Democracia: entre las deudas del siglo XX y los desafíos del siglo XXI

Este tipo de régimen político estimula las demandas de una sociedad civil cada vez más exigente. En algunos casos, como en Latinoamérica, el descontento con sus promesas incumplidas puede hacer proliferar la apatía y el surgimiento de liderazgos antisistema

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Protestas frente al Capitolio, en Estados Unidos
Protestas frente al Capitolio, en Estados Unidos

La tercera década del siglo XXI (2020-2030) comenzó de una manera inesperada al calor de una implacable pandemia global. Como nunca en nuestra historia la humanidad ha logrado reducir significativamente -aunque no extinguir- las grandes conflagraciones bélicas, las hambrunas mundiales y el analfabetismo. Sin dudas este no es el mundo ideal, ya que aún persiste la violencia, la desigualdad, la pobreza, la concentración de riqueza (cada vez en menos manos), y la destrucción progresiva del planeta en que vivimos, ya no a causa de una guerra nuclear como se hipotetizaba en los años de la guerra fría, sino por la persistente contaminación ambiental producto del modelo de desarrollo vigente.

Pero lo cierto es que pese a que es indudable que vivimos en lo que Ulrich Beck conceptualizara como una “sociedad de riesgo”, en la que la incertidumbre es una variable central, en muchos aspectos la humanidad ha logrado mejorar. La democracia es uno de esos ejemplos.

La democracia realmente existente

El prestigioso intelectual y politólogo italiano Norberto Bobbio, afirma en su clásico opúsculo sobre “El futuro de la democracia” que, las exigencias de pensar la democracia no tienen comparación con lo que significa llevarla a la práctica. Lo propio de este régimen, aquello que lo ubica en las antípodas de despotismos o autoritarismos, es su perfectibilidad, lo que se traduce en su carácter dinámico y su constante proceso de transformación. No es posible que, de otra manera, se logre incorporar nuevos movimientos, nuevas formas de comportamiento y nuevas cosmovisiones, sin ser flexibles.

La democracia moderna, complejizada tanto desde sus necesidades hasta su funcionamiento por las demandas de los tiempos que corren, ha encontrado un cuello de botella en su ejercicio, lo que les exige a los líderes políticos repensar el funcionamiento de los gobiernos. A diferencia de lo que puede pasar en otro tipo de régimen político, la democracia estimula las demandas de una sociedad civil cada vez más exigente. Y es precisamente en el intento de satisfacerlas, de dar respuestas, donde encuentra límites cada vez más evidentes.

En Latinoamérica el descontento con la democracia es ineludible. Si bien los latinoamericanos no están, necesariamente, en contra de lo que representa teórica y valorativamente la democracia, el descontento gira en torno a los resultados de los gobiernos democráticos realmente existentes. En la actualidad, siguiendo los datos de la última encuesta de Latinobarómetro, 7 de cada 10 ciudadanos se manifiestan insatisfechos respecto a cómo los gobiernos de la región han respondido a las promesas de campañas y objetivos de gobierno.

Al mismo tiempo que los ciudadanos son conscientes de sus demandas insatisfechas, perciben que la política se enfoca, cada vez más, en los intereses de grupos específicos o en los beneficios de una élite. Crece en los ciudadanos la percepción sobre que los gobiernos vuelcan su esfuerzo y recursos para satisfacer las demandas de un pequeño grupo, antes que de la sociedad en su conjunto. En otras palabras, el poder se usa para el beneficio de una minoría. Esta sensación pasó de 61% en 2009 a 79% en 2018.

Se trata, a todas luces, de una percepción muy peligrosa, en tanto puede venir acompañada de la convicción de que la participación en la democracia no sirve para cambiar estas tendencias y que por ello no tiene sentido, haciendo proliferar la apatía y volviendo muy permeables a los ciudadanos a ser interpelados por liderazgos antisistema o con poco apego a las reglas de juego, como el pluralismo o la alternancia en el poder.

Alternancia en el poder

Convive con la democracia una deuda que con el paso de los años se vuelve cada vez más insoportable. Los líderes políticos anquilosados en sus bancas o cargos y la consecuente falta de renovación política es uno de los peores desaciertos que se pueden dar en un régimen caracterizado por estar constantemente en transformación.

Si bien cada provincia tiene sus propios ejemplos de líderes eternizados en el poder, el caso más emblemático a nivel país es el de Gildo Insfran, gobernador de Formosa, quien ejerce el mismo cargo de manera consecutiva desde hace 25 años.

