
Nada es para siempre. Fabiola Yáñez estuvo muy enamorada de Alberto Fernández. Sufrió ninguneo, infidelidades. Todo tipo de maltrato, no solo el físico. Pasamos una tarde completa hasta que casi cayó la oscuridad en la Quinta de Olivos. Conocí una persona humilde, inteligente, locuaz. Junto al odontólogo Claudio Romero, armamos proyectos solidarios. Romero tiene el don de ir a los pueblos más pobres con un equipo de profesionales y atender a todos sus habitantes haciendo servicio. Cuando se despide todos pueden reírse: las abuelas, los papás, los chicos. Sonríe la vida. Este era uno de los tantas actividades que iba a emprender Fabiola como primera dama. Solo se necesitaban los materiales, el personal de salud no cobraba un peso. Puro servicio como hacen siempre.
A simple vista se notaba que no tenía poder de decisión. Estos sueños quedaron en la nada. Su situación era eso que se dice en cristiano criollo “alguien que está pintado”, un cero a la izquierda. Ella tenía un vocero, Justo Lamas, quien la trataba con profesionalidad y afecto, pero de un día para el otro desapareció de un plumazo. Algo similar pasó con Vanesa Lío, un cuadro de excelencia de ceremonial que la acompañaba a todas partes. Era su sombra.
Pero todo eso que le hacía bien a ella, era arrancado de su lado como por arte de magia. Lo único que no pudieron borrar fue su participación en Scholas Ocurrentes, la organización pontificia internacional que promueve el intercambio cultural a través de la educación. Fue creado por Bergoglio cuando era obispo y su director, José María del Corral, maestro de maestros, deja su vida día a día acompañando a los jóvenes con sus angustias por todo el mundo. Fabiola participó activamente en esta actividad. Ella era la presidente de Alma, la agrupación de primeras damas unidas para proyectos sociales. Nadie se enteraba de nada. Ella fue muy valorada en ese espacio inclusivo en el que si había que bailar, lo hacía, tirarse al piso, oír a los adolescentes. Era una cuatro por cuatro, todo terreno.

Alberto Fernández tenía un grupo de amigos, esclavos del plato y de la copa que lo acompañaban noche a noche en Olivos. Todos ellos sabían lo que pasaba en la pareja. Miraban para otro lado. Le hacían una claque al gran seductor, macho porteño, que no dejaba mina en pie. Esa era la música para sus oídos. En honor a la verdad, como mujer, a mí no me movía un pelo, un gordito poco alineado. Tampoco era un seductor que te daba vuelta la cabeza con la palabra, ni un político con carisma extraordinario. Menem, no es. Algún encanto oculto tal vez tenga, tanto no lo conozco, desnudo no lo vi. Vaya a saber.
El poder erotiza, es cierto. No fueron pocas las periodistas que entraban a Olivos o Casa de Gobierno y salían primera dama. Eso sí, la realidad no tardaba en imponerse y volvían a ser periodistas. Esta profesión da para todo. El deseo siempre está, pero la vocación es más fuerte. Es el fuego sagrado. La vergüenza ajena la perdí hace tiempo, pero me dolió el alma por la denigración a la cual vi que se sometieron mis colegas. Algunas de ellas, ciegas de resentimiento de pasar a hablar del presidente más valioso de la historia, de un día para otro dijeron de todo, hasta que le gustaba que le pegaran. La que más sangró por la herida llegó a entrevistarlo casi desnuda en vivo y en directo. Fabiola sabía todo y sufría en silencio. Creía con ingenuidad en lo que él le decía. Lloraba mucho, entre conocidas en común no podíamos creer que estuviera tan enamorada.
La angustiaba no poder quedar embarazada, se encomendó a la virgen de Guadalupe, hizo un tratamiento de fertilidad y por fin apareció Francisco en la panza. El amor es ciego, pero la convivencia le devuelve la vista. Fabiola explotó. Gracias a Dios. Pudo emerger de una relación tóxica. Su estado emocional, frágil, es la convalecencia de la enfermedad del alma, esa que no se ve a simple vista. Todavía hay que soportar el lenguaje abusivo del entorno de Alberto: le dijimos que no llevara de primera dama a “una salidora”. Lo demás, es silencio.
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