[El autor es diputado nacional y ex embajador ante la Santa Sede]
Recuerdo perfectamente el lugar y la hora en que estaba cuando me enteré que Jorge Bergoglio había sido anunciado como nuevo Papa. Llamé a Alicia Oliveira, su gran amiga y ella lloraba desconsoladamente, no de emoción como todos los argentinos, sino de tristeza porque no lo iba a ver más.
Si hay algo que me conmueve del Papa Bergoglio, como lo llaman los vaticanólogos, es su geopolítica pastoral. Es un gran motivador para que las partes enfrentadas se sienten en una mesa. No es poca cosa. Lo hizo con Cuba y Estados Unidos. Lo hizo en Colombia donde después ganara el NO en aquel referéndum por la Paz, se puso ese país al hombro, juntó a Álvaro Uribe y al entonces presidente José Manuel Santos en El Vaticano y lo coronó con su viaje a ese país el 6 de Septiembre de 2017. Está realizando gestiones de paz entre Armenia y Azerbaiyán; Armenia y Turquía, las dos Coreas, Israel y Palestina, con Irán y el G5 por el desarme nuclear, Rusia Ucrania. Hay veces que sus oficios dan resultados y otras no. Pero no cesa en su compromiso.
Su primera herramienta fue la fuerza de la oración. Cuando el Presidente Barack Obama anunció una invasión a Siria, Francisco convocó a una jornada mundial de oración para impedirlo. Fue tan arrolladora que el presidente Obama, en la cumbre del G20 en San Petersburgo, se vio forzado a declinar la acción.
Dicen en Roma que los Papas definen su Pontificado en la primera salida del Vaticano, dentro de Italia y fuera de ella. Francisco viajó a la Isla de Lampedusa, último enclave de Italia, cerca del África, para vestir de coherencia su discurso sobre la necesidad que la Iglesia salga de su ensimismamiento y busque las periferias existenciales del mundo. Miles y miles de iraquíes, libios y sirios que sobreviven en barcas huyendo de la desintegración que comenzó Occidente y siguió el Estado Islámico. “¿Quién es el responsable de la Sangre de estos hermanos?” Ninguno, respondemos, yo no tengo nada que ver, somos una sociedad que ha olvidado la experiencia del llanto”, “Ellos están acá, porque antes nosotros estuvimos allá”, fueron sus expresiones más terminantes.

Ha instalado discusiones y términos que llevan su marca registrada para denunciar los males actuales de la globalización. Así, habló de la “cultura de la indiferencia”. No son migrantes, dijo. Son refugiados que huyen de las guerras. “Malditos los que fabrican armas y malditos los que las venden, esos son los que hacen las guerras”.
El primer viaje fuera de Italia fue a Albania, un país donde el 97% de su población es musulmana. La inter religiosidad que practicaba en Buenos Aires con el Instituto del diálogo interreligioso que fundó cuando era cardenal, es quizás una de las herramientas más importantes y creíbles que tiene Francisco para su mensaje pastoral. “No es justo identificar al islam con la violencia”, sentenció, “ustedes son nuestros hermanos y hermanas mayores en la fe”. “Todos pertenecemos a una única familia, la familia de Dios” advirtió al visitar la Sinagoga de Roma.
“Ningún pueblo es criminal, ninguna religión es terrorista”, se atrevió a manifestar, en una expresión subversiva para muchos de los cruzados del viejo continente.
Francisco denuncia al capitalismo financiero que genera la “cultura del descarte”, como “una cultura de la exclusión a todo aquel que no esté en capacidad de producir según los términos que el liberalismo económico exagerado ha instaurado”, y que excluye “desde los animales a los seres humanos, de los jóvenes sin trabajo, de los ancianos, de los pobres, de los hambrientos”.
Frente a esto propone practicar la cultura del encuentro. Una sociedad donde las diferencias puedan convivir complementándose, enriqueciéndose e iluminándose unas a otras. De todos se puede aprender algo, nadie es inservible, ningún ser viviente es prescindible.
El Papa sueña con un mundo donde prime la fraternidad, el respeto por nuestras culturas y tradiciones diferentes, nuestras ciudadanías diferentes. Porque “o somos hermanos, o nos destruimos”. La fraternidad es hoy “la frontera” sobre la cual debemos construir la paz. Una paz que no es sólo la ausencia de guerra, porque “no hace falta la guerra para hacer enemigos”: basta prescindir del otro, mirar hacia otro lado, como si el otro no existiera. Porque, “o somos hermanos, o somos enemigos”, ese es el desafío de nuestro siglo.
Por último, nos interpela que, en una sociedad fraterna, toda persona tiene que tener derecho a la tierra, al techo y al trabajo digno.
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