
Nuestra educación es desigual y no logra los resultados que esperamos. Sabemos que la situación socioeconómica de las y los alumnos incide en sus trayectorias y aprendizajes: el nivel educativo de madres y padres, la estimulación en los primeros años, el trabajo infantil o adolescente, entre otros factores, generan condiciones desiguales para aprender. Es imperioso que haya políticas económicas y sociales que produzcan mejoras en las condiciones de vida, más aún en el contexto que atravesamos.
Sin embargo, la investigación también señala que escuelas con una buena gestión y buenos/as docentes obtienen resultados positivos, aún en contextos desfavorecidos (imaginemos cuánto más podrían lograr si se redujeran las desigualdades…). De hecho, en nuestro país, hubo mejoras en lengua, en la inclusión y en la repitencia, que se debieron, en buena parte, al compromiso de las y los docentes. Conclusión: las y los docentes no pueden solos, pero pueden mucho.
Necesitamos mejorar la calidad de la enseñanza. Algunas claves son: priorizar la enseñanza de los contenidos acordados a nivel federal, proponer estrategias diversas y más significativas para las y los alumnos, tener altas expectativas sobre ellos, evaluarlos y retroalimentarlos constantemente, y revisar las estrategias didácticas a la luz de sus aprendizajes. Un cuestionario implementado por el Ministerio de Educación de la Nación en el año 2016 mostró que más del 80% de las y los docentes de primaria acordó total o parcialmente con que la mayoría de los/as estudiantes con bajas notas necesitan apoyo externo para mejorar, y más del 40% de primaria y secundaria, con que la propuesta didáctica no está pensada para las y los jóvenes/niños de hoy. 4 de cada 10 se mostraron poco optimistas respecto de la posibilidad de completar el programa del año.
Para mejorar las prácticas de enseñanza, tiene que haber, ante todo, docentes formados/as en todas las aulas. Lamentablemente, no contamos con datos oficiales públicos posteriores al Censo Docente 2004; allí ya se verificaba que un 15% de quienes enseñaban en Polimodal no contaban con título docente. En algunas materias, los puestos docentes se cubren con licenciados o técnicos superiores sin ninguna formación en pedagogía, incluso con egresados/as de nivel secundario. Necesitamos ofrecer a estas personas una formación centrada en la enseñanza. Este era el sentido de los Trayectos de Fortalecimiento Pedagógico que desarrollamos en el Instituto Nacional de Formación Docente (INFoD) entre 2016-2019. En CABA avanzamos en esta misma dirección con la reforma de la carrera docente, estableciendo un tramo pedagógico como obligatorio para ser titular de un cargo docente.
En segundo lugar, necesitamos transformar los contenidos y la formación de los profesorados. Estudios nacionales mostraron que muchas carreras presentan una cantidad excesiva de materias, reiteraciones y omisiones de contenidos y de bibliografía, y que en los profesorados de educación secundaria persiste una tradición “academicista”: poca formación en pedagogía y mucha en la disciplina (y agrego: esta última no siempre orientada a lo que un docente debe enseñar en la escuela). La exposición de docentes continúa siendo la estrategia predominante, mientras que el análisis de casos, la resolución de problemas, la generación de debates o el uso de tecnologías son menos frecuentes, aunque esperamos que sí lo sean en las escuelas.
En tercer lugar, las y los profesionales aprendemos de nuestro trabajo y continuamos formándonos luego de nuestras carreras, para actualizarnos, especializarnos, mejorar nuestro desempeño y crecer laboralmente. También es importante que las organizaciones desarrollen procesos de mejora y de aprendizaje constante. En este marco, precisamos construir políticas y una red de programas destinados a la formación de docentes en ejercicio y al acompañamiento a escuelas, más aún en contextos cada vez más complejos para la enseñanza.
La mayoría de nuestras instituciones están concentradas en el dictado de profesorados. En general, la formación de docentes en ejercicio o el apoyo a escuelas se llevan a cabo con menor intensidad y a través de programas financiados con fondos nacionales, internacionales o de fundaciones, lo cual limita la autonomía de las jurisdicciones para dirimir y sostener sus propias políticas. Aún contando con una basta cantidad de instituciones formadoras, esta definición responde, en parte, a que sabemos que hay aspectos a mejorar en la formación que ofrecen y, por otra parte, a que las propias instituciones no conciben a estos programas con la misma jerarquía.
Tenemos uno de los sistemas más grandes y extensos de la región: más de 1.500 sedes de institutos superiores y de 60 universidades. Brasil tiene más de 1.200 instituciones (con una población que cuatriplica a la nuestra); Colombia tiene menos de 250 y Uruguay y Chile, menos de 100. Nuestras instituciones y ofertas han crecido sin una planificación adecuada: existen carreras superpuestas o que no dialogan con las necesidades del sistema educativo o con las posibilidades de inserción laboral de sus egresados/as. A modo de ejemplo, en algunas jurisdicciones, hay más docentes de nivel inicial o primario que puestos de trabajo; estos/as docentes emigran a otras jurisdicciones (por ejemplo: del NOA a la Patagonia), se mantienen subempleados o desocupados o tardan años para acceder a horas o cargos estables en el sistema.
No es posible garantizar calidad (infraestructura, tecnologías, bibliotecas, profesores con dedicación intensiva, vinculación con universidades internacionales, becas y traslados para estudiantes) en las más de 1.500 sedes, escasamente planificadas. Con más del 50% de pobreza infantil y con serias deudas en la educación obligatoria, tenemos la responsabilidad social de garantizar prioridades y eficiencia respecto de cada centavo que se invierte en educación superior. Pero sí es posible transitar hacia una red de instituciones interconectadas que desarrollen distintas funciones y programas: profesorados en localidades estratégicas de cada jurisdicción y con condiciones de excelencia, ofertas de formación de docentes en ejercicio, acompañamiento a procesos de mejora en las escuelas.
Esto requiere una planificación sistémica, la reorganización de la inversión actual y un compromiso sostenido de autoridades e instituciones. Un arduo trabajo no exento de resistencias del statu quo. Pero, al mismo tiempo, representa una posibilidad de jerarquizar las instituciones, profundizar las políticas y atender a los enormes desafíos y desigualdades que atraviesa nuestro sistema educativo. No hay mejora educativa sostenible si no nos ocupamos de la formación de las y los docentes.
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