El miedo y los peligros del paternalismo

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El presidente Alberto Fernández (REUTERS/Agustin Marcarian)
El presidente Alberto Fernández (REUTERS/Agustin Marcarian)

El gobierno de la ciudad de Buenos Aires intentó dar un paso más allá en las restricciones a las libertades dispuestas por la administración nacional. En efecto, la cuarentena y otras medidas pueden entenderse comprendidas en actos de protección a terceros. La restricción al ejercicio de ciertos derechos se realiza en nombre de evitar perjuicios para otros. Al menos ese es el justificativo invocado para esta cuarentena.

Pero el jefe de gobierno porteño fue más allá, al pretender prohibir la salida de sus domicilios a los mayores de 70 años, no para proteger de ese modo la salud del resto, sino para protegerlos a ellos mismos por su vulnerabilidad en caso de contagio. Esa medida paternalista fue anulada por un juez local. El gobierno no puede violar los derechos de alguien con la excusa de protegerlo de sus propias malas decisiones. Este punto remite a la discusión tangencial de un asunto del que se habló mucho en los últimos años: el llamado “paternalismo libertario”.

En el año 2003 Richard Thaler y Cass Sunstein publicaron dos papers, uno en The American Economic Review titulado “Libertarian Paternalism”, y otro en la Universidad de Chicago titulado “Libertarian Paternalism is not an Oxymoron”. Desde entonces, han tratado de mejorar y sofisticar su idea de lo que se ha denominado “paternalismo libertario”.

Básicamente sostienen que no toda forma de paternalismo es anti-liberal o lesiona las libertades individuales, sino que existe un “paternalismo” que es consistente con el respeto de esas libertades y que puede ser muy útil para las personas. El Gobierno, -dicen- organizando equipos de expertos concentrados en la solución de distintos problemas, estaría en mejores condiciones de ofrecer a las personas soluciones más eficientes y adecuadas que las que ellas solas podrían encontrar sin los conocimientos y recursos suficientes.

En tales condiciones, mientras las personas tengan la chance de no aceptar la decisión inicial de los expertos y guiarse por otra, esta forma paternalista de intromisión en sus asuntos no debería ser considerada ilegal o contraria a las garantías constitucionales.

Un ejemplo que suele invocarse en este sentido es el que se vincula con la donación presunta de órganos. Se dice que si las personas tuvieran suficiente información sobre la importancia de la donación, de las vidas que se podrían salvar si más personas aceptaran que sus órganos pudieran ser utilizados luego de su muerte, seguramente la cantidad de donantes sería muy superior. Si ello no ocurre, se aduce, es por falta de información adecuada.

A partir de allí, una decisión paternalista implica considerar a todas las personas como donantes presuntos; y para que ello no entienda violatorio de sus derechos, se admite la posibilidad de que quien no esté de acuerdo pueda realizar algún trámite legal para dejar de ser donante. Con este ejemplo se intenta justificar lo útil, y a la vez inofensivo, de esta forma de paternalismo.

Sin embargo, este tipo de intromisiones –además de no estar vinculadas con las funciones del gobierno-, distan de ser inofensivas o inocentes. Se crea un acostumbramiento a invertir la carga en la toma de decisiones, que deja de estar depositada en cada persona y pasa a ser una tarea estatal. Además, los temas en los que el Gobierno se entromete para decidir por las personas se tornan cada vez más complejos, y la posibilidad de discernir si esa solución es aceptable o no para cada uno, se vuelve azarosa.

Esta visión paternalista parte de dos supuestos que a mi entender son equivocados: 1) Que la concentración de información y poder decisorio en una autoridad permite encontrar esa solución de mejor manera que la acción espontánea de miles de personas con conocimiento disperso; y 2) que como derivación del primero, existe una solución objetiva y general para casa asunto que es “mejor” o más eficiente para todos.

Con respecto al primer punto, Friedrich A. Hayek explicó de una manera muy clara que el problema de la escasez y dispersión del conocimiento no se resuelve monopolizándolo en una autoridad central, sino por el contrario, permitiendo su libre intercambio para que pueda llegar a quien lo necesita para resolver cada asunto puntual (Competition as a Discovery Procedure). De hecho, cada persona está en mejores condiciones de juzgar qué considera la mejor solución para sus propios asuntos, de modo que lo único que el Gobierno debería hacer en tal caso, es garantizar que el conocimiento pueda ser intercambiado de la manera más eficiente posible, en lugar de monopolizarlo.