Debe señalarse que este fenómeno no es exclusivo de la Argentina. A nivel mundial el listado de mandatarios eternizados en el poder es extenso y no discrimina el nivel de desarrollo del país, su ubicación en el globo o la ideología del espacio político. Desde Guinea Ecuatorial, cuyo presidente Teodoro Obiang alcanza las cuatro décadas en el poder, pasando por la Rusia de Vladimir Putin, quien lleva 21 años en el Kremlin, hasta Ángela Merkel quien ha anunciado este (2021), como su último año de los 15 al frente del Bundeskanzleramt alemán. Estados Unidos, la autodenominada democracia más antigua del mundo, tiene entre sus filas un caso que da cuenta de la adicción de algunos líderes a sus mandatos ejecutivos o legislativos: el senador Robert Byrd, había estado en su banca por 50 años hasta que falleció en 2017.

Es evidente que a muchos líderes les cuesta entregar el poder. Algunos, incluso perdiendo elecciones. Este fue el caso de Donald Trump quien, habiendo perdido contra Joe Biden el pasado noviembre, hizo todo lo posible por impedir o al menos dilatar el traspaso del mando. Como corolario de esa actitud clásicamente megalómana, Trump replicó una insana actitud llevada a cabo por la ex presidenta argentina Cristina Kirchner frente a su sucesor en 2015, Mauricio Macri: Trump no participó de la ceremonia de asunción Biden para evitar la imagen de alto contenido simbólico en el que el mandatario saliente le cede el poder y los atributos del mando a su sucesor.

El peligroso camino de la apatía política

Como señala Bobbio, aun en las democracias más consolidadas este fenómeno de apatía alcanza a la mitad de quienes tienen derecho al voto. Se trata de un desinterés en lo que ocurre en las sedes de gobierno, en los ministerios, en los parlamentos, y que, por ende, se transfiere a lo que ocurra en las urnas. Una vez más, la idea que subyace a ello es que el voto no cuenta, y la acumulación de frustraciones y las promesas incumplidas parecen abonarlo.

A lo largo del siglo XX Occidente experimentó una extraordinaria ampliación en sus derechos políticos. Cada vez más personas pudieron adquirir el derecho a sufragar, y con ello reforzaron su identidad como ciudadanos. Sin embargo, un fenómeno alarmante que ha tenido lugar en las últimas décadas ha sido la de la reducción en la participación electoral. En Argentina, por ejemplo, donde el voto es obligatorio, la reducción de la participación electoral en comicios presidenciales, comparando las elecciones de 1973 y 2019, es de 4,5 puntos y en comicios legislativos, comparando las elecciones de 1985 y 2017, es de 7,6 puntos.

El futuro de la democracia

Es evidente que, en el contexto de las múltiples incertidumbres que se suscitaron en el último siglo, hay una certeza insoslayable: los regímenes democráticos han logrado incrementarse y fortalecerse. La democracia hoy no tiene rival. Nunca como en el último medio siglo, han existido tantas democracias y limitado el avance de regímenes autoritarios. Pero, como es esperable para una sociedad inmersa en la cultura democrática, solo con eso, no alcanza.

La democracia es, como señala el también politólogo italiano Gianfranco Pasquino, un régimen político “exigente”, que no se conforma con las cosas tal como están dadas. La pregunta clave que se impone, entonces, no es sobre la preferencia de la democracia frente a otros regímenes, sino precisamente ¿qué democracia?

¿Una democracia mínima, reducida al mero respeto de un conjunto de reglas de juego y rituales políticos? ¿Una democracia que pese a estar basada en el principio universal “un hombre, un voto” convive con profundas desigualdades sociales y de otra índole? ¿Una democracia que no promueve la participación ni el involucramiento en los asuntos públicos, un requisito indispensable para el autogobierno individual y colectivo que es central en el ethos democrático?

Como lo demuestran éstos y otros interrogantes, el futuro de la democracia es, por definición, incierto. Ya lo señalaba Bobbio: no podemos conocer el futuro, sino enfocarnos en analizar el presente y cómo llegamos hasta él. En ese camino no deberían estar sólo los analistas políticos. Es necesario que los líderes políticos y la sociedad en su conjunto se permitan pensar y reflexionar en torno a qué democracia estamos construyendo, ya que de ello depende la democracia del futuro, lo que equivale a decir nuestro futuro como humanidad.

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