
Desde joven, Lucio Vicente López pintaba para promesa política y luminaria esclarecida en la intelectualidad porteña en las últimas décadas del siglo XIX. Había nacido en Montevideo el 13 de diciembre de 1848 y llegó a Buenos Aires a los 15 años enviado por su papá. Bajo la tutela de Juan María Gutiérrez, estudió Derecho, y se graduó en 1873 con la tesis “Las obligaciones divisibles e indivisibles”. Fue el autor del libro La gran aldea, de 1884, que había salido antes en formato de folletín en el diario El Nacional. Tres años antes había publicado Recuerdos de viajes y, siguiendo un poco la tradición familiar, escribió Lecciones de Historia Argentina.
Se dedicó a su cátedra en la facultad, al periodismo y a la crítica literaria.
Carlos Sarmiento era un sanjuanino de 33 años, y siempre quedó en la nebulosa si lo unía algún parentesco con Domingo Faustino. Tenía el mérito de haber llegado a coronel a los 28 años gracias a su inteligencia y formación. Su trayectoria, hasta el momento del lance, se resumía en haber sido profesor del Colegio Militar, jefe de dos unidades de artillería y de haber sido secretario privado del general Luis María Campos, ministro de Guerra.

Luego del frustrado golpe radical de fines de julio de 1893, se dispuso la intervención de la provincia de Buenos Aires. Eduardo Olivera, el interventor, renunció a los 35 días y el 21 de septiembre de 1893 López se hizo cargo de un distrito complicado. Parecía continuar una suerte de saga de desafíos familiares. La había iniciado su abuelo, Vicente López y Planes, el autor de las estrofas del Himno Nacional, cuando primero reemplazó a Bernardino Rivadavia cuando renunció en 1827 y luego cuando fue gobernador de Buenos Aires a la caída de Juan Manuel de Rosas. Su hijo Vicente Fidel López, historiador, legislador y abogado, debió exiliarse en Uruguay durante el rosismo.
Cuando se sentó en el sillón de interventor, todos supieron que trabajaría en serio.
A los pocos días, recibió una denuncia sobre ventas irregulares de tierras en tres partidos bonaerenses. Navarro Viola, su ministro de Obras Públicas, se ocupó de investigar una en particular, en Chacabuco, cuyo monto era millonario. Le pidió al Banco Hipotecario los detalles de esa venta que se había realizado al coronel artillero Carlos Sarmiento, en ese momento empleado como secretario del general Campos.

Al haber hallado serias irregularidades en la operación de dichos terrenos, destinados al ensanche del ejido urbano de Chacabuco, que debían subdividirse y no venderse como si fuera uno solo, tal como se había hecho, López ordenó anular la venta.
Cinco días después, el interventor, a través de su abogado Manuel Montes de Oca, elevó una acusación criminal contra Sarmiento. El militar acusó de “jactancia” a López, ante la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la que se declaró incompetente.
El militar estaba fuera de sí. Acusaba a los diarios por las noticias del caso que publicaban y se enfrentaba con los vecinos de Chacabuco, donde tenía campo, con los que se llevaba pésimo.

Cuando se celebraron elecciones en la provincia, en la que resultó electo Guillermo Udaondo, el interventor dejó el cargo con la tranquilidad de la tarea cumplida.
Volvió a su vida de abogado y de docente universitario. Mientras tanto, Sarmiento, sobre quien pesaba un auto de prisión contra él, fue detenido y luego de estar preso tres meses en el Departamento Central de Policía, la Cámara Nacional de Apelaciones lo liberó.
Retó a un duelo a muerte a López, a través de una violenta carta que publicó en el diario La Prensa el 27 de diciembre. Ese día, López fue a verlo a su amigo Carlos Pellegrini a su estudio.
-Hola, Lucio -lo saludó Pellegrini-. Ya sé a qué vienes.
-¿Qué debo hacer? - preguntó.
-Batirte - le respondió su amigo.
Donde está el Estadio Monumental y su barrio circundante serpenteado por calles, algunas de trazado irregular, responden a un motivo: allí funcionó el Hipódromo de Belgrano, también llamado Nacional. Cuando no había carreras, sus instalaciones se usaban para eventos sociales y, ocasionalmente, para dirimir cuestiones de honor a través del duelo, como fue en este caso.

