
Atención: se reclama mayor rapidez en la repuesta digital en las organizaciones. Perdón, muchísima rapidez. Una exigencia actual (y no tanto), porque lo digital aceleró todo. Leí una serie de estudios hace muchos años en Europa que me interesaron y los repliqué experimentalmente en nuevos estudios digitales en América Latina durante 2018. La pregunta que utilizaba era: “Al momento de realizar un trámite digital, cualquiera sea este trámite, ¿cuál sería para usted el tiempo de espera para una respuesta?”. Tomaré uno de esos estudios hechos en Argentina y su principal resultado en aquel entonces: el 93% de los encuestados destacaba que el tiempo de espera para obtener una respuesta digital debiera ser menos de una hora. Incluso, el 29% exigía que sea en menos de 5 minutos.
Ahora, 2024, otro estudio, otro contexto y una medición profesional realizada por la Consultora de opinión pública Zubán-Córdoba con la misma pregunta. ¿El resultado? Las cifras se mantuvieron en valores con el mismo direccionamiento en las respuestas, aunque la presión por la urgencia se incrementó. El 96,42% de los encuestados destacó que, ante un trámite o consulta, pretende una respuesta en menos de una hora. Desagregado: el 34,16% espera una respuesta en menos de 5 minutos, el 42,40% exige que el tiempo de respuesta sea entre 15 y 5 minutos, el 19,84% entre 15 minutos y una hora. Sólo el 3,6% pretende una respuesta más allá de una hora.

Esa ansiedad digital es una especie de revancha frente al trámite presencial. Hacer fila, esperar en ventanilla, llenar un formulario o lo que sea produce un hecho indolente para las organizaciones: gestionar un trámite puede ser algo muy engorroso. Ya desde 2017, Latinobarómetro daba pistas de la complejidad burocrática en la región y un dato alarmante: hacer un trámite toma un promedio de 5,4 horas con notables diferencias entre países no sólo considerando las horas necesarias para completarlo, sino que además incluyendo factores como la cantidad de viajes a las oficinas, los requisitos múltiples, la necesidad de dejar papeles en persona y, muy especialmente la falta de claridad, detallan Benjamín Roseth, Angela Reyes y Carlos Santiso en el informe “El fin del trámite eterno: Ciudadanos, burocracia y gobierno digital”, realizado para el BID. Ellos sentencian: “En ausencia de encuestas, videos u otras fuentes de información desde la perspectiva del ciudadano, numerosos trámites se terminan diseñando en función de las necesidades administrativas”.
Entonces, la demanda primera es la de la respuesta urgente. 5 minutos es urgencia extrema. Es claramente ansiedad digital. Pero no sólo eso: sino achicar el espacio temporal de lo que dura todo un trámite. Sin embargo, al tiempo se le agrega otra demanda significativa. Estudios recientes señalan que más del 80% de los ciudadanos deja a medias algún trámite por no entenderlo. La causa de esta incomprensión no se encuentra exclusivamente en cuestiones tecnológicas, igualmente se ha detectado que el propio lenguaje administrativo constituye una barrera entre la ciudadanía y la Administración. Eso performa un nuevo derecho ciudadano: el derecho a entender. No hay equidad ciudadana sin una comprensión plena e informada de todos. Y no sólo es un problema de los gobiernos. ¿O acaso alguien no se enfrentó la impotencia de sobrellevar un trámite frente a un árbol de posibilidades de un chatbot o call center inteligente que disuaden la queja o la baja de un servicio privado por ejemplo?
Existe una deliberada falta de transparencia en la generación de “laberintos digitales”. No descarto la ignorancia y la impericia en los prestadores de servicios. Pero tampoco puedo dejar de pensar en la acción decidida para desincentivar algo -el hacer algo como derecho, e incluso muchas veces como obligación-, en lo público y en lo privado.
Lograr accesibilidad tecnológica representa un supuesto que no debiera discutirse. Para hay que ubicar también algo se discute poco: la accesibilidad en el contenido. Una pregunta poco cómoda: ¿Se garantiza que todas las personas, independientemente de su nivel de educación o habilidades, puedan comprender y utilizar los servicios digitales? No. Sean ciudadanos o clientes, la respuesta es no.
No puede aceptarse que la digitalización no incorpore criterios de usabilidad para legos -los que no sabemos-. La profesora española María del Mar Imaz Montes, en su escrito “De la transparencia al Gobierno Fácil: Un repaso a la luz del lenguaje claro” (2023), recoge algunos datos de diversos estudios: 82% de los ciudadanos considera que el lenguaje jurídico es “excesivamente complicado y difícil de entender” (Informe de la Comisión de Modernización del Lenguaje Jurídico”), 78% de los textos administrativos no son claros, asimismo el 72% de los trámites administrativos (Agencia Prodigioso Volcán). Ahí nace otro formato de ansiedad digital: la generada en el ciudadano medio al tener que solicitar o afrontar un trámite frente a pantallas con formato o mensajes incomprensibles.
La modernización es un tema serio. Simplificar, digitalizar requiere de otra cabeza. Requiere de nuevos lenguajes y transversalidad. De eliminar las inercias que no son abordadas. No solo de accesibilidad. La digitalización no puede ser un fin. No lo es. Es un medio para algo y presupone ahorros, entre otras cosas, de tiempo. Eso es calidad de vida ciudadana. Con ansiedad digital no hay calidad de vida. Todavía, mucho de lo digital sigue siendo pensado con patrones analógicos. Falta mucho, falta en lo público y falta en lo privado.
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