
La Argentina transita en algunos circuitos educativos situaciones previas al momento de su constitución como un sistema moderno. Recordemos que esto sucedió a fines del siglo XIX con la ley 1420 que estableció la escuela obligatoria, laica y gratuita para toda la población. Recién avanzados los años 80 del siglo pasado se consiguió la universalización de la educación primaria. Eso significó haber generado en toda la población el hábito de mandar a sus hijos a la escuela y del cumplimiento por parte del Estado, de la obligación de poner a disposición de cada chico una escuela con sus docentes.
A lo largo de todo el siglo pasado y lo que va del actual se vienen registrando acciones que impiden que el encuentro entre docentes y alumnos se haga de forma satisfactoria. Por una parte sabemos que la infraestructura escolar no siempre está disponible o al alcance para quien la necesita y, por otra, somos de los países con más alta tasa de ausentismo docente y que más tiempo mantuvimos las escuelas cerradas durante la pandemia.
De la catástrofe del cierre de la pandemia ya hemos dicho mucho. Hoy me ocupa el ausentismo provocado por los paros docentes. Tras la vuelta a la democracia, el sistema educativo nacional se ha caracterizado por un elevado nivel de conflictos docente. Se calcula que desde el inicio de la democracia los paros docentes han restado más de 2 años de la formación de los alumnos.
Tíos, abuelos, hermanos mayores, vecinos solidarios participan de una red armada por las familias para atender estos imprevistos que, por supuesto, cubren solo el cuidado y no pueden remedar la interrupción de los procesos pedagógicos con el consiguiente daño en los aprendizajes de los chicos.
Entonces, es necesario modificar esta situación con una legislación que pare el drenaje del tiempo educativo y evite la desorganización que esto genera en las familias.
Lo primero es hacer de la educación un derecho esencial y como tal imposible de suspender sea cual sea “la causa”. La “Ley de continuidad del aprendizaje y derechos que protege la escuela” promovida actualmente en la Cámara de Diputados de la Nación por la oposición apunta a obligar a las escuelas a permanecer abiertas durante todo el ciclo lectivo.
Lo hace declarando, en primer lugar, la condición de “derecho esencial de la educación” y diseña un sistema de guardias escolares para efectivizarlo. Para ello establece que el equipo de conducción de cada establecimiento debe realizar en cada inicio del ciclo lectivo una nómina del personal docente y no docente que será afectado al régimen de guardias mínimas. Las guardias comprometerán al 50% del equipo docente, auxiliar y directivo.
El sistema se aplicará en caso que sucedieran medidas de acción directa, indirecta, paro o huelgas docente o no docente que afecten el normal dictado de clases.
La ley establece, también, la obligatoriedad del cumplimiento del calendario escolar y establece que son las jurisdicciones las que deben velar por su cumplimiento.
Es de prever que de dictarse la ley se sucederán dos efectos que deberán evitarse. Por un lado, una reacción negativa de los gremios que en los últimos 40 años han hecho de la resistencia al trabajo el principio que orienta su actividad gremial. En relación a esto creo que la sociedad civil está ya alerta y es de esperar que esté activa en la defensa de sus intereses y la de sus niños y jóvenes.
El segundo efecto es que las guardias escolares se interpreten como un tiempo de aguante y encierro ocioso de los chicos. Para evitar que esto suceda, los cuerpos de gobierno de las jurisdicciones deben estar atentas a idear modos de trabajo para acercarle a los equipos docentes. Que permitan un aprovechamiento adecuado de las jornadas escolares. En este caso también es necesario que los padres estén atentos para reclamar aquello a lo que tienen derecho sus hijos y el sistema no les proporciona adecuadamente.
Para que se efectivicen los derechos que las leyes reconocen en nuestro país se requiere una sociedad civil activa y vigilante para poner fin a la impunidad con que el sistema viene tratando a nuestros alumnos.
Nuestros docentes no pueden ser pensados como resistentes a su trabajo sino como profesionales responsables por el aprendizaje de los niños y jóvenes junto con los directivos, supervisores y funcionarios públicos. De aquí en más la alianza debe ser de docentes y padres para construir una educación de calidad.
La autora es especialista en educación e investigadora de FLACSO
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