuestra rigidez o flexibilidad no es absoluta. Es situacional, dinámica y profundamente influenciada por nuestras creencias, emociones y niveles de confianza. Reconocer cuáles son nuestras posturas duras y blandas en el liderazgo es un ejercicio revelador. Nos permite diagnosticarnos, conocernos más profundamente y desafiar nuestras propias reacciones. Cuanto más conscientes seamos, más libertad tendremos para elegir cómo actuar, en lugar de repetir patrones automáticos.
¿Qué significa ser duro o ser blando?
Tener una actitud dura implica ser determinante, exigente, con foco en los detalles y con convicción sobre un tema, una persona o un entorno. No damos espacio a otras opiniones. Esa firmeza suele provenir de creencias profundas, muchas de ellas inconscientes, lo que hace más difícil desactivarlas. Cuando sostenemos una postura dura, los resultados —positivos o negativos— nos atraviesan emocionalmente con intensidad. En cambio, la blandura se manifiesta como una mayor apertura. Cambiamos de postura con más facilidad, escuchamos más, y no tenemos una opinión definitiva. A veces, esta flexibilidad nace de un conocimiento moderado sobre el tema. En otras, del miedo a exponernos, incluso cuando sabemos mucho. En ambos casos, se vuelve necesario fortalecer la autoestima para poder expresar lo que pensamos sin temor.
¿Dónde somos duros y dónde somos blandos?
Todos tenemos “territorios emocionales” donde nos volvemos inflexibles: el saber técnico, la autoridad, el respeto, los valores personales. Por ejemplo, hay líderes que no toleran que alguien en su equipo muestre desconocimiento en un tema específico. Su reacción es tajante, emocionalmente intensa y, muchas veces, desproporcionada. En estos casos, estamos frente a alguien que es duro con el conocimiento: no se negocia, se respeta o se descarta. Y también hay momentos, personas o temas donde somos todo lo contrario. Cedemos sin confrontar, evitamos discutir, no defendemos nuestro punto de vista. Esta blandura extrema, lejos de representar habilidades blandas desarrolladas, muestra una falta de seguridad interna que es necesario trabajar.
El liderazgo es una paradoja constante
No somos duros o blandos de forma permanente. Ambas actitudes conviven en nosotros y se manifiestan según la situación. El liderazgo es, en sí mismo, una paradoja: puede ser fuente de grandes alegrías o de profundas frustraciones. De ahí la importancia de cultivar el equilibrio interno que nos permita navegar entre ambos extremos sin perdernos.
El blando no domina las habilidades blandas: solo es un castillo de arena.
El duro no domina las habilidades duras: solo es un elefante en un bazar.
La invitación: conocerse para liderar mejor.
Liderar es un proceso de cocción lento. Requiere conocerse, completarse, desafiarse. Si sos blando, tu desafío será desarrollar habilidades blandas desde la seguridad y no desde el miedo. Si sos duro, necesitas frenar antes de que sea el cuerpo —o las relaciones— quien te detenga.
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