
El homicidio -la ejecución- del kiosquero de Ramos Mejía, Roberto Sabo, nos conmovió a todos.
Era preocupante la naturalización de las muertes violentas que se venía observando en los últimos tiempos. Sin embargo, la sociedad argentina -muchas veces indiferente o banal- explotó. Hubo una explosión de bronca, de impotencia, de dolor, de reclamos.
Hubo una manifestación espontánea, con ribetes dramáticos. Ver y escuchar a una familia quebrada en mil pedazos, movilizó los sentimientos de todos, aun de los más duros. Hubo gritos e insultos, sí. Pero también hubo lágrimas silenciosas. Profundas. Viscerales.
Los funcionarios, en pleno hervidero electoral, sorprendidos, intentaron ¨pasar la pelota y no quedar en offside¨. El más osado fue el Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Sergio Berni. Para él, el salvaje homicidio ¨no se trató de una cuestión policial¨, para inmediatamente recargar las responsabilidades en el Poder Judicial y su ¨puerta giratoria¨.
Existen varios argumentos para rebatir a Berni su insólita defensa, algunos de raigambre constitucional. Cuál de los tres poderes del Estado sanciona las leyes, por ejemplo. Sin embargo, aprovecharé su “pase de pelota”, para recibirla y hacerla rodar un poco en el propio campo.
Desde hace 35 años se viene insuflando en las facultades de Derecho, en los institutos de postgrado, en conferencias, cursos y jornadas, y hasta en los Consejos de la Magistratura, la pseudo-doctrina hija del marxismo cultural, edulcorada con pizcas de Foucault, que postula -entre otros disparates- que el criminal es “obligado” a delinquir por ser una víctima del sistema capitalista que lo excluyó, quitándole oportunidades…
O que la reincidencia y la peligrosidad son categorías estigmatizantes del Derecho Penal del Enemigo.

En los albores de la restauración democrática, los abolicionistas locales (jóvenes abogados y estudiantes de Derecho con veleidades parisinas, creídos continuadores de la estudiantina francesa de 1968), en los bares y cafés universitarios y en los incipientes “grupos de lectura”, extrapolaron ideas y posturas de la Europa Continental de posguerra, equiparando los sistemas penales totalitarios del Viejo Continente con los existentes en estas latitudes. La progresía académica quedó maravillada con ese revoltijo.
Ninguno de aquellos “iluminados” se atrevió a hablar de ABOLICIONISMO. Amparados en la obra del italiano Luigi Ferrajoli, “Derecho y Razón: Teoría del Garantismo Penal”, se autoadjudicaron el mote de “garantistas”.
Desde entonces siguen intentando modificar el lenguaje jurídico-penal. A partir de aquellos inquietos años post dictadura, el crimen se dice “conflicto”. Criminal se dice “sujeto en conflicto con la ley penal”. Cárcel se dice “jaula de exterminio”. Sistema penal del Estado se dice “aparato represivo”. Estado se dice “organización política deslegitimada”. Derecho Penal se dice “discurso represivo deslegitimante”. Poder Judicial, policías, servicios penitenciarios, patronatos de liberados, etcétera, se llaman “agencias del poder punitivo deslegitimado”. Y así.
Pero el término “garantismo” o, mejor dicho, su malintencionada utilización, fue lo más dañino.
Se creó en la conciencia colectiva que el cumplimiento de las garantías constitucionales, es decir, el respeto irrestricto a los postulados de la Carta Magna, era equivalente a crear un sistema punitivo laxo, irritantemente laxo. Los abolicionistas se camuflaron de garantistas y crearon una confusión semántica que llega hasta nuestros días.
“¡Fuera, jueces garantistas!”, vociferan algunos ante resoluciones judiciales contrarias al sentido común. En paralelo, desde las cátedras de Derecho Penal, de Derecho Procesal Penal, de Criminología, etc., los nuevos gurús baten el parche de la “derecha fascista” que quiere colonizar el “aparato represivo”, sin respeto alguno por las garantías fundamentales.
El alumnado, compra, Se enfervoriza. El discurso romántico y rebelde contra la autoridad, el poder y las “agencias policiales”, fanatiza a la mayoría. Es una tarea lenta, pero constante.

Aquellos jóvenes alumnos hoy son -muchos de ellos- magistrados judiciales agnósticos de la pena. Sienten pena al aplicar las penas. Son abolicionistas. No creen en el Derecho Penal que juraron defender el día de su toma de posesión en el cargo.
El perjuicio es inconmensurable. Se dañó el juicio crítico de una generación de abogados. Se anuló la mesura, la prudencia, el equilibrio.
El criminal ya no es tal. Ahora es un individuo en conflicto. La amenaza de pena, no sirve. La cárcel, tampoco.
La banalización de la ilegalidad. La apología de lo prohibido.
El Derecho Penal Argentino está gravemente herido.
Lloran desde el más allá Soler, Nuñez, Fontán Balestra, Peco y tantos otros maestros que supimos disfrutar al leerlos.
*El autor es Fiscal del Ministerio Público
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