Establecido para las once de la mañana del viernes 28 de diciembre de 1894, los padrinos de López eran Lucio V. Mansilla y Francisco Beazley, mientras que los del coronel fueron el contralmirante Daniel de Solier y el general Francisco Bosch. El director del duelo fue Luis F. Navarro.
Sería a tiro de pistola de arzón, llamada así porque iban en pistoleras amarradas al arzón de la silla de montar.
El lance sería a doce pasos de distancia y el principal problema del desafiado era que no era idóneo en el uso de armas.
En el lugar, solo estaban los padrinos y dos médicos, Decoud y Padilla. Acompañaban a López, sus hermanos y sus dos hijos mayores.
En los dos primeros disparos, ambos fallaron. Hubo un instante de duda entre los presentes, que creyeron que ahí terminaría todo. Alguien recordó que el duelo era a muerte.
Contaron que Mansilla le propuso al director del duelo, medio en serio y medio en broma, un tiro más antes de amigarse. “Mansilla, cuando va por la calle, se sonríe delante de todos los espejos. Si se mirara con el ceño adusto, mandaría los padrinos a su propia imagen reflejada en el vidrio”, lo describió Aristóbulo del Valle.
Cuando dispararon por tercera vez, López se llevó sus manos al vientre. Intentó caminar pero, con rostro pálido, cayó de rodillas. “¡Esto que me pasa es una injusticia!”, se lamentó. A Sarmiento, el proyectil disparado por López le rozó la oreja.
López pidió a un amigo que fuera a su casa y le avisase a su esposa Emma Napp que estaba herido, pero no de gravedad.
En camilla fue trasladado para ser atendido pero exigió que lo llevasen a su casa, en avenida Callao 1852. Allí ya estaba el doctor Padilla, que había preparado suero. A mitad de camino se descompuso y debieron aplicarle una inyección.
El herido conversaba con quienes rodeaban su cama, hasta se permitió hacer algunas bromas. Una junta de médicos coincidió en la gravedad del herido: la bala le había afectado el hígado, el intestino y el bazo, y había salido debajo de la última costilla.
Al atardecer la hemorragia se detuvo, el paciente estaba animado pero la cara del doctor Padilla era de preocupación. “Voy a morir con la convicción de que he sido uno de los hombres más honrados de mi país. He levantado resistencias pero ellas no venían jamás del lado de los buenos”, dijo el herido.
Cerca de las 11 de la noche el padre Eduardo O’Gorman, párroco de San Nicolás de Bari, le dio la extremaunción. A la medianoche, perdió el conocimiento y minutos después de la una de la mañana, falleció. Dos semanas antes había cumplido 46 años.
El entierro en Recoleta fue multitudinario. Muchos de sus amigos lo despidieron con discursos. Su amigo Miguel Cané habló de “un resto de barbarie que predomina entre los hombres cultos”. Pellegrini destacó que “pierde la patria una de sus más grandes esperanzas”.
La justicia miró para otro lado. Falló que no estaba asentado en ningún lado que el duelo sería a muerte, que los padrinos habían acordado efectuar solamente dos disparos.
De Vedia y Mitre, que en esa época era casi un niño, recordaba la “impresión de dolor, de estupor y de protesta que provocó la muerte trágica de aquel noble espíritu que se llamó Lucio Vicente López”.
Todos los inculpados quedaron libres, incluido Sarmiento, que desapareció de Buenos Aires y se encerró en su estancia de Chacabuco.
En 1905 pidió el retiro y se radicó en su provincia. El 7 de junio de 1907 encabezó un golpe militar e integró un triunvirato que se hizo cargo del poder, pero no tardó la provincia en ser intervenida por el gobierno nacional. Cuando se celebraron elecciones, fue elegido gobernador para el período 1908-1911. Dejó la provincia y algunos dicen que vivía en Zárate cuando murió en 1915.
Los duelos en el país estaban prohibidos desde los tiempos de la colonia y hasta se amenazó con el fusilamiento a quienes lo practicasen. Sin embargo, esa insólita costumbre de hacerse matar para lavar el manchado honor siguió hasta comienzos de 1970.
Muchos lo aceptaban por el miedo a la condena de la sociedad, la misma que, al ver que uno de los contendientes moría, condenaba esta práctica a la que calificaba de bárbara y estéril, tal como lo percibió el infortunado López cuando supo que la vida se le iba por esa inevitable herida en el vientre.
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