Tratamientos para los consumos problemáticos de drogas y vulneración de derechos

Algunas reflexiones a partir de la muerte de cuatro personas en una comunidad terapéutica de Pilar

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En febrero, se incendió un centro de rehabilitación no habilitado en Pilar: cuatro muertos (San Martín Noticias/Pilar a Diario)
En febrero, se incendió un centro de rehabilitación no habilitado en Pilar: cuatro muertos (San Martín Noticias/Pilar a Diario)

El lunes 21 de febrero cuatro personas que estaban internadas en el Centro privado de recuperación Resiliencia San Fernando, de Pilar, murieron intoxicadas con monóxido de carbono, a partir de un incendio que se desató luego de que uno de ellos prendiera fuego un colchón a modo de protesta por las pésimas condiciones en que se encontraban. De acuerdo con la información relevada por la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), el centro no estaba habilitado, las ventanas de las habitaciones tenían barrotes, no había matafuegos ni salidas de emergencia. Los internos estaban hacinados, sobremedicados con un cóctel de psicofármacos que pudo haber dificultado la respuesta y eran obligados a permanecer en las habitaciones 23 horas por día, exceptuando los 60 minutos destinados al almuerzo y la cena. Según la CPM, la institución ya había sido denunciada luego de que un interno muriera ahogado en la pileta de natación.

El lamentable suceso se suma a otros hechos recientes vinculados con el mundo de los abordajes para los consumos de drogas como la clausura de la comunidad terapéutica San Antonio de Pilar, luego de que su administrador amenazara con un arma de fuego a los internos, el arresto de tres integrantes de una comunidad terapéutica que le aplicaron a un joven en Lanús, al que fueron a buscar a su casa para internarlo compulsivamente, un sedante que le causó la muerte y la clausura de la Comunidad Terapéutica Cumelén en Olavarría por un caso de abuso sexual y un suicidio.

La serie de trágicos acontecimientos y, en los últimos días, las cuatro muertes en el Centro Resiliencia San Fernando reinstalaron una serie de discusiones en relación a las instituciones que brindan tratamiento para los consumos de drogas y, en particular, sobre el funcionamiento de las comunidades terapéuticas y su legitimidad para abordar la problemática. Algunas voces volvieron a poner sobre la mesa el reclamo por la plena implementación de la Ley Nacional de Salud Mental, sancionada en 2010. La ley, y en particular la interpretación de uno de sus artículos al momento de su reglamentación en 2013, impusieron para 2020 el cierre de todos los dispositivos monovalentes de internación en salud mental. De acuerdo con la ley, las adicciones son consideradas problemáticas de salud mental. En este marco, las comunidades terapéuticas son catalogadas como dispositivos monovalentes, del mismo modo que los neuropsiquiátricos, por lo que también deberían haber cerrado sus puertas dicho año o, en su defecto, haberse transformado en dispositivos comunitarios.

¿Es razonable que se haya puesto en tela de juicio una arraigada metodología de trabajo en función de las violaciones a los derechos humanos que pueden haber tenido lugar en algunas -e incluso muchas- de las instituciones que implementan esta metodología? Más allá de lo extendido que pueda estar el fenómeno, creo que siempre conviene tener dos precauciones: no generalizar el abuso y no abusar de la generalización.

Las violaciones a los derechos humanos y los tratos degradantes en un conjunto de instituciones no justifican el cierre de todos los centros que emplean una metodología determinada. Por el motivo que fuera, cuando las violencias tienen lugar en instituciones dedicadas a otras temáticas (sin ir más lejos, la escuela), fluye naturalmente la práctica de separar el centro involucrado en la vulneración de derechos de la metodología o de La Institución y de diferenciar a los responsables de los roles que desempeñan (el eje es el/la profesor/a X, no la figura de profesor/a).

La Federación de Organizaciones no Gubernamentales de la Argentina para la Prevención y el Tratamiento del Abuso de Drogas (FONGA), una red que nuclea a más de 60 instituciones a nivel nacional, especialmente comunidades terapéuticas, viene alertando desde hace años sobre la existencia de pseudo centros de rehabilitación que funcionan al margen de la ley y no cuentan con regulación de ningún tipo. De acuerdo con sus estimaciones, por cada centro habilitado, funcionan tres que no lo están. Para entender las causas que llevan a tantas personas a estas instituciones clandestinas basta pensar en la ausencia de información sobre la temática, lo poco accesibles -cuando no expulsivos- que son algunos dispositivos, los largos tiempos de admisión que a veces pueden tener y la desesperación de tantas y tantos usuarios problemáticos de drogas y de sus familias.

Dos elementos del funcionamiento de las comunidades terapéuticas fueron especialmente cuestionados. En primer lugar, un aspecto tan antiguo como el propio abordaje y constitutivo del mismo: el aislamiento prolongado de los residentes. A través del aislamiento se busca una desconexión total con el modo de vida que habría dado lugar al consumo de drogas, así como evitar las “tentaciones” a la que las personas pueden estar expuestas en sus lugares de origen.

Alberto Trímboli, director nacional de investigación de SEDRONAR, realiza una buena y necesaria diferenciación entre “internación” y “encierro”. Si el encierro es una vulneración de derechos, la internación y el aislamiento son opciones terapéuticas. Se puede estar más o menos de acuerdo, pero si son consentidos, no pueden desestimarse como parte de una metodología de trabajo orientada a la rehabilitación.

Las críticas no pueden desconocer lo que estas instituciones representan para el gran número de individuos que pasa por ellas y, especialmente, para aquellos que encuentran en estas una plataforma deseable para delinear sus proyectos de vida. Tal como hemos observado en múltiples investigaciones, así como hay personas que no responden bien a los tratamientos residenciales y los abandonan rápidamente, hay personas -especialmente cuando el grado de compromiso con el consumo es mayor- a las que los tratamientos ambulatorios no les resultan. Nada sorprendente en una época en la que, como dice la famosa publicidad, “cada persona es un mundo”.

Algunos análisis criticaban también que sean “ex adictos” quienes monten y conduzcan centros de rehabilitación. Esta experiencia también se remonta a los propios orígenes de las comunidades terapéuticas y se fundamenta en la idea de que un ex adicto es quien mejor podría entender a un adicto. Por otra parte, este constituye muchas veces una “prueba viviente” de que la rehabilitación es posible. No se trata de desmerecer la importancia del conocimiento teórico y la profesionalización en el abordaje de las adicciones (ni, por supuesto, de desconocer lo fundamental que es la existencia de un equipo médico que pueda realizar primeros auxilios a los internos), sino de reconocer que, muchas veces, las experiencias de quienes “pasaron por lo mismo” pueden brindar valiosos aportes.

Si queremos construir una verdadera política de prevención y asistencia de los consumos problemáticos de drogas tenemos que avanzar hacia un sistema integrado de respuestas en el que el Estado tenga un rol protagónico, tanto a través de dispositivos propios, como de la auditoría y control de las iniciativas de la sociedad civil; con acciones de promoción de derechos e inclusión social, con programas de prevención y de reducción de riesgos y daños y con tratamientos de diverso tipo con modalidades de atención diferenciadas. Pero, sobre todo, tenemos que promover un debate sin reduccionismos, prejuicios, posturas maniqueas ni discursos de desinstitucionalización que solo tienen como resultado el desamparo de muchas personas con consumos problemáticos que buscan aliviar sus padecimientos.

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