Intimidad de Mercedes Sosa: el libro que retrata a la “pachamama” que cenaba guiso y agendaba a sus amigos por país

Su amigo y confiidente, el curador Álvaro Rufiner, escribió sobre La Cantora. Aquí, un fragmento.

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“Mercedes estuvo siempre presente en mi casa por mi madre, que tenía un vínculo con ella y con Pocho Mazitelli, su marido. Luego de su regreso del exilio, a mitad de los 80 empecé a ir a sus conciertos y después siempre una comida, una charla, familia, política y música”, cuenta Álvaro Rufiner a Infobae Leamos.

Es el autor de Mercedes Sosa, el libro sobre la cantora que integra la colección Cuadernos de Música de Tucán Ediciones. Al texto de Rufiner, el volumen suma una entrevista que el periodista Martín Caparrós le hizo a la artista en 2001 y un texto en las solapas que hizo Tita Parra, la nieta de la chilena Violeta Parra.

“Cuando me vine a vivir a Buenos Aires el vínculo con Mercedes se volvió casi cotidiano cuando ella estaba en la ciudad; cine, cumpleaños, conciertos, junto a ella y a Olga Gatti, que era su manager. Éramos muy amigos, amigos de charlas intensas y de silencios largos. Hablábamos mucho de libros, de cine y siempre de política. Nos recomendábamos autores y poetas. Amaba la poesía”, recuerda Rufiner.

“También compartirmos muchos viajes, giras, sugerencias de qué ver en cada ciudad, dónde comer, qué ir a escuchar. Mercedes siempre tenía la guía de imprescindibles de cualquier ciudad. Largas charlas telefónicas desde cualquier lugar del planeta acortaban las distacias”, suma el curador.

“Ella me encomendó la tarea de clasificar el material y armar lo que llamábamos en chiste la Casa Museo, un departamento mitad oficina mitad casa de invitados, a la vuelta de su departamento, donde las paredes estaban tapizadas de premios, condecoraciones y retratos. Desde Berni y Alonso hasta la condecoración del sindicato de taxis de NYC”, describe Rufiner. Es porque la artista le decía, entre carcajadas: “No quiero todo eso en mi casa, no quiero vivir en el museo de Mercedes Sosa”.

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El hijo de Mercedes Sosa, Fabián Matus, describe en su libro el vínculo entre Rufiner y su madre: “Álvaro Rufiner es una de las amistades jóvenes que también supo construir la Mamá. Era hermoso verlos conversando en igualdad de condiciones sobre cuestiones estéticas, éticas y artísticas. Eran charlas interesantes y divertidas en ese tono de picardía que siempre tuvieron los dos. Ella depositaba en él sus dudas estéticas y él supo interpretarlas al punto de ser quien terminó a cargo de la curaduría de la muestra Mercedes Sosa, un pueblo en mi voz”. Ese amigo íntimo y curador es el que ahora la cuenta en un libro.

Mercedes Sosa - Cuadernos de Música

Mercedes Haydeé Sosa nació en Tucumán el 9 de julio de 1935, el día en que la Argentina celebra su Independencia, declarada 125 años antes en esa misma ciudad del interior profundo de un país extenso y desigual. Dos semanas antes, un 24 de junio en Medellín, Colombia, moría en un accidente aéreo Carlos Gardel, el gran cantor de tango. Como una carrera de postas, “la voz mayor del tango” se iba de este mundo cuando llegaba quien sería poco años después “la voz de Latinoamérica”.

El Morocho del Abasto murió cuando nació la Negra, apodos de color para dos personas de piel blanquísima y cabello azabache. Es posible que esos apodos remitan también a su origen pobre, de madres lavanderas, nacidas en los bordes, en los márgenes de la sociedad. Él y ella, las voces mayores de la música popular, dos representantes del pueblo elevados al Olimpo de la música universal, convertidos a fuerza de amor popular en el sonido de la patria.

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A diez años del exitoso álbum en el teatro ópera, una Mercedes ya instalada en la cima de su carrera internacional grabó un nuevo álbum en vivo, De mí, titulado así como la canción de Charly García, con el mítico Mariano Mores, Julia Zenko y Charly García, entre otros invitados. Nuevamente alcanzó éxitos de venta.

Ese mismo año la Argentina se conmovió con el brutal atentado a la Embajada de Israel que estaba ubicada en la misma manzana que la casa en que vivía Mercedes. Fue un nuevo motivo para que ella dijera que el único camino posible es la paz.

Estas ventanas quedaron pulverizadas cuando volaron la Embajada de Israel, acá a la vuelta. Fue terrible, terrible. Tras el estallido, recuerdo haber visto a chicos que deambulaban con la mirada desorbitada, mudos. ¿Sabe qué define a una tragedia? El silencio posterior, el infinito silencio.

Mercedes escuchaba música sin parar, siempre nueva, de todo el mundo y así intentaba descifrar por dónde seguir, qué cantar, cómo. En esa búsqueda decidió convocar a Fito Páez para que produjera su disco Sino, que comenzaba con un tema del brasileño Djavan.

Cada madrugada encerrada en su cuarto escuchaba hasta el cansancio grabaciones que le llegaban de cualquier lugar del mundo, buscando temas nuevos para su repertorio. Grabó la Misa criolla de Ariel Ramírez, el tercer álbum integral de este gran amigo y compositor vertebral del folclore.

