
Cuando año tras año leemos noticias de incendios en diversos lugares de globo, nos embriaga una sensación de deja vú, de que esto ya lo vivimos y se ha vuelto cíclico.
Las fotos de animales muertos, quemados o huyendo, cielos pintados de humo, tierras desoladas y vegetación ardiendo inundan los medios y parecen convertirse en un reporte clásico (y atroz) de ciertas épocas del año (fire seasons).
Las enormes pérdidas económicas y materiales (desde siembras hasta alambrados, que son indispensables para contener la hacienda), así como las afecciones a la salud (principalmente en las vías respiratorias, la vista y la piel), cuando no de muertes, tienen vasto registro. Y por encima, por supuesto, el desastre ecológico, el daño muchas veces irreversible a los ecosistemas, el sufrimiento de seres vivientes, y en el caso de la fauna, “sintientes”, porque experimentan el dolor.
No hace falta remontarnos mucho en el tiempo para encontrar ejemplos: en el 2020, junto a la expansión de la pandemia Covid 19, los salvajes incendios de California y Australia acompañaron el dramático escenario del Amazonas, con la amenaza de pérdida de especies (como caimanes, coatíes, nutrias, yaguares, tucanes y garzas) por los incendios en Mato Grosso, el mayor humedal del mundo, cuyo bioma es compartido con Paraguay y Bolivia.

En paralelo, en nuestro país, con epicentro en Córdoba y Santa Fe, fueron once las provincias afectadas (a las mencionadas se suman Entre Ríos, Corrientes, Buenos Aires, La Pampa, San Luis, Santiago del Estero, Misiones, Catamarca y la Rioja) y los más perjudicados fueron los pequeños productores y la población de las zonas aledañas. La Corte Suprema de Justicia de la Nación tuvo que intervenir, en forma originaria, en la demanda de una asociación civil (“Equística Defensa del Medio Ambiente”) contra las provincias de Santa Fe, Entre Ríos, el Estado nacional y dos comunas, en agosto de ese año, ordenando la conformación de un comité de emergencia.
Ahora toca a los Esteros del Iberá.
Todos nos conmovemos con las imágenes, viralizadas en redes sociales, de yacarés emigrando, algunos en manada, del fuego luego de que en la provincia de Corrientes los incendios destruyeran más de 600.000 hectáreas, un 7% de su territorio, cifra en constante crecimiento. Esta situación extrema, que genera reproches y acusaciones cruzadas, pone en riesgo el principal proyecto de “rewilding” del país, que hasta el momento venía obteniendo importantísimos logros en la reintroducción de especies como el yaguareté o el guacamayo rojo, que habían desaparecido de la región hacía varias décadas.
Si tomamos distancia de los episodios en particular, para indagar, en general, por los motivos de este desastre recurrente, aparece la misma concurrencia de factores naturales y humanos. Los primeros, la sequía, el viento, las altas temperaturas; hay una incidencia del cambio climático que parece difícil seguir negando.
Los segundos, insuficiencia de políticas y partidas presupuestarias, deficiente anticipación, o cuando la hubo (porque existen a esta altura suficientes programas de monitoreo climático), tardanza en reaccionar o subestimación de su alcance; junto a las vastas desforestaciones y a la “costumbre” de prender fuego la tierra para abonarla: la famosa y vetusta práctica de quema de pastizales, que luego se vuelve incontenible. Se combinan, entonces, acciones y omisiones del sector público, pero también del sector privado.
Desde la percepción de los hechos consumados, y más allá de las cuestiones operativas propias de los expertos, puede aceptarse que herramientas legales hay: existe una Ley de Control de Actividades de Quema (Ley 26.562/09) y otra Ley sobre Manejo del Fuego (Ley 26.815/12), que se suman a otras tantas reglamentaciones.

Sin embargo, debe repensarse y debatirse sobre una norma de protección de “Humedales” (que es como técnicamente se define el microsistema de los Esteros del Iberá) que tutele sin obstruir la actividad turística y productiva; y en una nueva tipificación, con penas más altas (y, por tanto, disuasivas), del delito de incendio, donde el bien jurídico protegido sea el medio ambiente y sus componentes, más allá de la clásica figura del Código Penal que protege la seguridad pública.
Esta “pata” legal, y su aplicación efectiva, constituye una parte del trípode que debe completarse con el abordaje idóneo de los dos factores antes señalados, para obtener un progreso consistente. Que no lleguemos al desolador estadio en que “lluvia salvadora” sea la única manera de detener el fuego.
* Los autores son titular de la Fiscalía General de la Ciudad de Buenos Aires y Jueza de la Sala II de la Cámara Federal de Apelaciones de Salta y doctora en Derecho por la UBA
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