El asesino serial que fue padre en prisión: sexo a escondidas en el corredor de la muerte y el misterioso destino de la niña

Ted Bundy fue condenado a la silla eléctrica por matar en forma brutal a 36 mujeres. Los encuentros con su pareja y la bebé Rose que nació de esa relación

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Ted Bundy junto a su
Ted Bundy junto a su hija y su pareja (Netflix)

Ted Bundy tenía fecha de ejecución. Afuera, su nombre causaba pánico. Adentro, en el corredor de la muerte de la prisión estatal de Florida, el hombre que había desmembrado niñas y desaparecido adolescentes, el mismo que en 1980 fue condenado por el asesinato de Margaret Bowman y Lisa Levy —dos estudiantes de la hermandad Chi Omega—, preparaba junto a su esposa una sorpresa: concebir una hija. Rose Bundy nació el 24 de octubre de 1982, dos años después de que su padre fuera sentenciado a morir en la silla eléctrica.

No hubo visitas conyugales oficiales. La ley era clara. Pero el dinero y el carisma de Bundy, sumados a la devoción ciega de Carole Ann Boone, lo hicieron posible. Mientras los reporteros contaban las víctimas y los psiquiatras analizaban el sadismo quirúrgico del asesino, Boone cruzaba las puertas de la penitenciaría cargando billetes escondidos. En las galerías de vigilancia floja y pasillos sin cámaras, detrás de un dispenser de agua o en un rincón del patio, la pareja conseguía unos minutos de intimidad. No eran rumores infundados. La periodista y criminóloga Ann Rule, que conoció personalmente a Bundy, afirmó: “Los guardias eran sobornados. El sexo fue real”.

Ted Bundy en una foto
Ted Bundy en una foto cuando fue detenido

Sexo en el corredor de la muerte

Un mito dice que Boone escondió un condón, que Bundy lo llenó y que ella lo recuperó con un beso. Lo cierto es que, según varios testimonios, hubo contacto físico directo y frecuente. Incluso el director de la prisión, Clayton Strickland, lo admitió con resignación: “Todo es posible cuando hay seres humanos involucrados. No voy a decir que no tuvieran contacto sexual, pero en ese parque, sería bastante difícil. Lo detenemos en cuanto empieza”.

No lo detuvieron. Y el resultado fue una niña: una hija concebida por un femicida mientras cumplía tres condenas a muerte por crímenes contra mujeres y menores. La noticia fue tan escandalosa como incomprensible. Algunos medios enviaron cronistas a esperar a Boone a la salida del penal, buscando declaraciones sobre el origen de la niña. Ella, inmutable, respondió: “No tengo que explicarle nada a nadie sobre nadie”.

Se conocieron en 1974, entre carpetas, teléfonos y formularios del Departamento de Servicios de Emergencia en Olympia, Washington. Carole Ann Boone era una empleada estatal divorciada y madre de un niño. Ted Bundy era un joven republicano, con estudios en derecho y una sonrisa persuasiva, que entonces aún no figuraba en los archivos policiales. Según el libro The Only Living Witness, de Hugh Aynesworth y Stephen Michaud, Boone quedó fascinada desde el primer momento: “Me cayó bien enseguida. Nos llevábamos muy bien. Me pareció una persona tímida, con mucho más por dentro que lo que mostraba afuera”.

Las víctimas del asesino serial
Las víctimas del asesino serial Ted Bundy

La doble vida del asesino serial

Mientras Boone empezaba a confiar, él empezaba a matar. Entre 1974 y 1975, mientras trabajaba junto a ella, Bundy secuestraba y asesinaba jóvenes universitarias en Washington, Oregon y Utah. Pero para Boone, esos crímenes eran aún estadísticas lejanas, y Ted, un hombre tranquilo que participaba “a medias” de las bromas en la oficina. Nadie, salvo las víctimas, conocía la otra cara.

La relación se volvió íntima años más tarde, cuando Boone viajó más de tres mil kilómetros para asistir a su juicio en Orlando, Florida, por los asesinatos en la casa Chi Omega. Lo defendió desde el público y, luego, desde el estrado. Fue su testigo de carácter. Él, en un acto teatral, le propuso casamiento en plena audiencia, frente al jurado. Lo hizo aprovechando una vieja ley del estado de Florida. Toda declaración de matrimonio en presencia de un juez tenía validez legal. Boone dijo que sí. No hubo flores ni música, pero hubo una boda oficial entre un asesino y su defensora.

Durante ese mismo juicio, ocurrido exactamente dos años después del secuestro y asesinato de la niña Kimberly Leach, se celebró el primer aniversario de ese matrimonio.

Boone se instaló en Gainesville, a unos 60 kilómetros de la prisión. Visitaba a Bundy con frecuencia, lo abrazaba frente a las cámaras y cargaba a su hija entre los brazos en los pabellones de máxima seguridad. También llevaba consigo a su hijo Jayme, de una relación anterior. Juntos, en el entorno carcelario más restrictivo del país, construyeron una familia improbable: una esposa, un asesino y dos niños entre rejas.

“Construyeron esa pequeña familia en el corredor de la muerte”, diría luego un testigo que compartió visitas con ellos.