En el caso del Covid-19, es claro que el problema no será resuelto por la decisión monopólica de ningún Gobierno, o de la OMS. El mundo espera que miles de científicos, adheridos a universidades, fundaciones, laboratorios, empresas farmacéuticas o independientes, desarrollen medicamentos y vacunas que terminen con el virus, y al mismo tiempo una constelación de empresas provean respiradores, barbijos, medicamentos y alimento mientras se expande el contagio.

Los gobiernos no tienen ni ideas ni recursos propios. Sólo se apropian por la fuerza de ideas y recursos de personas, y los emplean de manera autoritaria, con la excusa de que ese monopolio será mejor para todos. Pero ese monopolio, generalmente retrasa el progreso, al tiempo que viola derechos.

Respecto del segundo punto, debe tenerse en cuenta que la evaluación de las decisiones a tomar involucran dos niveles de análisis: por una parte, como se dijo, el conocimiento e información que cada uno posee de maneras diferentes. Pero además, la decisión requiere valoración, que es individual, a partir del órdenes de valores, metas y objetivos establecidos por cada persona. No existen códigos morales colectivos, las personas eligen sus propias escalas. En una sociedad pacífica, el único principio que permite a cada uno buscar sus propias metas es el de no agresión. Pero respetando dicho límite, cada persona es libre de seguir su propio rumbo.

De modo que los “expertos” gubernamentales propuestos por Thaler y Sunstein no sólo deberían lidiar con las limitaciones de conocimiento e información, sino que fundamentalmente intentarían tomar decisiones estandarizadas, aplicables a millones de personas que intentan ejercer su derecho de buscar cosas diferentes. Es decir, sustituirían millones de criterios valorativos individuales por un único criterio general (una moral general) establecido por los “expertos”.

Para volver al caso de la invalidada prohibición del jefe de gobierno porteño, la señora Sara, quien fue prácticamente detenida por cuatro policías por cruzar al parque frente a su casa para, en sus palabras, “tomar la hora de sol diaria que su salud necesita”, muy probablemente conocía el riesgo que un contagio de Covid-19 podría producirle a sus más de 80 años de edad. La decisión de cuánto riesgo cada uno está dispuesto a enfrentar y cómo sopesar los valores en juego es algo que ningún experto podría decidir para millones de personas, es algo que tiene millones de respuestas. La decisión de una persona de 84 años de extender un poco su vida al costo de vivirla encerrada y sin libertad, o ejercer dicha libertad al costo de poder perder su vida, sólo puede ser tomada por esa persona. Ningún Gobierno puede imponerla.

Por ello, se puede discutir si el Gobierno tiene o no facultades para imponer restricciones a las personas en nombre de la salud de otros a quienes podría contagiar si se enferma. En esa discusión sería necesario incluir las alternativas para minimizar contagios que no implican actos de coacción por parte del gobierno, pues elegir la coacción cuando existen alternativas, es una forma de violar derechos. Pero lo que no parece tener justificación alguna (al menos en el esquema de nuestra Constitución nacional) es que el Gobierno imponga acciones o establezca restricciones a una persona, en nombre de su propia protección. Esa no es una función del gobierno, es más bien un delito. Igualmente improcedentes resultan las recomendaciones paternalistas del Presidente a la gente respecto de qué debería hacer con su tiempo “libre” durante la cuarentena.

Existe una línea muy delgada entre la facultad de establecer ciertas restricciones en aras de proteger los derechos de los demás, y la actitud paternalista de imponer formas de conducta personal en nombre de lo que el gobierno piensa que es bueno para cada uno. Esto último marca el inicio de un gobierno autoritario y debe evitarse a toda costa. Por ello ha sido muy bueno que el jefe de gobierno porteño recibiera el mensaje de la justicia, en el sentido de que no debe hacer tales cosas.

Mientras redactaba un modelo de Constitución para Estados Unidos, sabiendo que la tendencia de todo gobierno es acumular y abusar del poder, Thomas Jefferson recordó que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Nunca es más necesario recordar ese consejo que en tiempos en que el miedo hace que la gente esté más dispuesta a admitir cualquier acción de quienes en realidad son sus empleados.