El mal argentino “no es un hecho histórico sino un estado del alma: es la falta de fe, el vacío del descreimiento”. Víctor Massuh, La Argentina como sentimiento, 1982. Los que nos psicoanalizamos, con o sin rubor de reconocerlo públicamente, sabemos lo que es una herida narcisista. Los que no lo hacen pero son informados, también lo saben.
Decía hace unos días en Infobae que, a mi modo de ver, el coronavirus era la cuarta herida narcisista de la Humanidad provocada por la ciencia: la primera fue cosmológica; la segunda, biológica; la tercera, psicológica; y ahora, la inmunológica.
Me propuse hoy pensar en cuáles fueron, si las hubo, las heridas narcisistas de la Argentina como sociedad. De inmediato, me di cuenta de que no es un tema fácil. No se trata de hablar de los males del país, porque si así fuera correrían ríos de tinta; ni de echar culpas: en eso somos bastante buenos. Se trata, mas bien, de identificar hechos muy relevantes de nuestra historia frente a los cuales los argentinos nos dimos cuenta de que algo muy importante para nosotros no era como creíamos. Y cuando digo “los argentinos” digo todos, no los de un partido o de otro.
En este caso, no será la ciencia la que pudo haber infligido, si la hay o las hay, una o más heridas narcisistas a la Argentina. Lo primero que propongo es limitar la búsqueda al siglo XX. Es un espacio temporal con variadas experiencias políticas, aunque con repetidos y lamentables intervalos de ausencia de democracia.
¿Qué esperaba el mundo de la Argentina al inicio del siglo XX? ¿Qué esperaban los argentinos? Evidentemente, siempre fue un anhelo común, de todos, el tener un Estado de Bienestar en los que la pobreza y el desempleo tuvieran tasas mínimas; que la salud pública, la educación y la seguridad tuvieran unos estándares destacables por buenos.
Hoy todo se mide
Así, los organismos internacionales, y también entidades privadas, han ido creando una variedad de índices para medir todo en términos de bienestar y malestar, de riqueza o de pobreza. Uno de ellos es el Índice de Desarrollo Humano (IDH), elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Y también tenemos nuestros propios organismos técnicos encargados de realizar mediciones y estadísticas que, son más o menos, creíbles según las épocas.
Nuestra herida: el gran fracaso
Bien, cualesquiera que sean los índices que apliquemos a la Argentina al final del siglo XX relacionados con el Estado de Bienestar, el resultado producirá una honda decepción como sociedad. Son escalofriantes. Los hechos son irrefutables. No fuimos, ni por asomo, lo que prometíamos ser en las tres primeras décadas del siglo XX.
Eso sí, culpables siempre son los otros, “no nosotros”. Y con ello se hacen verdad las palabras de Víctor Massuh: cunde “la falta de fe, el vacío del descreimiento”.
Y, lo que es más lacerante y obsceno, es tener la certeza de que el quehacer de un número importante de inescrupulosos corruptos tiñeron de oscuridad unos fragmentos de la ilusión argentina en los que todo pudo ser mejor para los más necesitados, para empezar y, para todos, para continuar.
Argentina, en términos de herida narcisista, ha de ir con modestia al diván. Lo primero es reconocer.
Un pensamiento optimista
No quisiera dejar de expresar un pensamiento optimista: hay quienes pueden sacarnos de este tenebroso camino descendente. Aprendamos a identificarlos.
Y termino con Alejandro Nieto cuando dice en La organización del desgobierno (Barcelona, Ariel, 1984): “El mito de la corrupción hiere vivamente la imaginación popular, ilusionada siempre con los cirujanos de hierro, los políticos aficionados a la escoba y demás redentores sociales”.
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