Noble labor la del abogado

Mas allá de los esfuerzos de gestionar adecuadamente la defensa institucional, se trata sin lugar a dudas de una labor profesional que padece deformaciones en el espacio de la opinión pública

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Comodoro Py (Adrián Escandar)
Comodoro Py (Adrián Escandar)

Se ha escrito y hablado mucho acerca de los derechos del imputado. Las constituciones de las naciones, al igual que los tratados internacionales, consagran principios y cláusulas que garantizan los derechos que a lo largo de la civilización se han ido estabilizando.

También, cíclicamente, con mayor o menor énfasis a lo largo del devenir y evolución del Derecho, las leyes y la doctrina se han referido a las prerrogativas de una parte más que esencial de los procesos, como lo son las víctimas. Ríos de tinta se han usado en conceptualizar las funciones de los Magistrados y representantes del Ministerio Público Fiscal.

Sin embargo, entiendo que poco es lo que se ha escrito y mucho menos reconocido respecto del derecho del abogado que interviene en el proceso. Las leyes se enfocan principalmente sobre sus derechos pecuniarios, sus honorarios, aunque -también es cierto- debe admitirse que se los equipara a los magistrados en cuanto al respeto y consideración que se les debe, algo que pareciera que, con resistencia, a veces se cumple.

Mas allá de los esfuerzos de gestionar adecuadamente la defensa institucional, se trata, sin lugar a dudas, de una labor profesional que padece deformaciones en el espacio de la opinión pública, exacerbadas cuando la construcción de sentido que fraguan las diversas estructuras comunicativas no siempre transita por el sendero que exhibe el mismísimo expediente, identificando -injustamente- el grado de rectitud del abogado con las ocasionales biografías que se defienden. Dicho de otro modo, se nos asimila a la matriz proyectada sobre los representados, que frecuentemente incluye la construcción mediática de esa matriz para luego sumergirnos en ella, cancelando cualquier posibilidad de discurso, pues la sentencia “pública” ya está escrita cuanto menos en las fojas de la conciencia colectiva.

Los abogados no sólo discurrimos acerca de leyes, pues a un lado contenemos emocionalmente a nuestros representados, profesionales de la imagen de éstos, cómplices de lo que se los acusa por el sólo hecho de ejercer su defensa, culpables de las demoras judiciales, forjadores de la derrota en el litigio o, frecuentemente meros acompañantes de la victoria, pues la razón les asistía desde el inicio. También instigadores de la industria del juicio, y quién sabe cuántas cosas más, aunque, créanme los lectores, que no hay ocupación más apasionante que la de aportar una pizca de justicia a un mundo que francamente, cada día más, carece de ella. Tenemos, mala prensa, me parece.

El jurista Eduardo Couture cinceló una pieza magistral que se ha difundido internacionalmente y que se titula “Los mandamientos del abogado”.

Imposible no tomar en cuenta ese modelo de ética y armonía literaria que nos dejó el maestro uruguayo, tan reconocido por todos nosotros. Sus preceptos nos señalan un camino recto pero empinado que no se transita sin esfuerzo, como lo indica el tercero de los consejos del jurista: “Trabaja. La abogacía es una ardua fatiga puesta al servicio de la justicia”.

Sin embargo, los citados “Mandamientos del Abogado” no se detienen en la exigencia del trabajo externo al que el profesional se comprometió con su representado, sino que inclusive demandan a quienes elegimos esta apasionante profesión una introspección especial encaminada a perfeccionar nuestra moral interior.

“Olvida. La abogacía es una lucha de pasiones. Si en cada batalla fuera cargada tu alma de rencor, llegará un día en que la vida será imposible para ti. Concluido el combate, olvida tan pronto tu victoria como tu derrota”. Esto se enseña, en las facultades de Iberoamérica, con la octava cláusula de esa guía de vida interior de los profesionales del Derecho.

