
Las migraciones masivas se han duplicado en la última década y constituyen una cuestión de creciente atención diplomática por su impacto demográfico, social y económico. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) registra en la actualidad aproximadamente 281 millones de migrantes, que incluyen a los 35 millones de refugiados reconocidos por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). La OIM indica que el 3,4% de la población mundial vive fuera de su país de origen, impulsado principalmente por desplazamientos provocados por conflictos armados, gobiernos autoritarios, tendencias demográficas divergentes y circunstancias de fragilidad económica y ambiental.
Una de las vertientes más sensibles se concentra en los migrantes que cruzan las fronteras ilegalmente y que no son reconocidos como refugiados. Según la OIM, se trata de un flujo de casi 100 millones de personas cuya vulnerabilidad los ubica en el umbral de labores ilícitas y, por ende, son percibidos como una amenaza potencial a la seguridad pública. Interpol, sobre la base de información policial Odyssey, estima que el delito clandestino genera alrededor de 6.500 millones de dólares en dos de las rutas principales del tráfico ilegal de migrantes y trata de personas (de África a Europa y de América Central a América del Norte). También reconoce que las herramientas de gestión de fronteras eficientes ayudan a mitigar el problema, pero no resultan suficientes.
Frente a esas circunstancias, resulta necesario un proceso eficaz de mayor cooperación internacional. Lamentablemente, el Pacto Mundial de las Naciones Unidas para la Migración, Segura, Ordenada y Regular (PMM, concluido en 2018 como expresión de soft law) no ha logrado el reconocimiento esperado ni ha contribuido a tratar a la migración ilegal con la prioridad y especificidad que merece. Tampoco parece haber sido eficiente para formular orientaciones que desalienten la migración irregular o que tranquilicen a los países de destino que ven en los criterios del PMM una homologación de migración indiscriminada. En gran medida, esa percepción resulta de la dinámica idealista impulsada por la ONU que considera a la inmigración como un fenómeno global.
Los países receptores de migrantes insisten que el diseño de políticas migratorias pertenece a la esfera soberana de cada Estado y observan con aprensión algunos de los 23 objetivos entrelazados y de confuso lenguaje vinculante que propone el PMM. Australia, Chile y Estados Unidos, por ejemplo, se han disociado del PMM por considerar que el instrumento no distingue entre migrantes regulares o clandestinos y, en ese marco, garantiza desequilibradamente iguales derechos a ambas categorías de migrantes. Brasil, por su parte, también se desmarcó del instrumento durante la Administración Bolsonaro por considerar que aceptar las formulaciones del PMM sería como admitir un mundo de libre tránsito y sin fronteras.
Ante el constante crecimiento de movimientos migratorios irregulares, resulta necesario contar con un PMM que goce de credibilidad y aceptación universal. A tal efecto, sería recomendable aprovechar los mecanismos de revisión del PMM para reducir diferencias sobre los mejores procedimientos para encarar la problemática migratoria clandestina. El próximo Examen regional del PMM, que tendrá lugar en la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) en Santiago de Chile (18-20 marzo 2025), puede ser una oportunidad para encausar el proceso multilateral migratorio con un horizonte más realista ante la perspectiva de una población mundial de 9 mil millones de personas para el 2037.
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