Una sorpresa recorre la región: ganó Bolsonaro. Un xenófobo votado por negros. Un sexista votado por mujeres. Un activista de la portación de armas votado por miles de brasileros que jamás tocarían una.
Del cúmulo de explicaciones para este fenómeno surgen dos principales. Por un lado, la necesidad de votar a un emergente que no sea de la política tradicional, enlodada en una sucesión de escándalos de corrupción. Por el otro, el hartazgo de toda la sociedad frente a la inseguridad, asunto sobre el que el Estado no supo dar respuesta.
En Brasil, a principios de los 80, cuando comenzó incipientemente el tráfico de drogas, todavía la policía tenía mejores armas que los traficantes. Diez años después, los traficantes tenían muchas mejores armas que la policía. La lucha por el manejo territorial se cobraba vidas todos los días.
Más aún: la tasa de homicidios en la región es, en promedio, de 23 cada 100 mil habitantes. A nivel mundial, representa el 39% de asesinatos. En Brasil, ronda hace años los 30 homicidios cada 100 mil habitantes, duplicando este número en varios estados.
La inquietante tendencia en materia de inseguridad no bajó en la región ni siquiera con el crecimiento económico. Tal vez por eso, el crimen necesite en las grandes ciudades de un presupuesto de guerra.
En la Argentina, según las estadísticas que hizo públicas el Ministerio de Seguridad desde 2016, tres de cada diez familias fueron víctimas de al menos algún tipo de delito, mientras que los homicidios alcanzan las seis víctimas por cada cien mil habitantes.
Hay datos alentadores: aunque haya pasado desapercibido, los homicidios bajaron dramáticamente en las villas más calientes de la Ciudad. Por ejemplo, de 28 a 2 en la 1-11-14. También bajó la tasa de asesinatos en la provincia.
Sin embargo, en materia de seguridad todavía estamos lejos en toda la región, y la gente no está dispuesta a esperar a que terminen la pobreza y la desigualdad para combatir el delito. Mucho menos si quien sufre el delito es tan pobre o más que el delincuente.
El Estado debe recuperar el territorio en las villas, donde en algunos casos siguen en manos de los narcos, y volver a aplicar penas: no es cierto que una vida miserable habilite ciertos delitos sin condena. Es hora de terminar con el abolicionismo de la pena.
Por eso, si no nos ponemos de acuerdo en que el que le hace daño al otro no puede compartir la vida en sociedad, más allá de su condición social, van a seguir apareciendo Bolsonaros. No va a ser ninguna sorpresa.
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