Ted Bundy durante el juicio
Ted Bundy durante el juicio en su contra en Florida (AP)

El final de Ted Bundy

El 24 de enero de 1989, a las 7:16 de la mañana, el cuerpo de Ted Bundy recibió una descarga de 2.000 voltios en la prisión estatal de Florida. Afuera, cientos de personas celebraban su muerte con carteles, fuegos artificiales y cánticos. Adentro, una niña de seis años perdía para siempre al hombre que, pese a todo, llamaba “papá”. Rose Bundy no estaba allí. Carole Ann Boone había abandonado Florida tres años antes, en 1986, después de divorciarse del hombre al que había defendido, amado y protegido durante una década. No dejó notas. No dio entrevistas. Solo desapareció.

Desde entonces, Rose se volvió un espectro en la prensa, un nombre que se invoca sin rostro, sin voz, sin datos verificables. En los documentos, figura como Rosa Bundy, nacida en octubre de 1982. Después, todo es conjetura. Algunos creen que su madre cambió de identidad, que se trasladaron a Oklahoma y adoptaron un nuevo apellido: Abigail Griffin. Otros aseguran que vive bajo otro nombre, casada, con hijos propios, sin que nadie a su alrededor sepa quién fue su padre.

El silencio es casi absoluto. Y es deliberado. En la reedición de 2008 de su libro The Stranger Beside Me, Ann Rule escribió: “He oído que la hija de Ted es una joven amable e inteligente, pero no tengo idea de dónde puedan vivir ella y su madre. Ya han sufrido bastante”. En su sitio web, Rule insistió: no respondería más preguntas sobre Rose.

Ted Bundy admitió en el
Ted Bundy admitió en el juicio haber asesinado a 36 mujeres

La niña que borró sus huellas

No hubo apariciones públicas, ni fotos filtradas, ni declaraciones. Tampoco intentos de lucro ni libros con memorias. Rose Bundy se borró a sí misma del relato. Eligió no existir en el universo mediático que alimentó la figura de su padre, que hizo películas, series y documentales sobre sus crímenes. No buscó redención ni dio testimonios. Se exilió del apellido que la marcó de nacimiento.

Mientras los fiscales proyectaban fotografías de cuerpos destrozados y la policía relataba detalles sobre la sangre seca en los colchones de la fraternidad Chi Omega, un grupo de mujeres jóvenes tomaba asiento en la sala del tribunal. Algunas llegaban antes de que se abrieran las puertas. Otras se empujaban por un lugar en primera fila. Todas compartían algo más que el asombro: querían llamar la atención de Ted Bundy.

Las crónicas de la época —y los testimonios posteriores— coinciden en describir la escena con una mezcla de estupor y desconcierto. Muchas de estas mujeres vestían blusas claras, pendientes circulares y el cabello largo partido al medio: exactamente como las víctimas de Bundy. Según el periodista Stephen Michaud, en el documental E! True Hollywood Story, “algunas incluso se tiñeron el cabello del tono correcto de castaño. Querían atraer a Ted”.

Las fans de Ted Bundy

Bundy, que se representaba a sí mismo como abogado defensor, aprovechaba cada pausa para mirar al público. Sonreía. Tomaba notas. Se acomodaba el cabello. Las cámaras de televisión —porque el juicio fue uno de los primeros transmitidos en vivo a nivel nacional— amplificaban cada gesto. El acusado parecía estar interpretando un papel, consciente de que el país entero lo miraba. “Había un magnetismo extraño en él, una capacidad de generar simpatía pese a lo monstruoso de sus actos”, dijo más tarde el fiscal Larry Simpson.

Mientras los expertos forenses hablaban de mordidas humanas y heridas defensivas, una mujer en el público levantaba la vista, prendida del rostro del acusado. Cuando se anunciaron las condenas, algunas lloraron.

Ese culto en vida no terminó con el veredicto. En los años siguientes, Bundy recibió cientos de cartas en prisión, muchas con fotos, algunas con propuestas de matrimonio. Carole Ann Boone no fue la única que creyó en su inocencia ni la única que fantaseó con redimirlo. Fue, sí, la única que tuvo una hija con él.

Ted Bundy fue su propio
Ted Bundy fue su propio abogado en el juicio en su contra en Florida

Ted Bundy fue ejecutado el 24 de enero de 1989, en la prisión estatal de Florida, tras agotar todos sus recursos legales y confesar 36 asesinatos. Su modus operandi consistía en secuestro, violación y muerte.

Afuera de los tribunales una multitud festejaba como si fuera un carnaval: vendían camisetas, sostenían pancartas que decían “Roasted Ted” y abrían botellas de cerveza al alba. Adentro, el cuerpo del hombre que había aterrorizado a tres estados quedó carbonizado por la silla eléctrica, bajo el nombre de prisionero número 069379. Ningún familiar reclamó el cadáver. Ninguna esposa esperó en la puerta. Carole Ann Boone no estaba. Tampoco Rose.

Rose, la hija concebida en la sombra de la condena, tenía apenas seis años cuando la historia de su padre se apagó con un zumbido eléctrico.

Desde entonces, nada. Ni una declaración, ni una aparición. El destino de madre e hija se volvió un misterio voluntario, una decisión de anonimato como forma de supervivencia. Solo queda la certeza de una fecha: una niña nació el 24 de octubre de 1982, en el corredor de la muerte, fruto de una historia imposible. El resto es silencio.

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