Yo estoy muy acostumbrada a grabar, vengo de grabar en dos canales y ya he pasado por todas las diferentes formas de grabación en tantos años. He llegado a grabar en el estudio que tenía Philips (hoy ya no existe con ese nombre) diez temas en un mismo día. Y como estoy tratando de grabar ahora es empezar un tema y terminarlo.

"Traigo un pueblo en mi voz", decía Mercedes Sosa hacia 1973.
"Traigo un pueblo en mi voz", decía Mercedes Sosa hacia 1973.

Fue imparable, llena de energía celebró cada momento de su vida, como revancha luego del exilio, viajó llevando su música a todo el mundo, manejó su auto en las giras por Argentina. Ella como nadie conocía rutas y caminos rurales, feliz de poder “mirar de cerca”, como dice Charly García.

Sus conciertos siempre fueron una fiesta llena de amigos. Presentó artistas jóvenes desvelada por dar a conocer nuevos compositores y cantantes. Los 9 de julio festejaba su cumpleaños y su casa se convertía en un gran caleidoscopio del arte y la cultura mundial. Músicos, escritores, actores, artistas plásticos, intelectuales se daban cita en su casa, y todos terminaban la noche bailando en esa sala que balconeaba sobre la Avenida 9 de Julio.

Aprovechaba sus días en Buenos Aires para ir a conciertos de amigos o de jóvenes promesas, el cine cercano a su casa la recibió en cada estreno, luego pasaba por la librería, miraba novedades y de allí iba a comer, siempre con amigos de la Argentina o del mundo. Fue anfitriona de todo artista que llegara a la ciudad. Se fue convirtiendo en la gran madre, en la pachamama, siempre dispuesta a recibir y multiplicar los panes.

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El tema de la soledad fue un tema recurrente en Mercedes, que llenaba teatros en todo el mundo, y volvía después a la soledad del cuarto de hotel, porque al día siguiente habría un nuevo concierto o un viaje temprano hacia otro destino de show. Esa soledad, necesaria para estudiar y para cuidar su instrumento, también fue un cerco que la obligó a largas visitas telefónicas con amigos de cualquier parte del mundo. Mercedes acumulaba agendas primero en papel y luego electrónicas con amigos separados por países. Y así de repente podía sonar el teléfono a la madrugada y era ella feliz contando que recién llegaba de cantar, cómo habían recibido una canción nueva o aplaudía como una niña porque de repente estaba viendo a un amigo en el telediario internacional.

No había distancias ni horarios, Mercedes convertía el mundo en una gran mesa de provincia, donde las charlas podían durar horas, olvidando completamente el costo sideral de las llamadas que debería pagar al día siguiente en la recepción del hotel. No tenía importancia, así le peleaba a la soledad.

Realmente para Mercedes la gloria era estar con amigos. En los momentos de descanso podía sonar el teléfono y que fuera ella con una invitación a comer. Llegar a su casa era sentir el aroma a hogar; a pesar de estar en el pleno centro de una megalópolis, su casa tenía aroma a caserón de provincia de mesa siempre tendida. Uno podía pasar por su gran comedor de muebles de laca negra con un fuerte aire japonés custodiado por un cuadro verde y azul, casi abstracto, y al acercarse descubrir un grupo de cholitas subiendo el cerro; esa mesa o se estaba levantando porque había acontecido una comida o se estaba tendiendo porque el día siguiente se llenaría de gente diversa. La mesa era un banquete permanente.

Pero a veces la invitación era más personal y uno llegaba, caminaba el largo pasillo hasta el último cuarto de invitados convertido en sala de TV y centro de operaciones donde estaba Mercedes en un sillón súper moderno, como una butaca de avión de primera clase, con una túnica hasta los pies descalzos sobre una alfombra arena. Era una diosa pagana, una Pachamama Bahiana, y allí cada sillón tenía su mesita plegable y su bandejita de sopa o guisito norteño, y la TV encendida en algún canal olvidable o un telediario con noticias del mundo al que rápidamente se le dejaría de prestar atención para adentrarse en una charla laberíntica honda de amistad sin tiempo. Otras veces se encendía el reproductor de películas y se repasaban estrenos. Siempre había libros, citas, autores y una síntesis. Y preguntas: “¿Usted qué piensa?”, ¿y usted?”, “¿qué hacemos con esto?”. Algo hay que decir. Muchas veces Mercedes miraba la TV y era pasar revista por noticias de amigos artistas o políticos protagonistas de ese momento.

Celebraba la amistad en cada gesto. Su encuentro con las personas era profundo, volvía de algún lugar del mundo con un regalo elegido, particular, sabía o intuía los gustos de la gente que le interesaba y su generosidad era cotidiana, sin anuncios ni carteles. Su generosidad podía transformar definitivamente una vida. Por eso ella tenía ese halo de deidad terrena.

Después de Pocho Mazitelli, Mercedes Sosa tuvo una relación breve en París, pero nunca volvió a formar pareja. Durante el exilio se fue volviendo cada vez más una mujer fuerte, independiente, resolutiva. También desde ese tiempo cada vez más gente dependía de ella, y Mercedes lo sabía y asumía a fondo su responsabilidad.

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