Puede así advertirse hasta qué punto el abogado está exigido, por su propio bien y el de los demás, a una moral que llega mucho más allá de las reglas que le fijan los códigos de procedimientos. Se trata de mandatos que constituyen por sí mismos una pesada carga, en tanto nos compelen a dominar y encauzar las pasiones que tantas veces resultan invisibles en el proceso. Nos piden incluso olvidar, como si fuera fácil; pero la experiencia indica que quienes no lo hacen soportan las consecuencias que ha previsto el propio escritor: una vida que se vuelve imposible.

Y podría volverse imposible porque normalmente estamos convencidos, persuadidos, de la razón de nuestro representado. Si no es la razón respecto del fondo de lo que está en pugna, será la razón en orden a las formas, al procedimiento, al trato, al camino legal por medio del cual debe atenderse su reclamo o defenderse su estado presumible de inocencia. Y cuando eso no ocurre, el abogado siente una doble frustración: la desazón ante un derecho que fue negado, algo que en el interior de quienes ejercemos la profesión provoca, como mínimo, un sentimiento incipiente de furia, fastidio, rebeldía. Por otro, emerge la dificultad de comunicar al representado los motivos por los cuales su razón no fue atendida, explicación que no siempre es comprendida o que, peor aún, resulta imposible de hilvanar cuando los fallos contradicen o se apartan de toda lógica racional.

Es frecuente escuchar comentarios orientados a reprochar y adjudicar al abogado las demoras que su actividad le provocan al proceso. En pocas ocasiones se comprende la carga adicional que significa para el defensor la necesidad misma de iniciar ese trayecto y el agotamiento que genera la marcha cuesta arriba con la esperanza de hacer comprender a otros jueces lo que otro u otros magistrados parecen no haber entendido.

En ciertas ocasiones, se trata de evitar que una persona sea perseguida dos veces por la misma causa, algo que sí configura una suprema injusticia para quien se convierte en el objeto de ese doble juzgamiento, también exige a sus letrados un esfuerzo que ya había sido realizado fructíferamente y que resulta ignorado tan solo porque el resultado no aparece satisfactorio frente a un ideal de justicia proyectado o ante un anhelo de la opinión pública mal correspondida.

Hoy, cuando los comentarios se difunden con la velocidad de la fibra óptica que los disemina en décimas de segundo, se evalúa a un abogado con los mismos criterios con los que se califica a quienes fueron designados para administrar justicia, aún cuando las situaciones son radicalmente distintas.

Un juez o un fiscal cumplen funciones públicas al servicio del Estado, sostenidos por los contribuyentes y su acción está sometida inevitablemente al escrutinio del Soberano. Un abogado, en cambio, está únicamente ligado a un contrato que lo une con su representado, a quien está obligado a defender con todos los recursos lícitos que tenga a su alcance, tanto por un mandato legal como por un deber de lealtad. No está forzado a la imparcialidad, como sí lo están los magistrados -o a la objetividad, en el caso de los fiscales- y su compromiso es únicamente con la persona tutelada.

Alguien podría argumentar, contra esta razón, que el profesional ha elegido mal al pupilo; pero un reproche así no contemplaría el hecho de que el propio Estado asigna compulsivamente un defensor oficial a aquellos que no tienen uno privado, en ese caso sí pagado del erario público, y que tiene el mismo deber de lealtad con el defendido que un abogado particular.

Esa asignación forzosa ofrece por sí misma una imagen del carácter central de la defensa para un sistema republicano. Si el propio Estado, cuyo objetivo es el bien común, no sólo es capaz de pagar un defensor, sino que está obligado a hacerlo, cualquier identificación del abogado con la calificación desfavorable que prematuramente pese sobre su cliente resulta tan injusta como alejada de la noción de Estado de Derecho.

No es posible culminar este razonamiento sin una alusión al papel excelso que al abogado y, especialmente al defensor, se les atribuye en las religiones, precisamente porque el enfoque religioso comprende, como ningún otro en el mundo, la debilidad humana y la necesidad de apoyo que se debe a los desvalidos, por ricos que sean o parezcan, por censurables que se interpreten los actos que se les imputan, ya que el hecho de estar frente a un Juez implicará siempre una aparente situación de pobreza, enriquecida, nada más y nada menos, que por el implacable aliado silente, como lo es el principio de inocencia.